Marta González Isidoro
16 de marzo de 2011

Paradojas del destino. Una madre llora la muerte de un hijo en un lado. Enfrente, la otra, brinda por el martirio del suyo. Dos hijos engendrados de la misma manera, que han visto por primera vez la luz de este mundo de igual forma. Dos madres. Dos mundos. Dos civilizaciones. No son el sol y la luna. Son dos realidades paralelas enfrentadas e irreconciliables. Itamar despertó la madrugada del viernes al sábado encharcada en sangre. La sangre de una familia a la que alguien quiso recordar que no merecían vivir, simplemente porque eran judíos. Judíos, esta vez, en su Tierra.
Porque eran judíos. No importa dónde. Otra vez se repite el mismo leitmotiv.
Y el mundo no sabe, no contesta, mucho menos condena. Eran colonos, estaban en el lugar equivocado. ¿Terrorista?, no, sólo un palestino desesperado por la injusticia de la colonización. ¿Y los niños?, ¿y los bebés? Futuros torturadores, o agresores, o fundamentalistas empeñados en quedarse con una tierra que no es suya.
Con la serena tranquilidad que la fuerza de la moral y la razón otorga, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, transmite un mensaje apaciguado a su gente. Lejos de los discursos de odio y venganza del contrario. Es la diferencia entre la grandeza y la barbarie. Por eso, nos descubrimos ante un Pueblo con raíz firme, al que el viento, por fuerte que sea, no quiebra.


















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