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| lunes junio 23, 2025

El manual del perfecto antisemita (y del tonto útil)

Junior Aguirre Gorgona para Porisrael.org


Decía mi madre —que en paz descanse— que no hay que confundir la gordura con la hinchazón. Y con los años, esa frase se me volvió aún más real. Ahora que me hice intolerante a los lácteos, cada vez que peco con algún queso, se me hincha el estómago como si tuviera una infestación de lombrices infantiles. Lo menciono no solo por nostalgia, sino porque me pasa algo parecido con ciertos colegas de trincheras con los que a veces no coincido: en algunas ocasiones ven antisemitismo donde no lo hay. Y eso, aunque cause escozor, es parte de pensar críticamente y de la retroalimentación que nos damos como compañeros de causa. También debo de confesar que he estado allí.

No somos fundamentalistas, ni ideólogos. Al menos no deberíamos serlo. Ya lo decía Isaiah Berlin: «El ideólogo es aquel que, donde ve la verdad, encuentra una justificación y una mentira» Y eso aplica tanto para los que ven conspiraciones sionistas detrás de cada banco, como para los que gritan “antisemitismo” cada vez que alguien critica una política israelí.

Antisemitismo, antijudaísmo, judeofobia, antiisraelismo, antisionismo… el término ha mutado tanto como el odio que pretende describir. Tan antiguo como el cristianismo, y tan moderno como el Estado de Israel, ha cambiado de ropaje a lo largo de los siglos para adaptarse a los códigos culturales de cada época. En la Edad Media era religioso: los judíos eran culpables de deicidio. En el siglo XX se volvió racial: los judíos “contaminaban” la sangre aria. Hoy, bajo la coartada del antisionismo, vuelve a ser político: los judíos son los nuevos colonialistas. Pero el hilo conductor es el mismo: demonizar al judío como cuerpo extraño, como amenaza existencial, como el “otro” absoluto.

Con los años he aprendido a distinguir el antisemitismo del simple idiota. Hay quien niega el Holocausto por odio, y hay quien lo niega porque no leyó un libro en su vida. Hay quien cree que Israel controla el mundo, y hay quien lo cree porque vio un TikTok. A veces no es maldad: es ignorancia. Lo terrible es que ambas, combinadas, son dinamita. Por eso ya no discuto en redes sociales con cualquier iluminado que vomita sandeces. Porque cuando lo haces, te arrastran a su lodazal, donde no importa la evidencia ni la razón. Solo la repetición. La indignación. La narrativa. Y ahí es donde pierdes.

La altura intelectual de un antisemita hoy es comparable a la de un terraplanista: niega la evidencia, desacredita las fuentes, se refugia en cámaras de eco, y construye una identidad en oposición al sentido común. No necesita demostrar nada, solo repetir. Su lucha no es por la verdad, sino por convertir su mentira en un relato coherente y viral. Negará los misiles de Hamas, los túneles bajo las escuelas, los pogromos del 7 de octubre. Repetirá que “no todos los judíos son sionistas” para justificar su odio a Israel, como si eso lo eximiera de su prejuicio. Como los antisemitas del siglo XIX que decían que “algunos judíos eran decentes, pero el problema era la influencia del judaísmo”. La paradoja es brutal: niega el antisemitismo mientras lo ejerce. Niega la historia mientras la repite.

Ocurrió en el caso Dreyfus, cuando la verdad fue menos importante que la necesidad de un enemigo interno. Ocurre hoy con Israel, el “judío de las naciones”, al que se le exige lo que no se le exige a nadie: rendir cuentas por defenderse, justificar su existencia, disculparse por sobrevivir. En un mundo donde la yihad global declara abiertamente que quiere exterminar a los judíos —desde los ayatolas en Teherán hasta los imanes salafistas en Europa—, el perfecto antisemita es incapaz de reconocer que Israel es la primera trinchera de defensa contra esa barbarie. Caen ellos, caemos todos.

No hay ninguna diferencia entre los sacerdotes medievales que acusaban a los judíos de matar niños cristianos para amasar su sangre en matzá, y los que hoy acusan a Israel de infanticidio basándose en los datos del Ministerio de Salud… de Hamas. Tampoco hay mucha distancia entre el ideólogo nazi Alfred Rosenberg, que escribió las leyes de Nuremberg —incluido el boicot a comercios judíos— y los activistas del BDS que llaman a boicotear productos israelíes por el simple hecho de ser israelíes. Es el mismo espíritu inquisidor, con distinto logo.

 

En el pozo de la estupidez

 

Cada día me convenzo más de que el antisemitismo moderno está alimentado no solo por el odio, sino por una estupidez ruidosa y emocional. Y aunque a veces creo que de ese pozo séptico se puede salir, también pienso que hay quienes se sienten cómodos chapoteando en él. Lo más trágico no es que odien. Es que algunos no saben que odian, y peor aún, no saben que defienden cuando se llaman partidarios de la causa palestina. Lo hacen en nombre de los derechos humanos, de la justicia, de la causa palestina. Como los tontos útiles de Lenin, son funcionales a una causa que no entienden, pero repiten. Porque les da pertenencia, causa, y sobre todo, sentido. O como los cerdos en el fango, creen que embarrarse es natural. Y cuando les muestras agua limpia, la rechazan. Porque el barro ya es parte de su piel. Así es el perfecto antisemita moderno: mezcla de ideólogo, víctima y predicador. Ciego ante el pasado, ciego ante el presente, y peligrosamente activo en la construcción de un futuro más oscuro para todos.

 

 
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