Gabriel Albiac
Destroy Israel’. Habrá que dar las gracias a los que, enarbolando esa pancarta –ellos sabrán por qué en inglés y no en vascuence–, sabotearon la Vuelta Ciclista en Bilbao. Por una vez, eludieron los eufemismos. Y pusieron sobre la escena lo que de verdad está en juego. Y, en ese juego, lo que es único en las sociedades modernas. Lo que no tiene equivalente. Al menos, en el civilizado mundo que decimos ser el nuestro.
Uno puede detestar a Trump. O, en su día, a Nixon. No se le pasaría por la cabeza exigir por ello la destrucción de los Estados Unidos. A ninguno de los adversarios de Thatcher se le antojó –salvo avatar psiquiátrico– reclamar que fuera borrada del mapa la Gran Bretaña. Odiosos fueron Stalin o Brézhnev; ¿hubiera habido alguien lo bastante loco para deducir de ello la necesidad de destruir Rusia? Ni siquiera sobre el Japón que exterminó a millones de civiles chinos durante la Segunda Guerra Mundial cayó sentencia de ser borrado del planeta. Hasta la división en dos estados de Alemania, en 1945, estaba condenada a ser sólo transitoria, pese a la desafortunada boutade del gran François Mauriac: «Amo tanto a Alemania que prefiero que haya dos».
Prueben a dar con una excepción a eso. Podrán hallarla enseguida. Se llama Israel. Esa nación –reciente, exactamente igual que todas las del Cercano Oriente, releamos a T. E. Lawrence– es la única hoy en el mundo sobre la que pesa un consensuado edicto de aniquilación: desde las cavernícolas bandas neonazis hasta los muy artísticos cenáculos izquierdistas. Por encima de las oscilaciones gubernamentales que su democracia parlamentaria –única en la zona– posibilita. ¿Imaginan los adversarios del actual presidente español que alguien, argumentando la corrupción de Sánchez, pidiera la destrucción total de España?
El llamamiento a destruir Israel nació con su nacimiento mismo. La ONU había dividido la Palestina colonial en dos territorios nacionales diferenciados: Israel y Palestina. Israel aceptó incondicionalmente esa partición y sus fronteras. Y fue invadido, de inmediato, por una coalición de ejércitos árabes que consideraba por igual inadmisible la existencia de ambas naciones: de Palestina como de Israel. Y para la cual el territorio de ambas debía ser parte, bien de Siria, bien de Jordania, bien de Egipto. Para estupor internacional entonces, las minúsculas fuerzas israelíes detuvieron en 1948 aquel ataque conjugado de ejércitos incomparablemente superiores en número y en armamento. Y, tras aquel milagro, Israel entendió que sólo podría sobrevivir sobre los fundamentos de forjar un ejército más moderno, más eficiente y más identificado con su población de lo que hayamos conocido en ningún otro país del siglo veinte.
Vinieron otras guerras. Y los israelíes ratificaron su convicción: perder una, una sola, equivaldría a ser aniquilado. La consigna «del río al mar» fue interiorizada por dirigentes palestinos, tan corruptos cuanto militarmente dementes, como incuestionable. Arrojar a los judíos al mar es el punto primero de la carta fundacional de Hamás. Que resuena ahora en la pancarta que cortó el paso a los ciclistas de la Vuelta a España. Y late en la retórica del actual Gobierno español. Sí, todos ellos son Hamás.
Está bien que, al menos, los eufemismos se diluyan. Y que el pringoso sentimentalismo que exhibe cadáveres –reales o visualmente construidos– ceda ante la horrible realidad. La realidad histórica de los dirigentes religiosos palestinos negociando, en su día, con Hitler el exterminio judío en su territorio. La realidad horrible del presente. La de una organización terrorista que asesina a 1.200 civiles y secuestra a un par de cientos, de los cuales buena parte han ido siendo luego también ejecutados. La realidad horrible de un gobierno democrático –antipático o simpático, nada cambia– que mantiene dos años de cruel guerra para recuperar a sus ciudadanos rehenes; y que no puede detener esa guerra hasta haber recuperado al último de ellos. La realidad, más que horrible, de una organización terrorista, parapetada tras una población civil a la que prefiere ver muerta antes que renunciar a su mercadeo de cadáveres.
Destroy Israel! De eso se trata. ‘Destruid Israel’. Todo lo demás, todo ese vómito de mentirosa sentimentalidad, no es más que coartada. Por una vez, jóvenes bárbaros, gracias. 83 años después de la Conferencia de Wannsee, que dictó el borrado de los judíos en Europa. Y lo puso en práctica. Aquí estáis de nuevo. Queda disuelto el equívoco.
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