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| lunes agosto 18, 2025

Por qué los gentiles no entendemos a los judíos Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso


Los gentiles —esa categoría tan amplia que incluye desde el primo que cree que el Bar Mitzvah es una marca de whisky, hasta la tía que pregunta si los judíos celebran Navidad “pero sin arbolito”— llevamos siglos intentando descifrar el misterio judío. Y fallando catastróficamente, pero con estilo. No por falta de ganas, sino porque hay cosas que no se entienden con Google Translate ni con documentales narrados por Morgan Freeman.

En Venezuela, por ejemplo, hay gentiles que pasan por la sinagoga de Maracaibo y preguntan si es una iglesia “con arquitectura moderna”. Otros creen que el mercado de Catia vende matzá en Semana Santa porque “todo lo que es plano es judío, ¿no?”. Y así vamos, con buena intención y poca precisión.

Porque ellos tienen memoria, y nosotros… Wi-Fi

Los judíos recuerdan. Todo. Desde el éxodo hasta lo que les dijo la abuela en 1947 sobre no casarse con alguien que no sepa hacer kugel. Tienen una memoria que no se borra ni con tres guerras, cuatro exilios y una mudanza a Miami. Mientras tanto, los gentiles olvidamos dónde dejamos las llaves, el aniversario, y que el antisemitismo no es una moda retro.

Ellos cargan la historia como quien lleva una sinfonía en la espalda; nosotros, como quien lleva un ringtone. Y no es sólo que recuerden: es que ritualizan el recuerdo. Lo convierten en canto, en ayuno, en discusión familiar con vino y argumentos que parecen tesis doctorales. Nosotros, en cambio, recordamos el pasado sólo  cuando Facebook nos lo recuerda con una foto borrosa y el mensaje “Hace 10 años”.

Porque su espiritualidad tiene calendario, receta y resistencia

Ellos tienen Shabat, que no es sólo  un día de descanso, sino una coreografía sagrada entre velas, vino y silencio. Nosotros tenemos brunch y ansiedad. Ellos ayunan por el alma; nosotros por vernos flacos en la foto. Ellos celebran el Año Nuevo en septiembre, y nosotros seguimos creyendo que el 31 de diciembre tiene algún tipo de poder cósmico, como si el conteo regresivo y el “faltan cinco pa’ las doce” borrara los errores del año anterior.

 

La espiritualidad judía no se improvisa: se cocina, se canta, se estudia. Tiene sabor a jalá recién horneado y a vino dulce que no se toma por gusto, sino por tradición. Nosotros, los gentiles, tenemos espiritualidad de microondas: rápida, tibia y sin instrucciones claras.

La abuela gentil, por ejemplo, quiso hacer latkes con yuca porque “la papa está muy cara y la yuca es más criolla”. El resultado fue un híbrido entre buñuelo y tortilla que nadie se atrevió a criticar… por respeto a su entusiasmo. Ella también preguntó si podía prender una vela de Shabat con una velita de cumpleaños, “porque es lo que hay”.

Porque su humor es más viejo que nuestras excusas

El humor judío es filosófico, autocrítico, y a veces parece escrito por Kafka con ratón. Es un humor que no busca carcajadas fáciles, sino incomodidades sabrosas. Los gentiles hacemos chistes de suegras y de políticos corruptos. Ellos hacen chistes sobre Dios, el dolor, la burocracia celestial y la culpa con apellido. Y nos reímos, claro, pero sin entender del todo si estamos invitados a la risa o sólo a la reflexión incómoda.

Es el tipo de humor que te hace reír y luego preguntarte si deberías haber llorado. Como cuando el rabino  —que baila salsa en secreto los viernes por la noche— dice: “No te preocupes, todo saldrá mal… pero sobreviviremos”. Y luego explica el Talmud con metáforas de béisbol: “El mundo es como un juego largo, con muchas entradas. Dios es el pitcher, tú eres el bateador, y la culpa… la culpa es del árbitro que nunca se equivoca”.

Porque su historia no cabe en una serie de Netflix

Intentar entender al pueblo judío sin leer al menos tres libros, sobrevivir a una cena de Pesaj y discutir con un rabino sobre el sentido del universo es como querer entender el vallenato leyendo sólo los subtítulos. No se puede. Hay que vivirlo, o al menos acercarse con humildad, curiosidad y buen apetito.

Su historia no es lineal ni cómoda. Es una espiral de resistencia, migración, reinvención y fe. Nosotros, los gentiles, solemos preferir historias con final feliz y moraleja clara. Ellos saben que la vida no siempre ofrece eso, pero igual la celebran con canciones, debates y sopa de matzá.

El sobrino gentil, por ejemplo, pensaba que “kosher” era una marca de shampoo anticaspa. Y cuando le explicaron que era una forma de vida, una ética alimentaria y una filosofía espiritual, preguntó si eso también aplicaba a las empanadas de cazón.

Y luego está el tío que, en plena cena de Shabat, preguntó si podía acompañar el jalá con queso amarillo fundido “porque eso sí es celestial”. La cara del rabino parecía una mezcla entre Moisés viendo el becerro de oro y un contador público descubriendo una auditoría fallida. El tío, sin inmutarse, agregó que el jalá “sería perfecto si tuviera orégano y viniera relleno de jamón”. Hubo silencio. Luego vino la risa. Y después, el exilio voluntario al sofá, con una copa de vino kosher y una advertencia: “No todo lo plano es pizza, ni todo lo relleno es permitido”.

¿Y si no se trata de entender?

Tal vez el error gentil está en querer entender como quien quiere armar un mueble de IKEA sin leer las instrucciones. Quizás lo que toca es admirar, compartir el pan (o el jalá), y aceptar que hay culturas que no se explican: se celebran.

Porque si algo nos enseñan los judíos —con sus historias, sus silencios, sus canciones en yidish o hebreo y sus debates eternos sobre si el pepino va en la ensalada de Shabat— es que la identidad no es un acertijo, sino una sinfonía. Y nosotros, los gentiles, podemos ser parte del coro… aunque desafinemos un poco.

Yo tengo muy buenos amigos judíos. Trato de entender sus complicaciones existenciales y ellos las mías, con paciencia, cariño y una buena dosis de ironía compartida. Para mí son héroes, no sólo por todo lo que ya sabemos —la historia, la resistencia, la sabiduría— sino porque hay que ser muy fuerte y valiente, y tener una voluntad de hierro para renunciar voluntariamente a los sanduchitos de pernil, a la tocineta tostada y a unas gloriosas lonjas de jamón ibérico. Eso, en mi escala de valores tropicales, es casi místico. Y si después de todo eso aún pueden reír, bailar salsa en secreto y debatir sobre el universo con metáforas de béisbol, entonces no sólo merecen nuestro respeto… merecen una ovación de pie. Aunque sea con empanadas de cazón kosher.

Escribo esto en viernes por la tarde, justo cuando el sol ya se puso su pijama y se fue a dormir sin decir buenas noches. Algunos amigos judíos no lo leerán hasta que termine el Shabbat, porque están ocupados haciendo lo que muchos de nosotros deberíamos aprender a hacer: desconectarse del mundo, encender velas, comer rico y discutir con elegancia si el universo tiene sentido… o si simplemente necesita más jalá.

 

Soledadmorillobelloso@gmail.com

@solmorillob

 
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