Ayer por la mañana se informaba de que Hosni Mubarak, el expresidente egipcio de 85 años que ha estado detenido en una serie de prisiones y hospitales desde que fuera derrocado en febrero de 2011, podría ser liberado en breve. “Lo único que falta es un simple procedimiento administrativo que no debería tardar más de 48 horas”, dijo a Reuters su abogado, Farid el Dib. “Debería ser puesto en libertad a finales de semana”. Si es liberado, eso significaría que la intervención del general Abdel Fatah al Sisi con la que depuso al presidente Mohamed Morsi no fue una continuación de la revolución que llevó a Mubarak a la cárcel, sino su repudio. Y eso podría suponer más problemas para Egipto.
En vista de lo sucedido en el país tras la salida forzosa de Mubarak del palacio presidencial hace dos años y medio, conviene reconsiderar sus treinta años de legado. Cuando estaba en el poder se le ridiculizaba, se le consideraba alguien apático y mediocre, pero no se puede mirar atrás sin admitir que trajo estabilidad a un país en que el dinamismo político, por desgracia, significa caos y conflicto. Etiquetado como tirano y asesino cuando fue puesto en la picota, Mubarak debe ser considerado ahora en comparación con un jefe del Ejército que ha matado a cerca de mil personas en los últimos cuarenta días. Desde este punto de vista, el exmandatario parece un benévolo dictador árabe.
En efecto, al mirar en retrospectiva los años de Mubarak se podría argumentar que puede que haya sido el mayor líder de la historia árabe moderna. Sí, su predecesor Anuar el Sadat fue quien fue a Jerusalén e hizo las paces con Israel. Pero el valor no se encuentra sólo en los grandes gestos, también en los logros conseguidos a lo largo de muchos días. Mubarak, que había visto cómo Sadat era asesinado por firmar el acuerdo, mantuvo esa paz durante treinta años afrontando un gran riesgo personal –escapó de al menos seis intentos de asesinato–. Todos los que se quejaban de que era una paz fría no comprendían la naturaleza egipcia y, por tanto, no podían apreciar el ejercicio de equilibrio realizado por Mubarak al mantener la cohesión y a Egipto en paz durante treinta años.
Las reformas económicas de 2004 realizadas por su hijo Gamal y su equipo de tecnócratas obtuvieron de forma consistente altas valoraciones por parte del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, al lograr que Egipto hiciera privatizaciones y se abriera a la inversión extranjera directa. La revolución del invierno de 2011 que, finalmente, derribó a Mubarak hundió también la economía, especialmente el turismo, sin el cual las ya altas cifras de desempleo están ascendiendo vertiginosamente.
La ironía –y esto es algo característico de las economías en desarrollo– es que las iniciativas de la era Mubarak dieron lugar a que surgieran mayores expectativas y una sociedad más exigente. Fueron precisamente quienes debían sus avances –en educación, empleos, salarios– al presidente los que primero salieron a las calles en el invierno de 2011 para pedir su marcha. Los jóvenes revolucionarios que llenaban la plaza Tahrir en enero y febrero de ese año vestían como occidentales y tenían aspecto de tales, y querían deshacerse de lo que les recordaba que no lo eran: un dictador.
Sin embargo, como no habían construido nada por sí mismos, estaban ansiosos por derribar lo que pudieran. No comprendían que era el dictador quien garantizaba sus privilegios y protegía sus derechos (si bien éstos eran limitados), contra unas fuerzas que, al creerse occidentales, no podían comprender. Destruyeron a Mubarak por lo que creían que era un Egipto liberal que estaba esperando nacer. Pero como no entendían ni su país ni a sus compatriotas, los jóvenes rebeldes no podían prever lo que aguardaba entre las sombras: los Hermanos Musulmanes.
Escribí recientemente que Mubarak era un rey Lear árabe, traicionado por sus dos ingratas hijas: el Ejército, al que sirvió como rostro civil del régimen durante tres décadas, y los revolucionarios, los jóvenes que le debían sus privilegios. Argumenté que sabríamos que Egipto iba bien encaminado de nuevo cuando los revolucionarios que ayudaron a derrocarle hicieran acto de contrición y pidieran la liberación del nada amado anciano. El problema es que la decisión de liberar a Mubarak parece haber sido tomada sólo por el Ejército.
Al liberar a Mubarak, Sisi, el nuevo hombre fuerte, presenta sus respetos al hombre que lo gobernó durante treinta años, pero también está aumentando la división del país. Cuando los revolucionarios, el movimiento Tamarod, empiecen a darse cuenta de que el hombre que derrocó a Morsi y los salvó de las garras de los Hermanos Musulmanes no vino a completar la revolución sino a poner fin a la era que habían iniciado con su afán de destrucción, infantil y sin sentido, también ellos se pondrán en contra de Sisi. ¡Cómo se atreve a liberar a Mubarak, protestarán, y a deshacer nuestro gran, y único, logro! Está por ver si Sisi les disparará por las calles –como está haciendo con los Hermanos– o no. Sin embargo, una cosa es segura: no es ningún Hosni Mubarak.
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