Cada vez que salta alguna chispa en torno a la cuestión islámica, se repite tozudamente el ciclo barato del populismo. Ante una realidad compleja que no acabamos de saber cómo confrontar, el cerebro reptiliano de las ideologías se activa sin ninguna dosis de racionalidad. Y es así como se inicia el espectáculo fútil de la riña dialéctica a derecha e izquierda, siempre sobreexcitada de consignas y vacía de contenido.
El último caso es el de Jumilla, donde hemos podido contemplar la más mohosa demagogia. Del lado derecho, la orden, la ley y el Santo Cristo, muy aderezado con el más pueril del simplismo. Del lado progre, el clásico paternalismo de una izquierda soberbia y moralista que sufre urticaria si ve la cruz, pero pierde la cabeza cuando ve la media luna. Ambos lados de la parrilla contemplan al islam como un magma compacto, unos desde el rechazo, los otros desde la sobreprotección, sin matices, sin grietas, sin entender la enorme complejidad del problema. Y en los dos casos, confundiendo un problema ideológico con una cuestión religiosa.
Vamos por partes. Lo primero que hay que decir es que la razón está bastante repartida. Por ejemplo, es evidente que no es un problema que la gente practique su fe religiosa. Pero sí que es un enorme problema el crecimiento imparable del fenómeno islámico. Y no, la manera de confrontarlo no es prohibiendo el ejercicio de la fe. Pero también es cierto que la fe es la coartada del fenómeno salafista para imponer una ideología contraria a la civilización democrática. Lisa y llanamente, no estamos ante una cuestión de creencia religiosa, sino ante la penetración, dentro de las comunidades musulmanas, de un fenómeno ideológico totalitario contrario a los valores y a los derechos de las democracias liberales. Aquello que André Glucksmann denominaba «el islamofascismo».
No estamos ante una cuestión de creencia religiosa, sino ante la penetración, dentro de las comunidades musulmanas, de un fenómeno ideológico totalitario contrario a los valores y a los derechos de las democracias liberales
En 2011 escribí un libro titulado La República islámica de España donde ya planteaba los problemas que se derivarían si no éramos capaces de conciliar el respeto a la fe religiosa de los musulmanes con la confrontación con el fenómeno ideológico salafista que copaba las comunidades y las radicalizaba. Los datos ya eran, entonces, muy preocupantes. Como ejemplo, en Catalunya vivían algunos de los líderes salafistas más importantes de Europa, y aumentaban sin traba los congresos salafistas en nuestra casa. También era evidente la lenta radicalización de barrios en ciudades y pueblos, al estilo de aquello que en Londres se llama el Londostán o en Bélgica o Francia, los barrios yihad.
Todo ha empeorado desde entonces, sin que mostremos ninguna capacidad de reacción inteligente, más allá de la disputa inútil derecha/izquierda. De la demagogia populista de unos al paternalismo patético de los otros, tan exacerbado que ha derivado en un fenómeno ideológico nuevo. Lo que Alain Finkielkraut describe en su libro La Seule Exactitude como «islamogauchisme«, definido como la alianza ideológica entre la extrema izquierda y el islamismo. De hecho, no es un fenómeno nuevo, no en balde hay que recordar que muchos intelectuales de izquierdas defendieron «la revolución social» de Jomeini, incluso cuando el régimen ya colgaba a centenares de sus opositores y las mujeres habían perdido todos sus derechos. Y ahora mismo, los Maduro, Petro y compañía babean con países como Irán, mientras destruyen los derechos democráticos de sus países. Hay una izquierda que, en su odio a los valores occidentales —la democracia liberal— se ha convertido en aliada táctica del fenómeno islámico.
Es evidente que las recetas de las corrientes extremas de la derecha son puro populismo oportunista, incapaces de planificar adecuadamente la respuesta al reto ideológico que el islamismo nos plantea. Pero también es evidente que el comportamiento buenista y protector de la izquierda no solo no resuelve la cuestión, sino que protege y da impulso a los ideólogos salafistas, cuyo objetivo es destruir nuestro sistema de derechos.
El problema es enorme y no parará de crecer. Pero ni hacemos el debate serio pertinente, ni estamos dispuestos a tomar las decisiones necesarias para frenar un reto que amenaza directamente la democracia. No es la religión. Es la ideología, una ideología que utiliza los instrumentos y la tecnología del siglo XXI, pero nos quiere enviar directamente al siglo VI. Y sí, es una ideología de conquista que tiene recursos y no tiene prisa. Y nosotros echándonos la siesta
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