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| sábado abril 20, 2024

La izquierda y la “cuestión judía”


Póster propagandístico de Iósif Stalin – Foto: Wikipedia – Dominio Público
La lista de ataques antisemitas por parte de la izquierda es larga y está muy enraizada en una buena parte de la misma. Las primeras muestras de ese odio al judío las encontramos en la Unión Soviética de Stalin, que desplegó todo su maquinaría criminal primero contra los médicos hebreos que supuestamente habían envenenado al dictador y después contra las elites judías que gobernaban en Europa del Este. 

El antisemitismo no es solo un fenómeno ligado al fascismo, sino que pervive en la cultura occidental y no tiene fronteras ideológicas.

En los últimos tiempos, y observando el escenario político más cercano, como pueden ser los casos tan distintos de Alemania, España, Francia, Reino Unido y Colombia, tengo mis dudas con respecto donde hay más antisemitas o antisionistas, que casi vienen a ser lo mismo en esta era turbulenta y confusa, si en las filas de la derecha o de la izquierda.

Los nuevos progresistas se declaran antisionistas, como el ex líder laborista Jeremy Corbin o los dirigentes de Podemos, en  el Reino Unido y España, respectivamente, pero evitan que les confundan con aquellos que odian a los judíos, ya que ellos supuestamente no son “racistas”. Por no hablar del inefable colombiano Gustavo Petro, exponente claro  del nuevo antisemitismo camuflado de su nunca ocultado odio a Israel.

Sin embargo, debemos tener las cosas claras  y no andarnos por las ramas: el nuevo antisionismo del siglo XXI es el nuevo antisemitismo bajo otros ropajes. Al igual que a finales del siglo XIX, cuando estalló el caso Dreyfus, los antisemitas de hoy repiten el mismo juego de tirar la piedra y esconder la mano. ¿Acaso los antisemitas de entonces, los que condenaron a Dreyfus por espionaje, no utilizaban argumentos inverosímiles como coartada para condenar y destruir la carrera militar de este oficial francés por el simple hecho de ser judío?

Pero vayamos a los orígenes de este antisemitismo de izquierdas y, supuestamente progresista. La historia comenzó en la Unión Soviética, justamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mismísimo dictador soviético, Stalin, decidió acabar con el Comité Judío Antifascista, una organización controlada por el Estado que agrupaba a los hebreos con ideas comunistas.

Stalin se lanzó con saña a la persecución de los miembros de este Comité y, el 20 de noviembre de 1948, fue eliminado de la escena tras la extraña muerte de su fundador, Solomón Mijoels, en un enigmático accidente de coche.

Más tarde, varios ex miembros del Comité fueron arrestados y enviados a la terrible prisión de Lubyanka, bajo la supervisión del temido Beria, jefe de la policía política del régimen, donde, siguiendo las sangrientas prácticas de las grandes purgas estalinistas fueron forzados a confesar crímenes que incriminaban a otros miembros del Comité. Se los acusó de practicar el «nacionalismo burgués», de crear una quinta columna anti-soviética, de traición y de espiar para los Estados Unidos. La tortura logra auténticos “milagros” políticos en forma de confesiones.

En el 11 y el 18 de julio de 1952, quince ex miembros del Comité fueron juzgados y condenados a muerte. Todos, después de haber sido torturados de una forma bárbara, se declararon culpables, aunque algunos de los acusados se declararon «parcialmente culpables».

El juicio se llevó a cabo casi cuatro años después de los arrestos, estando incomunicados durante ese tiempo. Las sentencias fueron ejecutadas el 12 de agosto de 1952, cuando trece acusados, prominentes escritores judíos, fueron ejecutados en la llamada “Noche de los Poetas Asesinados”.

Antes de estos asesinatos políticos de Estado, entre 1950 y 1951, Stalin se había lanzado a la cacería de los médicos judíos, a los que, en su paranoia creciente que alimentaba su crónica desconfianza en casi todos, acusaba  de quererle envenenar e incluso asesinarle, haciendo detener hasta su médico privado, Vladimir Vinogradov.

Stalin, según informes de la época, exigía al jefe de los servicios secretos que “encadenara a los médicos (judíos) y los apaleara hasta hacerlos picadillo, los machacara hasta hacerlos polvo”, según palabras de su esbirro Molotov, paradójicamente casado con una judía detenida por el conocido genocida.

El Complot Antisemita fabricado por Stalin tomó forma en un artículo publicado en el diario oficial soviético, el Pravda, en que se llegaba a afirmar que los facultativos detenidos y ejecutados eran “espías y asesinos disfrazados de médicos”.

Sin que resultara extraño, en un país de una histórica tradición antisemita, el burdo montaje caló en la sociedad soviética de entonces, donde “imperaba la idea de que los judíos eran gente privilegiada, miembros de una elite ajena al trabajo intelectual, que se escaqueaba del servicio militar; había que prohibir que vivieran en los centros urbanos y obligarles a traspasar sus buenos trabajos, sus apartamentos espaciosos y sus dachas a las gentes honradas, la gente que trabajaba duro”, en palabras de la historiadora Sheila Fitzpatrick.

Fruto de ese furor antisemita en la “patria soviética”, en los aliados de Stalin en Europa del Este comenzaron una serie de purgas contra altos cargos judíos instalados en los nuevos gobiernos comunistas.

Por ejemplo, en la difunta Checoslovaquia fueron detenidos numerosos judíos que ocupaban relevantes cargos en la nueva administración, en 1952, acusados de los más variopintos cargos, como “titismo”, “espionaje” e incluso “sionismo”, y escenificado todo ello en el denominado Proceso de Praga, concluido con 11 condenas a muerte en la horca y tres cadenas perpetuas, entre las que destacaba la del escritor Artur London.

De la misma forma, en Rumania, en ese mismo año, caería en desgracia la ministra de Exteriores, Ana Pauker, y todo su equipo, que serían juzgados, expulsados del partido y condenados a largas penas. Tanto los caídos en desgracia, de ambos países, “casualmente” eran hebreos y, al parecer, la mano de Stalin estaba detrás de dichas purgas.


De las URSS a la España de Podemos 

Ahora Podemos, en España, se ha sumado a la “moda” antisemita en boga en todo el mundo, aprobando una moción en 58 ayuntamientos -alcaldías- del Estado Español.

Estos ayuntamientos a partir de ahora se denominaran Espacios Libres de Apartheid Israelí -ELAI- y mantendrán una actitud “combativa”, aseguran los responsables locales de Podemos, contra el Estado de Israel.

Las mociones transcritas de los plenos municipales aprobaban que los gobiernos locales no contratarían ninguna empresa, producto, entidad u organización que fuera israelí y no tendrán relación con el pueblo judío. ¡Hasta el alcalde de Cádiz, un tipo infumable cuyo nombre no pronunciaré, llegó a prohibir un festival de cine israelí! Pero no es algo extraño, claro, porque Podemos recibe fondos del principal enemigo de Israel en la escena internacional, Irán, y del sátrapa de Venezuela, Nicolás Maduro, uno de los principales valedores de Hamás y Hezbollah en América Latina.

Aparte de esta declaración de guerra en toda regla contra Israel y, claramente, contra el mundo judío, “la asociación pro-israelí ACOM (Acción y Comunicación sobre Oriente Medio) ha criticado el nombramiento como Ministra de Igualdad de Irene Montero (Unidas Podemos), ya que han considerado que, a través de fake news, ha promovido “el odio a los judíos y la exclusión xenófoba durante los últimos años, según la versión de esta organización”, informaba el diario digital Moncloa.

Corbyn y los tontos útiles

La causa palestina ha sido el banderín de enganche de muchos de estos progresistas al estilo del difunto (políticamente hablando) líder laborista Jeremy Corbyn, quien homenajeó a los terroristas palestinos que ejecutaron el secuestro y posterior asesinato de varios deportistas israelíes en las Olimpiadas de Munich, allá por el año 1972, y también por su cercanía política a la causa de los terroristas palestinos, mucho más democrática, obviamente, y en su opinión, que la de Israel.

La mayor demostración de esta política racista, agresiva y antisemita ha sido el BDS, es decir, el movimiento de Boicot, Desinversiones y Sanciones contra el Estado de Israel, un eufemístico nombre que no es más que un engendro que no oculta el odio que de una buena parte de la la izquierda hacia los judíos.

Ese virus letal del antisemitismo también llegó a contaminar hasta a los «chalecos amarillos», un grupo de protesta social en el que convergen militantes fascistas, islamistas radicales y un sinfín de especies de todos los pelajes y convicciones, pero que se definen así mismos como «antisistema». En una manifestación de este grupo en París, el intelectual francés de origen judío Alain Finkielkraut (París, 1949)  fue víctima de insultos antisemitas por parte de los participantes a la marcha que lo llamaron «sucio hebreo» y le conminaron  a marcharse de su país, en un hecho paradójico por la circunstancia de que quien se lo gritara era un inmigrante musulmán. «Lárgate de nuestro país», parece que le dijeron los integristas.

Buscando una explicación “lógica” ante estos hechos, el pensador y escritor Alain Finkielkraut aseguraba que “Existe un viejo antisemitismo al estilo de la década de 1930 que hoy en día se está reciclando”. Todos repiten esta cita de Brecht: “El vientre que parió la bestia inmunda aún es fecundo”. Y es verdad. Pero actualmente esa bestia inmunda también sale de otro vientre. Los judíos son el primer blanco de la convergencia de las luchas entre la izquierda radical antisionista y los jóvenes de los barrios periféricos próximos al islamismo”.

Luego están los tontos útiles de los que tanto hablaba Lenin, esos amigos de la causa progresista siempre dispuestos a prestar sus servicios a la misma y equivocados de bando hasta el final de sus días, capaces de vender hasta las corbatas a los bolcheviques con las que algún día les colgarán, tal como parece que algún día dijo el máximo dirigente de la revolución soviética. Entre estos sujetos, brillan con luz propia dos judíos notables y bien conocidos: el pianista, o lo que sea, Daniel Barenboim y el ex ministro de exteriores israelí Shlomo Ben-Ami.

De Barenboim, que será un gran pianista pero que no pierde la ocasión de meter la pata en cuanto abre la boca, se podrán decir muchas cosas pero desde luego nunca le ha hecho un gran favor a Israel con sus críticas, sino más bien lo contrario: ¡qué grande hubiera sido si se callara de vez en cuando! Y del otro, que funge de intelectual o pensador, incluso escribiendo pasquines de carácter pacifista, más vale que hubiera estado a la altura de lo que un día fue y que hubiera tenido un mínimo de responsabilidad política, por el puesto que un día ocupó al frente de la diplomacia israelí, a la hora de hacer afirmaciones como las que hace con esa irresponsable ligereza, incluso dejando constancia de sus palabras en ese libelo antisemita, pero también progre, llamado El País.

 
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