Cuando Hannah Arendt encuñó la famosa “banalidad del mal”, después de asistir, en Jerusalén, al juicio a Eichmann por genocidio, el mundo entendió que el mal podía ser perpetrado por un funcionario gris, casi sin ideología, que sólo hacía bien su trabajo, aunque el trabajo fuera el exterminio de todo el pueblo judío. No había grandiosidad en el horror, sino simple y eficaz banalidad. Décadas después, a ese sustantivo atroz, convertido en metáfora de la precisión del mal, cabe añadirle la ...