Alberto Mazor
Que las revoluciones pierdan su halo romántico es sólo cuestión de días. Los ciudadanos se lanzan a las calles porque están hartos de todo, porque reclaman un cambio, porque no soportan el alza de precios, el paro, la corrupción, la falta de libertades y los problemas de la vida cotidiana. Ocupan las plazas y desafían al poder sin un programa concreto, pero también sin importarles la represión que puedan sufrir. Es el todo o nada, es un grito desesperado de «¡Basta!».
Después de dos semanas la revuelta en Egipto ha entrado en una nueva fase. Se ha abierto una negociación con representantes de la oposición – entre ellos la ilegalizada organización de los Hermanos Musulmanes – dirigida por el mismo gobierno que las manifestaciones han querido tumbar. La transición parece haber comenzado, pero se hace dentro del marco constitucional vigente que es contestado por los miles de ciudadanos que desde el 25 de enero llenan la plaza Tahrir con sus demandas.
En un primer momento ha habido varios acuerdos: la puesta en libertad de presos políticos, la libertad de prensa o el fin de la ley de emergencia que estaba en vigor durante 30 años. El inicio de la semana laboral con la apertura de bancos y tiendas contribuye al cambio de ambiente y marca el retorno a una cierta normalidad.
Las transiciones políticas ni son fáciles ni satisfacen a todos. Conviene recordar que en Israel se lanzaron granadas al Parlamento cuando éste se pronunció en favor de recibir indemnizaciones de Alemania, o que un primer ministro electo fue asesinado por pensar diferente luego de una terrible campaña de incitación y deslegitimación dirigida por varias personas que hoy ocupan los principales puestos en el gobierno.
España, Portugal, Rusia, los países de la ex Unión Soviética o de la ex Yugoslavia viven en democracia apenas 20 o 30 años, luego de sangrientas guerras civiles.
En la difícil transición egipcia hay dos aspectos que determinarán el resultado. En la oposición no hay un liderazgo claro, todo lo contrario. El argumento principal que ha mantenido unida la protesta era y sigue siendo la voluntad de echar a Mubarak, pero este deseo común es una expresión del hartazgo popular más que un movimiento coordinado con dirigentes visibles.
Por su parte, el gobierno está dispuesto a negociar, pero no se arriesga a dar un paso mayor hacia el cambio como podría ser la asunción a la presidencia del flamante vicepresidente Omar Suleimán. Esta solución era bien vista por sectores de la oposición y en medios diplomáticos. El también jefe de los servicios secretos no dio ese paso y, por si hubiera alguna duda, un enorme cuadro de Mubarak presidía la primera reunión con los grupos antagonistas.
En un proceso de transición la confianza entre las partes es un factor clave. En estas primeras horas la oposición sigue desconfiando de un régimen que si bien está dispuesto a hacer concesiones, no renuncia a dirigirlas y se muestra dispuesto a mantener a Mubarak – de iure o de facto – hasta septiembre cuando se realicen las elecciones previstas con anterioridad a la rebelión.
Las revoluciones de hoy nacen para ser televisadas, para mostrar al mundo la indignación de quienes se rebelan, para darle al grito categoría de manifiesto. Esto lo sabe muy bien el poder, que se esfuerza en vendar los ojos de los periodistas y en silenciar la voz de los testigos. Y lo saben muy bien los dictadores, quienes generalmente afirman que «es necesario que todo cambie» para que todo siga igual. Es la trampa de siempre, el truco de la autoridad para mantenerse.
Pero las revoluciones son como una flor que crece entre los cascotes de las ruinas, una flor que quizá aplastarán los tanques, pero que renacerá con fuerza en algún otro lugar para mantener viva la esperanza de la libertad, la esperanza de que el poder absoluto, a pesar de todo, puede ser vencido algún día.
La transición en Egipto, y quizás en gran parte del mundo árabe, ha comenzado. Lo que fue ya no subsistirá. Sólo resta por ver si será real, rápida y ordenada.
Difusion: www.porisrael.org
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