Erez, israelí y judío creyente, no se separa de su hija. Es un bebé prematuro que ha nacido con graves problemas. «Necesitará una operación pero no pierdo la esperanza», nos dice con tono pausado. Su hija tiene como vecina de incubadora a un niño árabe. Su madre, Nolaja, tampoco se separa del aparato de respiración que asiste al bebé. En este metro cuadrado de la sala de incubadoras de un céntrico hospital en Israel, el velo negro de la madre musulmana y la kipá (gorro ritual judío) del padre no tienen ninguna importancia más allá evidentemente de lo que significa (y mucho) para ellos.
«No entiendo la pregunta. Claro que se puede convivir. Evidentemente, hay un conflicto y es un tema muy político pero a nivel humano es obvio que nos llevamos bien. Te repito, no entiendo la pregunta«, responde Erez, ahora con cierto y justificado tono recriminador.
Pero lo normal en la sala de incubadoras, es lo anormal fuera de las paredes del hospital. Pocos lugares como éste se encuentran tan ajenos a la desconfianza y odio que suelen dominar las relaciones entre israelíes y palestinos. De alguna forma, se puede decir que la sala de incubadoras es un ente extraterritorial bajo el Gobierno neonatal.
El idioma, origen, religión, color de piel, sexo e ideología no juegan un factor importante. Cualquier discusión o diferencia desaparece -o quizá se oculta- ante la inocencia y vulnerabilidad de una criatura que apenas pesa 1 kg. Cada vez que se activa el sistema de alarma que avisa al personal, los padres entran en la incertidumbre. Segundos que son minutos.
La progresión del bebé prematuro y en muchos casos su supervivencia es lo que une a judíos (sefardíes, ashkenazíes, etíopes, rusos…), árabes (palestinos con nacionalidad israelí o que viven en Cisjordania), filipinos, sudamericanos, etc…El árabe, amárico, hebreo, inglés, ruso, español y portugués se mezclan con preocupación y fluyen directamente a las enfermeras que por un lado deben cuidar a los niños blindados en sus modernas burbujas y por otro informar y calmar a los padres. Una palabra puede disparar las alarmas de angustia o desenterrar esperanzas perdidas. Ya sea de un musulmán que espera con su mujer tapada de arriba abajo o, a dos metros de distancia en el pasillo, de un rabino acompañado de su esposa con peluca.
Aquí en la sala de incubadoras del hospital israelí, el conflicto no entra. Se queda en la sala de espera donde una televisión recuerda el doloroso precio por un duelo sin solución. «El israelí Eden Atias, de 18 años, fue asesinado con un cuchillo por un palestino de Yenín de 16 años mientras dormía en el autobús en Afula», explica el presentador del telediario. Al cado de unos días, el mismo periodista informa: «Una casa palestina cerca de Ramala ha sido incendiada por radicales que escribieron en la pared ´venganza por Eden´». Las noticias llegan pero no penetran en el tejido social y humano que envuelve las incubadoras.
Aquí la historia personal-ayudada a veces por pequeños milagros- prevalece. En las paredes, no hay fotos de dirigentes, cabecillas del brazo armado o generales sino de niños y padres a los que el destino les ha puesto un examen. Sin previo aviso. Y muchas cartas de agradecimientos al equipo sanitario. Como la de la pareja que envió una foto de su sonriente hijo recordando que había nacido con 600 gramos y pocas posibilidades de vivir.
El Día Internacional del Niño Prematuro se celebra en Israel con mezcla de sentimientos. Por un lado, elogios a la tecnología médica y la labor de los profesionales en los centros sanitarios. Por otro, falta de recursos y condiciones que hacen de Israel uno de los países occidentales donde mueren más bebés nacidos entre las semanas 22-24.
En el 2013, han nacido unos 170.000 niños en Israel. El 10%, antes de la semana 37. 15 millones de niños nacen de forma prematura en todo el mundo. Entre ellos, 31.000 en España. Uno de cada trece.
Acostumbrado a ver en el terreno los resultados del odio, fanatismo y sinrazón, confieso que conforta ver la colaboración entre enfermeras palestinas e israelíes. O la solidaridad entre padres que, sin las enormes ganas de sus hijos de salir al mundo antes de la fecha prevista, difícilmente estarían dialogando y animándose. O la complicidad de las madres, concentradas, preocupadas y emocionadas al lado de la incubadora.
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