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| viernes abril 26, 2024

​Habitar otros ojos 


La mayoría de los que están en este mundo o viven en la pobreza o son sus hijos o nietos. Hace poco más de un siglo la esperanza de una vida digna era un parámetro sólo al alcance de unas reducidas élites, generalmente descendientes de generaciones de vidas holgadas. Lo que muchas veces recriminamos a nuestros hijos es aplicable a nuestra propia biografía. Cuando miro las fotografías del mundo en blanco y negro, me cuesta reconocerme en aquellos ojos, incluso familiares, pero habitados de privaciones.

Me recuerdo viendo las imágenes del mundo perdido de los judíos del este de Europa con el asombro de saber que de allí provengo, y me resulta imposible imaginarme en ese ambiente, en ese clima, sobreviviendo con una dieta escasa, expuesto a enfermedades sin cura, rodeado (más allá del círculo de mi aldea o mi barrio) de gente que habla otro idioma, que me odia y que todavía no tiene que disimular ese desprecio hacia mí y los míos. Incluso al ver una muy excepcional filmación en color de aquellos judíos de antes del holocausto, me cuesta muchísimo despojarlos en mi imaginación de las miserias que los visten, tanto en ropajes como en huellas de sus padecimientos, y habitar sus ojos, que son los míos.

No es un caso particular. Los españoles, por ejemplo, recuerdan mayoritariamente el dolor no sólo de la guerra que los enfrentó a sus propios hermanos, sino también las penurias y el hambre de los años posteriores. En otros casos, quizás con una perspectiva del tiempo no tan amplia, se produce el efecto contrario, en países como Irán, Irak, Afganistán, Argentina, Venezuela o Siria, en los que el pasado, aún en blanco y negro, dibujaba en los rostros sonrisas auténticas de satisfacción.

Las miradas huecas y ojerizas, el rictus de desesperación y las huellas del horror siguen rodeándonos, aunque nuestros mejorados hábitos sanitarios, alimentarios, comunicativos y de realización personal nos hagan sentir ajenos a la especie de los que sufren: lejos, allí en el planeta de las imágenes de las noticias, o a la vuelta de la esquina, donde otros, aparentemente muy distintos de piel, lengua y pelo, pulsan de forma compulsiva e ineficaz el botón de nuestra empatía, a ver si somos capaces de verlos y no atravesarlos con la mirada como si fueran de vidrio.

Nadie se merece el hambre, ni vivir aterrado por la violencia. Cada uno de nosotros es un milagroso superviviente de esos condicionantes en nuestros antepasados. Todos descendemos de aquellas terribles vidas en blanco y negro, y de otras que ni siquiera alguien alcanzó a retratar.

Shabat shalom

 
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