“Lo que une a los hombres, dijo,
no es compartir el pan,
sino compartir los enemigos”.
Cormac McCarthy, Blood Meridian
El antisemitismo es, sobre todo, una herramienta con múltiples aplicaciones. Fundamentalmente opera como un archipiélago de prismas deformantes de la realidad; un condensador para las necesidades de creer, para las pulsiones de cobarde violencia; y, finalmente, como un artilugio de transferencia de carencias, impotencias y vilezas propias a “otro” idealmente imaginado.
Así, ofrece la posibilidad de ejercer un trasunto de la política (“global”, “trascendental”) por fuera de las instituciones, y, especialmente, de la moral: rebajada, esta, a urgencia, a ideología, a masa visceral; al simulacro de pureza y superioridad que exige entregas y, claro, una ofrenda recurrente. Una suerte de laberinto de espejos con el que, se pretende, la imagen del demagogo, el inescrupuloso, el vano; así como la vacuidad de las promesas y la realidad de los fines inconfesados, se descompongan al punto de reflejar una apariencia ventajosa.
Los contundentes y, por patéticos, no menos peligrosos, ejemplos de esto que ofrecen los presidentes de Colombia, Venezuela o Irlanda, hablan por sí solos, y con “esa voz que reparte un tosco cebo a las multitudes”, como decía Marguerite Yourcenar en El denario del sueño. La carnada que arrojan estos o la “insumisa” izquierda francesa y sus parientes europeos y latinoamericanos, está hecha de israelíes; esto es, de judíos.
Pero no sólo para esa forma de circo de humo y sombras desesperadas vuelve a servir este prejuicio singular. También ha sido instrumentalizado para hacer converger extremos (y no tanto) en una misma misión siempre apremiante y siempre tan primordial; así como también para contemporizar pusilánimemente con aquello que amenaza realmente a sus sociedades.
El antisemitismo como código entre pares, como cuajo de, en principio, insospechadas alianzas – después de todo, la infamia comparte el mismo rostro -, indefectiblemente propone crear una suerte de humanidad universal en la que curiosamente hay un grupo en particular que no tiene cabida. Universalidad que siempre encierra un engaño: el todo termina teniendo el aspecto de la nada, y debajo suyo, se cuela como una pelusa apenas visible, la aceptación y la justificación de las prácticas culturales, sociales, políticas de ciertos grupos, movimientos o estados a los que hay que apaciguar, con los que hay que condescender; vamos, someterse en cómodas cuotas.
Para que quepan en ese abrazo “multicultural” la brutal y oscurantista teocracia de los ayatolás, o los campos de “internamiento” para la minoría uigur en China; o el enchastre de petrodólares con los que la monarquía catarí compra tanto clubes, un mundial de fútbol o voluntades, como financia el terrorismo islamista o secuestra el mundo académico occidental; para que quepa Putin y, claro está, el gas ruso, y los talibanes y Boko Haram y tantas barbaridades. Para que todo ello, dictaduras y teocracias, en fin, se igualen fatalmente a los valores democráticos hace falta crear un opuesto demoníaco global: la hipérbole del mal; el perverso y absoluto “Otro”. El engrudo que une a los imbéciles en un asentimiento ciego.
Porque para ponerse a la altura de esta falaz igualdad, hay una parte que, inevitablemente, tiene que prosternarse: tiene que defenestrar sus valores, sus logros; tiene que descender a la penumbra. Hay que bajar (rebajarse) al antisemitismo. Efectivamente, es ahí es donde se encuentran y estrechan los valores del totalitarismo, los ímpetus antidemocráticos; donde el movimiento LGBT aplaude a los orgullosos homófobos; donde el humanitarismo termina siendo una complicidad de serpentina, una obsecuencia de silencios; o donde el intelecto enaltece el embrutecimiento, y los artistas, que apenas si se interpretan a sí mismos, son aplaudidos… por sí mismos.
Ahí entra todo. Y más. Israel (los judíos) evidentemente va a ser todo aquello que precise aquel consorcio que sean. El capitalismo y el comunismo. La élite y lo más bajo de la especie. El racismo, la opresión. Siempre el inalcanzable opuesto monstruoso para ese “Nosotros” – eterno soliloquio del poder -, parezca inmaculado: de modo que al costal de los judíos irán a parar también quienes presenten algún rasgo, silencio o decir dudoso, vamos, aquellos que no hagan manifestación pública de su rechazo a Israel – incluso a quienes no sean suficientemente vehementes en tales aspavientos.
En este proceso, el llamado mundo de la cultura y los medios de comunicación juegan un papel esencial porque, tal como apuntaba Brett Wheeler en su trabajo Antisemitism as Distorted Politics: Adorno on the Public Sphere, “la industria cultural sustituye el frágil proceso de comunicar la particularidad de cada uno a los demás, por modelos prefabricados de identificación, es decir, por la violenta fusión de la agencia subjetiva con los imperativos colectivos”.
Vínculo, código e instrumento para populistas y totalitarios
“Irrational forces are now set above rational, for what cannot be criticised or appealed from seems more compelling than what reason can analyse….” Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity
Margarete Mitscherlich-Nielsen apuntaba en Antisemitismus – eine Männerkrankheit? que el antisemitismo es una enfermedad social que forma parte del contexto más amplio de la consolidación irracional de los prejuicios. No en vano, Johan Herder, citado por Alain Finkielkraut (The defeat of the mind), decía aquello de que el “prejuicio es bueno en su justo momento y tiempo, porque hace feliz a la gente. Los reconduce a su propio centro, los vincula con sus raíces”. Los “prejuicios útiles”, que mencionaba el ultramontano De Maistre.
En breve, una singularidad del odio que resulta en una “profunda distorsión de la vida pública, de la política”, de acuerdo con Brett Wheeler (Antisemitism as Distorted Politics: Adorno on the Public Sphere).
Así, siguiendo a Samuel Salzborn (The Politics of Antisemitism), el antisemitismo ha devenido en una suerte de clave que no requiere de explicaciones ni detalles, porque “todo el mundo ‘entiende’ la dimensión inconsciente”. El antisemitismo, así, consiste en “sistemas y códigos de valores centrales a largo plazo y que abarcan varias generaciones, así como disposiciones, convenciones y latencias políticas y psicológicas”.
De tal guisa, ser un antisemita es “el resultado de un compromiso con una actitud específica e idiosincrásica hacia la sociedad moderna”, “es una combinación de visión del mundo y pasión”.
Y es por eso mismo que, tal como indicaba Jelena Subotic (Antisemitism in the global populist international), el antisemitismo es “una fuerza verdaderamente transnacional que sustenta una visión del orden internacional populista global”. En tal sentido, este prejuicio particular, “debe entenderse como ‘sincrético’”; un conjunto de recursos – imágenes, actitudes y mitos -, que devienen en un “síndrome ideológico” del que “se extraen diversos elementos y se reutilizan según las necesidades políticas contemporáneas”.
No es de extrañar, pues, que el antisemitismo resulte tan atractivo para populistas y totalitarios, ya que desestabiliza, en palabras de Subotic, los fundamentos epistémicos del conocimiento a la vez que eleva el “sentido común” del “pueblo” o, también, y más actualmente, la “identidad”.
O, dicho de manera, permite degradar el conocimiento, el valor de la verdad y los hechos para que asuma su lugar el “relato” que crea ese inevitable y siniestro “nosotros” – el “pronombre de la autenticidad”, según Finkielkraut -, cuya traducción política conduce al partido, movimiento, al pensamiento único: a la sumisión.
Antisemitismo “político”
El antisemitismo no es simplemente un prejuicio como tantos otros, sino que constituye una actitud fundamental ante el mundo, tal como afirmaba Wheeler. De modo que, siguiendo con este autor, quienes lo comparten, lo utilizan para dar sentido a todo lo que ocurre en lo político y en lo social – aquello que no pueden o no quieren explicar y comprender -, ya que ofrece un sistema global de resentimientos y teorías conspirativas.
Así, volviendo a Subotic, el antisemitismo se entiende mejor como un marco y un significado a través del cual los populistas imaginan un nuevo orden cultural internacional deseable. Un marco que también se presta fácilmente a la movilización y difusión transnacionales, ya que muchos de los movimientos populistas atraídos por el antisemitismo suelen basarse en “temas narrativos y convenciones retóricas” muy similares en diferentes contextos nacionales. Ahí están, elocuentes, entre otros, el llamado movimiento BDS, los islamistas, la ultraizquierda, la ultraderecha, la Rusia de Vladimir Putin o la China del Partido Comunista. Ahí está el gobierno de España, ofreciendo un bochornoso y siniestro ejemplo de cómo instrumentalizó este odio durante el transcurso de la Vuelta ciclista de dicho país.
De hecho, Lars Rensmann indicaba en The Contemporary Globalization of Political Antisemitism: Three Political Spaces and the Global Mainstreaming of the “Jewish Question” in the Twenty-First Century, que el antisemitismo moderno – el que se disfraza propalestinismo, de humanismo y justicia – funciona esencialmente como un molde ideológico sobre el pueden “descargarse” todo tipo de problemas personales, sociales, políticos y culturales, reales o imaginados, y atribuirlos a “los judíos” o, en su forma actual, al estado judío. De esta forma, se explica el mundo de manera “exhaustiva” como una conspiración perversa de los “judíos/Israel despiadado/s”, los “enemigos de la humanidad”. De lo que se sigue que sólo resolviendo la “cuestión judía/israelí”, se podrán resolver todas las “demás cuestiones pendientes de la sociedad contemporánea”.
Este antisemitismo “politizado”, como lo denominaba Rensmann, transforma resentimientos sociales contra los judíos – y contra Israel – en un tema de movilización y campaña política, así como en otras formas de acción política. Un recurso insuperable para autócratas, para gobiernos asediados por casos de corrupción o por el abandono de sus responsabilidades, para pequeños movimientos con afán de protagonismo; y, claro, para grandes e inquietantes intenciones que pretenden pasar desapercibidas.
Es de destacar que, como bien advertía Rensmann, este odio renovado, o antes bien, renormalizado, coincide – vaya sorpresa – con el auge de los movimientos y regímenes autoritarios-populistas y con el retroceso parcial de los democráticos.
Esta sincronía no es nueva. Hannah Arendt daba cuenta de ello en su libro Orígenes del totalitarismo. Allí describía precisamente al “antisemitismo como [al] agente catalítico de todas las demás cuestiones políticas” de involución democrática. Una suerte de herramienta universal que, prosiguiendo con Rensamann, sirve como “un importante aglutinante social entre organizaciones y movimientos políticos que, por lo demás, son muy diversos”. Sólo este pegamento pude emparejar a gais y feministas con el islamismo.
La Internacional Antidemocrática
De forma tal que, siguiendo a Florian Hartleb y Christoph Schiebel (Antisemitism as a Glue: Reichsbürger and State Deniers in Focus), como cuando se trata del extremismo antigubernamental dirigido contra la democracia liberal, el antisemitismo se encuentra en el centro mismo del proceso de identificación, el antisemitismo moderno puede considerarse como una ideología política o como un elemento de la misma.
Por ello, explicaban, sirve para deslegitimar y desestabilizar gobiernos, así los valores e instituciones democráticas, e, incluso, para promover la desconfianza en el propio concepto de estado (Occidental, claro). Algo que han comprendido y usufructuado muy bien desde la Rusia de Vladimir Putin, Catar, la República Islámica de los ayatolás, la Venezuela de Nicolas Maduro o el Partido Comunista Chino, entre otros. Amén de un etcétera considerable de organizaciones, movimientos y organismos que viste de demócrata.
“El antisemitismo es útil… porque es plástico, adaptable, pero también porque es intrínsecamente contradictorio y, por lo tanto, puede utilizarse en aparentemente cualquier contexto, en defensa de cualquier argumento, ya que no hay respuestas incorrectas… Es la base perfecta para el populismo [y para el demagogo, para los totalitarismos] porque significa todo y nada, y trata sobre construir el enemigo perfecto, la élite perfecta y el antídoto perfecto para el pueblo… El poder perdurable del antisemitismo reside en su capacidad para construir a ‘los judíos’ [a Israel] como representación de todo lo que los populistas [totalitaristas, demagogos, etc.] rechazan”, resumía Subotic.
La “globalización del antisemitismo político”, explicaba Rensamnn, facilita un “nuevo terreno común transnacional antijudío y nuevos vínculos entre grupos políticos a priori irreconciliables, y contribuye a promover la normalización de las ideas antijudías en sociedades diversas, desde democracias hasta autocracias”. De este modo, ha facilitado la “aceleración de la normalización y la aceptación social de los tropos antijudíos en públicos más amplios, es decir: la generalización globalizada del antisemitismo”.
El mismo autor advertía, a su vez, que el “antisionismo antisemita” de izquierdas “proyecta sobre Israel la clásica retórica binaria anticolonialista y antiimperialista: incrustada en una narrativa ideológica, binaria y acrítica en la que Israel personifica todos los males del colonialismo, la modernidad occidental y la democracia liberal”. Es decir, Israel encarna al “judío” del antisemitismo clásico.
Es así que, según el autor, “los grupos y movimientos de izquierda desempeñan un papel clave en la legitimación del antisemitismo y en el cambio de los límites de lo que se puede decir, al tiempo que a menudo niegan la existencia o la relevancia del antisemitismo”.
Una vez que el prejuicio el lente a través del cual se interpreta la realidad, ya se ha normalizado igualmente del quiebre de los valores democráticos occidentales. Y, si este fenómeno no se ataja a tiempo, la democracia puede darse por perdida – y con ella, los valores occidentales. Sobre todo, porque quienes imponen la óptica aberrante están atentos a cualquier oportunidad de beneficiarse de la debilidad que genera; esto es, del grado de degradación de los valores que produce.
Una fragilidad que, por otra parte, y con Jean-François Revel (How Democracies Perish), parece intrínseca a este ordenamiento sociopolítico, cuando se enfrenta a los totalitarismos: “la civilización democrática es la primera en la historia en culparse a sí misma porque otra potencia está trabajando para destruirla”. Además, esta sociedad, proseguía, no sólo debe estar profundamente convencida de lo justo de su propia derrota, sino que debe formular sonoramente las razones por las que defenderse sería inmoral y, en cualquier caso, superfluo. “La democracia se afana en idear argumentos para demostrar la justicia de la causa de su adversario”.
En esta situación, si ya se ha aceptado la maligna omnipotencia y omnipresencia judía, más pronto que tarde termina por ser sencillo aceptar ideas, proyectos y promesas, no ya absurdas, sino harto peligrosas. De la misma manera en que termina por ser más fácil votar la mediocridad mentirosa y corrupta, pero que promete mejor que nadie y que degrada a ritmo de clientelismo; o es más fácil de callarle los crímenes a los Maduro, ayatolás o sátrapas con petróleo y suntuosidad. Es harto sencillo justificar los miedos, ineptitudes, vergüenzas y bajezas propias detrás de un odio revestido de valiente rebeldía, aventura y justicia social de banderita y consigna. Es, finalmente, más sencillo, engañarse sobre la realidad festejando a los totalitarios a los que nada de lo anterior aplaca.
Pero ahí andan los jóvenes, y los maduros que juegan a una tercera a cuarta estupidez juvenil, indignándose contra el estado judío mientras enarbolan banderas de Hamás, Hizbulá y la República Islámica como si fueran símbolos de una utopía benévola; o como si un colaboracionismo anticipado valiese un salvoconducto posterior. Infames y reducidos a una cobardía que presume de honorable e “interseccional”; cínicos o convencidos de que su voz es el trueno de la razón marchando, ni más ni menos.




















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