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| viernes marzo 29, 2024

Estado palestino: última oportunidad


A falta de tensiones, conflictos, crisis, violaciones de derechos humanos y otros asuntos que requieran la pormenorizada atención de las Instituciones Internacionales, la agenda diplomática parece estar recurrentemente condicionada por la necesidad de reconocer el Estado palestino, en el convencimiento de que la tensión que vive Oriente Medio pone en grave riesgo la paz y la seguridad mundiales, y de que la resolución del conflicto depende, a su vez, de reconocer la identidad de un pueblo autóctono desplazado de la tierra que hoy ocupa el Estado de Israel.

Reducir a un mero contencioso territorial la violencia, la escasez de desarrollo, la ausencia de elementos democráticos de gobernanza y de participación activa de la sociedad civil, la falta de libertad y de una administración pública y de justicia eficientes y la violación sistemática de los derechos humanos –civiles y políticos– en el mundo árabe-musulmán refleja no sólo un conocimiento alejado y poco profundo de la historia contemporánea de la región, sino una actitud simplista que no aborda la raíz del problema: la imposibilidad, por parte del Islam en general y del liderazgo palestino en particular, de reconocer la legitimidad de la presencia judía, autónoma, libre e independiente, en una tierra que consideran Dar al Islam, o Casa del Islam, según la interpretación del fiqh –jurisprudencia islámica– que divide el mundo en dos esferas: Dar al Islam, el conjunto de tierras controladas por regímenes musulmanes, y el Dar al Harb, o Casa de la Guerra, en referencia a ese mundo exterior que todavía no ha sido sometido, pero que por la gracia de la yihad y la paciencia de los sumisos miembros de esa uma –comunidad de fieles volverá de nuevo al redil.

Sin restar importancia al factor territorial, los aspectos político y religioso condicionan la realidad de una región en la que las relaciones entre los Estados, los individuos y las organizaciones paraestatales, muchas de ellas organizaciones terroristas apoyadas y financiadas por Estados –Hamás o Hezbolá son sólo los ejemplos más visibles–, se establecen en función a qué comunidad religiosa, clan familiar, linaje, comunidad, tribus o facción política se pertenezca. La adhesión leal es lo que confiere la identidad o, mejor dicho, las identidades múltiples –siguiendo la definición del profesor Bernard Lewis– en Oriente Medio, porque ningún Estado árabe creado según los parámetros occidentales tras la desmembración del Imperio Otomano ha sabido concretar una identidad nacional con la que aglutinar a los ciudadanos a los que, en principio, pretenden representar. El mapa de Oriente Medio es un crisol de culturas, lenguas y etnias repartidas heterogéneamente entre las fronteras de unos Estados artificiales que no respetaron las fronteras geográficas o la historia cultural y social de las poblaciones locales, incluida la palestina.

La hostilidad hacia Israel nada tiene que ver con una disputa territorial para cuya resolución las exigencias se conocen desde hace décadas. Los ciclos de violencia que explican en parte el rechazo entre los árabes locales y los árabes regionales al recién nacido Estado de Israel tienen un componente nacional religioso y de incitación al odio desde el liderazgo político y religioso que se va a repetir en los patrones de conducta del movimiento palestino actual, legitimado por un cuasi Estado fallido sobre el que no hay consenso internacional. La creación del Estado de Israel no fue posible a causa del Holocausto, sino a su pesar: porque, a partir del deseo ideológico de querer regresar a la tierra de sus ancestros, los judíos, sin financiación ni apoyo político o mediático externo, crearon desde el principio, en la margen occidental del río Jordán, entonces bajo mandato británico, las infraestructuras paraestatales y las primeras instituciones gubernamentales, elementos propios e indispensables para dotar al nuevo Estado de la soberanía y la independencia política que necesitaba para constituirse como nación y sujeto de Derecho internacional. Un Estado democrático desde su origen y con unos estándares de libertades y bienestar social homologables a Occidente, en contraste con el bajo nivel de progreso y la elevada corrupción endémica de la región en la que se inserta, secuestrada por una ideología política revestida de códigos religiosos que incita a la violencia, se solidariza con el culto a la muerte y se recrea en la invención de una Historia y un pasado idílicos que nunca existieron.

Y, como en todo conflicto sobredimensionado, la veracidad de la información se sacrifica en aras de una ideología –el antisemitismo disfrazado de antisionismo– que infecta todos los organismos e instituciones internacionales, a través de campañas diplomáticas que buscan el reconocimiento del Estado de Palestina –que, recordemos, ya se creó en 1922, en lo que hoy es Jordania– al margen de los cauces lógicos de la negociación entre las partes. En un mundo en el que casi la mitad de la población mundial –cerca de 4.000 millones de personas– vive en Estados o territorios despóticos, que el 60% de las resoluciones de las Naciones Unidas se dirijan a condenar expresa y sistemáticamente a un solo Estado –Israel– dice mucho de la salud de las instituciones internacionales. Todas las tiranías tienen un punto de quiebra, que se produce, a pesar de la fuerte presión y del control político, social y mediático ejercido desde el poder, cuando pierden el apoyo de la población. Quizá por eso el liderazgo palestino, profundamente dividido y financiado por una red internacional clientelar que no busca la coexistencia junto a Israel sino su suplantación, se enroque en una dialéctica que apuesta por la confrontación en lugar del desarrollo y la cooperación.

La entelequia de un Estado palestino que viva en paz y seguridad junto a Israel es cada vez más evidente. Las oportunidades se agotan y la paciencia de los actores regionales sometidos al chantaje de la retórica, también. Aunque les pese, los palestinos son irrelevantes en un mundo global en el que, hoy por hoy, no tienen nada que aportar desde el punto de vista científico, cultural o político. Es por eso que la comunidad internacional debe cambiar de paradigma. La mejor contribución para lograr la paz en Oriente Medio es apostar por el pragmatismo, dejar de responsabilizar a los judíos como colectivo por las acciones del Estado de Israel, reconocer su legitimidad en la región, exigir responsabilidades a las diferentes facciones palestinas por sus acciones y cortar el flujo de la financiación que no esté claramente dirigida a favorecer la educación y el desarrollo de unas generaciones hoy adoctrinadas en el odio y sin futuro. De lo contrario, los palestinos no sólo habrán perdido su última oportunidad para reclamar la autodeterminación en un territorio al que puedan llamar Palestina, también la de subirse al tren de la modernidad y la dignidad.

vocesdesdeorientemedio.blogspot.com

 
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