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| viernes marzo 29, 2024

Reflexiones a propósito de la ‘causa palestina’


La causa palestina, en tanto no se realiza, no logra su objetivo –el declarado ante Occidente, así como el más extenso, que se proclama de puertas adentro; vamos, el verdadero: erradicar la existencia de Israel, porque “la existencia israelí en Palestina es una invasión sionista (artículo 8 de la Constitución de Fatah)–, permanece como una posibilidad. Una posibilidad múltiple: de excepcionalidad, que permite el beneficio de la solidaridad y las ayudas financieras; de grandiosidad, de utopía (promesa a futuro que exige esperablemente sacrificios y resignaciones presentes a los propios), y de justificación de no pocas bajezas: la vulgar y crónica corrupción impune de sus bochornosos líderes; la ineptitud y la violencia que estos usufructúan como si fuera un espectáculo deportivo, a la vez que una escenificación de un victimismo histriónico.

Pero, además, la inconcreción de esta causa ofrece otra posibilidad –o beneficio adicional igualmente cosmético–, también de justificación, de artificio: la bula que se conceden quienes son proclives a visitar los lugares comunes del antisemitismo sin ser ellos, “ni por asomo, por favor, qué se ha creído usted”. Llamemos a estos los apólogos menos evidentes, menos explícitos, del antisemitismo; de sus simples, rancios prejuicios fundamentales.

Son estos apólogos los que pretenden explicar (sirviéndose de las coartadas obvias que ofrece la causa palestina) la necesidad, o la inevitabilidad, de volver a convertir al judío (Israel, el sionismo: mascaritas de cartón que no disimulan lo que ni alcanzan a cubrir) en el culpable absoluto, perenne: es decir, la necesidad de mentir la realidad, de inventar truculentas ficciones que se porfían como verídicas o, cuanto menos, como harto verosímiles.

Mas no es esta una explicación que busque la razón, que precise de su comparecencia. No. Es más bien como la tenaz repetición de un estímulo para crear un condicionamiento, un asentimiento convencido en el interlocutor. Una obediencia que habrá de obrar como un salvoconducto, como un instrumento de legitimación para ese antisemitismo encubierto –o, si se prefiere, para ese coqueteo cada vez más descarado con los elementos fundamentales del antisemitismo clásico para abordar el conflicto árabe-israelí (es decir, Israel) y la realidad de este país.

Así, en no pocas crónicas pretendidamente periodísticas y en más columnas de opinión –más parecidas a opinaderos: tugurios para ejercer el albedrío de la mediocridad, la ignorancia y la hostilidad–, cada vez más (abiertamente) se transfieren sin solución de continuidad los elementos primordiales del estereotipo del judío al Estado (vaya sorpresa) judío. Así, afirman, la crítica no es contra el pueblo, el individuo, sino contra el Estado, contra la burocracia que lo conforma como a toda administración nacional; contra los individuos que forman parte de ese engranaje que ineludiblemente, parecen aducir, tiende hacia la opresión. Etcétera. Pero la crítica o la cobertura es en realidad una obsesión. Una ojeriza. Invariable. Impermeable a contextos, matices, hechos; a la razón. Tal como la fuente de la que bebe tan alegremente.

Por ello, aseguran una y otra vez, es que sus voces se levantan ante la intrínseca perversidad del sionismo. Sí, tras unos dos mil años de antisemitismo y sus creaciones, esta sandez es la que se les ha ocurrido como pretexto, como dispositivo de elusión… Pero, parece, sirve. Aunque, por otra parte, quizás lo haga porque existen quienes igualmente necesitan tales artilugios de disimulo. O quizás funcione porque, como creo que decía Umberto Eco en el Cementerio de Praga, no hay nada más inédito que lo que ya se ha publicado: nada más inédito que las simplezas del antisemitismo y la oportunidad que brindan de señalar (a otro); de novedosamente desprenderse de responsabilidades y yerros propios, de explicar y disculpar estos últimos como consecuencias de urdimbres ajenas: odio y evasión sugeridos-ofrecidos en unos pocos caracteres casi a diario, como una vieja conocida novedad.

Y aun así dicen y repiten y perjuran que lo que es no es: el prejuicio antisemita no es antisemita ni es prejuicio… es un “retrato de la realidad” ejecutado desde un “deber moral”. Sería sencillamente estúpido, si no fuera trágico.

 
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