Desde el 7 de octubre, Europa se envuelve en una moral humanitaria que, bajo la apariencia de compasión, equivale en realidad a una renuncia política. Al exigir un alto el fuego incondicional, consagra la victoria simbólica de Hamás y alimenta el auge del islamismo. Israel es la avanzada de un combate que compromete el destino mismo de nuestra civilización.
Hay momentos en los que las ilusiones de una civilización se revelan como lo que son: un camino hacia su propia desaparición.
La actitud de las élites europeas frente a Israel, desde el 7 de octubre y la respuesta contra Hamás, pertenece a esa categoría. Porque hay que llamar a las cosas por su nombre: exigir un alto el fuego incondicional es ofrecer una victoria política y simbólica a Hamás; y ofrecerle una victoria a Hamás significa consolidar el auge mundial del islamismo. Ese gesto, presentado como humanitario, no es otra cosa que un suicidio político para Europa.
El fracaso de un alto el fuego
Israel no está comprometido en una guerra periférica de la que Europa podría mantenerse al margen; es la primera línea de un conflicto que nos concierne a todos. Hamás no es una simple organización palestina: es la manifestación regional de un totalitarismo global, el islamismo, que combina tres rasgos ya conocidos en el siglo XX.
Como el fascismo, exalta la identidad y designa a un enemigo absoluto al que exterminar. Como el comunismo, promete una redención universal, aquí bajo la forma de instaurar un orden divino que libere a los pueblos de la dominación occidental. Como ambos, seduce utilizando el lenguaje del Bien: la dignidad de los oprimidos, la justicia de los humillados, la emancipación de los colonizados. Pero añade a todo ello un arte formidable, inédito a tal escala: dar la vuelta a los valores que fundamentan la civilización de sus adversarios y usarlos en su contra. Los derechos humanos, el humanismo, la compasión hacia las víctimas se convierten en armas ideológicas de una fuerza que pretende abolir la libertad y la democracia.
Debemos ser claros: no aceptar, en las condiciones actuales, un alto el fuego sin la rendición de Hamás y la liberación de los rehenes restantes significa efectivamente continuar la guerra, con sus destrucciones, víctimas y horrores. Pero esa es la ley de lo trágico: una guerra nunca es “limpia”. Y, sin embargo, en comparación, esta guerra sigue siendo más limitada, más controlada, más atenta a reducir las pérdidas civiles que la mayoría de los conflictos en Oriente Medio o África, donde las masacres son masivas y la vida humana no cuenta. Rechazar la guerra equivale a condenar a Israel a desaparecer; continuarla significa, al menos, preservar la posibilidad de su supervivencia —y con ella, la de un mundo aún ligado a la libertad.
Ya hemos conocido este mecanismo. En los años treinta, Europa creyó poder desarmar a Hitler concediéndole territorios; se negó a creer que el enemigo no buscaba el compromiso, sino el exterminio. En los años cincuenta, muchos intelectuales occidentales se cegaron ante el gulag en nombre de la esperanza revolucionaria. Hoy se repite el mismo autoengaño: una parte de nuestras élites se imagina que, frenando a Israel, imponiéndole una moral humanitaria, se salvará la paz, cuando en realidad se está consagrando la victoria de una ideología totalitaria.
El colonialismo europeo debe excusarse de todo
¿Por qué esta repetición obstinada de errores? Porque Europa se ha encerrado en una religión secular de la culpa. El cristianismo había inscrito en el corazón de nuestra cultura la idea de que la salvación pasa por el reconocimiento de la falta y la redención mediante el sacrificio. La modernidad secularizó esa herencia: ya no se trata de confesarse ante Dios, sino de excusarse ante la humanidad.
Después de 1945, la memoria de la Shoah reforzó esa tendencia, haciendo del reconocimiento de la culpa el eje de la conciencia democrática. Luego vino la descolonización, y con ella una nueva liturgia: la del arrepentimiento colonial. Occidente se redefinió como culpable por esencia, opresor congénito, obligado a disculparse sin fin.
Aplicado al presente, este mecanismo produce un resultado absurdo: Israel, que en un principio fue percibido como la reparación última tras Auschwitz, ahora es visto como la reencarnación del colonizador europeo. La memoria de la culpa europea se proyectó sobre el Estado judío, convertido en un culpable por sustitución. Es él, ahora, quien debe expiar los crímenes de Europa. De ahí la facilidad con que parte de las élites occidentales, incluso judías, pasan a la condena automática de Israel: reproducen la escena del reconocimiento de culpa que les da la sensación de estar del lado del Bien.
Este reflejo no se limita a Europa. Se encuentra incluso en Israel, en una parte de su izquierda intelectual y política. Desde Oslo, muchos han creído que multiplicando gestos de autocrítica y concesiones se desarmaría el odio palestino. La diáspora judía, en particular en sus élites mediáticas, prolongó esta actitud: Delphine Horvilleur, Anne Sinclair y otros han hecho de la acusación a su propio campo un medio para mantenerse en una postura moral irreprochable. Pero el enemigo no pide disculpas, no busca compromiso: exige la desaparición. La autocrítica, lejos de apaciguar, alimenta la propaganda adversaria.
Así, de París a Tel Aviv, domina la misma lógica: la del progresismo sacrificial. Este nuevo evangelio laico fusiona la herencia cristiana del pecado, la memoria de la Shoah, la culpa colonial y el maniqueísmo marxista. De ello resulta una ideología totalitaria de nuevo cuño, que divide al mundo en dominadores culpables y dominados inocentes, y que prescribe como única conducta legítima la auto denigración. Israel, símbolo condensado de Occidente, está condenado a la expiación: solo puede ser agresor, cualquiera sea la realidad de la agresión que sufra.
Esta religión secular ya no es un discurso marginal: estructura ahora nuestras instituciones. En la escuela se enseña más la memoria de las faltas que la historia de los logros; en la universidad, el paradigma decolonial se impone como dogma; en la justicia internacional, Israel es criminalizado con rapidez mientras los regímenes autoritarios disfrutan de impunidad; en la diplomacia europea, la moral humanitaria reemplaza a la defensa de las democracias. Incluso los medios y la cultura difunden el relato sacrificial: Israel como potencia opresora, los palestinos como víctimas absolutas. La culpa se ha convertido en norma oficial.
El suicidio occidental
Las consecuencias son previsibles. Si Europa persiste, conocerá la desintegración social, bajo la presión de comunidades que ya no comparten una identidad común. Vivirá una guerra civil difusa, hecha de disturbios, atentados y zonas sin ley. Sufrirá un borrado geopolítico, marginada por potencias que sí asumen la dureza de la Historia. Morirá de su virtud, o más bien de su falsa virtud: una moral que se convierte en impotencia.
Pero otro futuro es posible. Supone un giro lúcido. Europa debe comprender que el humanismo no consiste en inmolarse, sino en defenderse. Debe reencontrar una identidad positiva, en lugar de definirse únicamente por sus faltas. Debe reaprender a nombrar al enemigo, a rehabilitar lo político frente a la moral abstracta, a asumir una fuerza que proteja sus valores. Israel, un pequeño país dividido pero que se mantiene en pie frente a un odio total, puede servir de modelo: el de una democracia que resiste, no a pesar de sus principios, sino gracias a ellos.
Por eso, lo que está en juego en Gaza no es solo el destino de un Estado lejano: es el espejo de nuestro propio destino. Si seguimos condenando a Israel para salvar nuestra buena conciencia, elegimos la desintegración. Si aceptamos ver en Israel no a un culpable, sino a una advertencia, aún podemos reencontrar el sentido de la historia. Porque el islamismo no quiere arrepentimiento, quiere victoria. Y al rechazar el sacrificio, Israel nos muestra el camino del rechazo al suicidio.
Tomado de la revista Causeur.fr
Traducido del francés por El Observador Alpino
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