Mahmud al Habash, ministro palestino de asuntos religiosos, acaba de decir que en cualquier arreglo sobre Jerusalén el Muro Occidental, el famoso Kotel hebreo sobre el que nadie discute que perteneció al complejo de construcciones del Segundo Templo, es y será suyo. La desvergüenza de esa pretensión sólo la hace posible la ignorancia supina, amén del deseo de meter bronca aquí y allá. No resulta, empero, extraño: el Corán se apropió en su momento de los héroes bíblicos y los hizo suyos, así como también hizo suyo el Antiguo Testamento, la Torá en suma, el naciente cristianismo. Por supuesto, acota al Habash, si los judíos quieren rezar ante el muro podrán hacerlo, en el futuro estado palestino habrá libertad de credos y cultos. No se debe de acordar, el señor ministro, que antes de la Guerra de los Seis Días y en la ciudad vieja de Jerusalén muchas de las venerables y antiguas sinagogas fueron convertidas en mingitorios y establos con tal de humillar la memoria judía; ni tampoco debe de haber prestado atención a lo que han dicho sus correligionarios, que no quieren judíos ni israelíes en su futuro estado.
Ese lenguaje en el que se nos perdona la vida, ese idioma medio intransigente y medio delirante, sólo puede emplearlo un árabe, incapaz de la menor sutileza y seguro que, por lo menos, los suyos lo escucharán. Jamás, bajo ninguna circunstancia, el Muro Occidental será devuelto ni se verá sometido a ninguna supervisión más allá del gobierno hebreo. No reclamamos la Meca, ni Medina, ni la Roma vaticana; no pedimos el reintegro de lo que España nos robó, ni reclamamos las casas de Polonia o Chequia, Salónica o Toledo, que alguna vez fueron judías y eso se sabe y se recuerda. Pero los derechos que tenemos sobre el Monte del Templo son inalienables, Sión es desde siempre y para siempre del rey David y su linaje, de Israel y sus milenarias generaciones. Mahmud al Habash debería estudiar historia, y sobre todo debería leer el libro de los Reyes y las Crónicas en los que la Biblia hebrea describe con extraordinaria viveza cómo y de qué modo crecía Jerusalén, cuáles eran sus problemas y cuáles sus bellezas. Pero la soberbia musulmana es tal que para los muminim o creyentes de esa fe, después e incluso antes del Corán, no hay nada, el mundo era una tabula rasa sobre la que Mahoma, de pie y excitado, enseñó que él era el sello de los profetas, rasul Alláh.
No hay pueblos intransigentes y pueblos conciliadores, pero hay pueblos empecinados en negar una y otra vez que hay algo más allá de sus narices. El futuro estado palestino, si algún día lo hay, tiene muchos deberes por delante. La mayoría de ellos atrasados. Tan atrasados como el hecho de reclamar las fronteras de 1967, que también les molestaban cuando no eran siquiera eso, fronteras. El señor Kelly y su comitiva americana creen que, aunque difícil, será posible llegar a un acuerdo sobre dos estados en una misma tierra; pero los israelíes saben que, todo lo contrario, es fácil pero una parte no está dispuesta a reconocer a la otra los derechos sobre su solar natal. Por no reconocer tampoco quieren reconocer, los musulmanes, el insoslayable carácter judío de Israel. Seamos, por tanto, cautos, la paz no está cerca y aún está más lejos una relación normal con nuestros díscolos primos, pertenezcan a Hamás o a la ANP. Sean de la aromática Arabia o la desangrada Siria.
Mario Satz
Bien clarito!