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| viernes marzo 29, 2024

Somos una parte del problema


Por Horacio Vázquez-Rial


La semana pasada asistí a una reunión de amigos en la que, entre otras cosas, se habló del islam. Los presentes eran personas con altísima formación e ideológicamente heterogéneas, y sin embargo hubo acuerdo en una cuestión: también nosotros somos una parte del problema.

La cosa estuvo dando vueltas por mi cabeza durante unos cuantos días. Llevo muchos años, y mis sufridos lectores lo saben, hablando de la expansión islámica en Europa y en el resto del mundo. Para ser exactos, desde 1974, cuando Houari Boumedienne declaró la guerra de vientres en las Naciones Unidas. Todavía el terrorismo islámico se limitaba a Israel, y en el atentado de Múnich de 1972 no se habló de guerra santa ni de nada parecido. En todo caso, había un proyecto panárabe que no implicaba necesariamente el aspecto religioso. El propio Arafat dejaba entrever en su oscuro y contradictorio mensaje que, de existir alguna vez un Estado palestino, éste no sería confesional.

La guerra como tal –y me parece una peligrosa hipocresía hablar de terrorismo cuando hay Estados implicados, política y financieramente– se declaró el 11 de setiembre de 2001. Y vino a sumarse a la guerra de vientres, que ya estaba en una fase avanzada. Hacía tiempo que Bat Ye’or venía tratando el tema: fue ella quien acuñó el término Eurabia para designar esa construcción étnica gradual, que se aceleraría y se redefiniría desde los ataques a las Torres Gemelas y los consiguientes festejos en el mundo islámico y en la izquierda radical de todo el planeta (desarrollé este tema en mi libro La izquierda reaccionaria, ya en 2002).

Aunque unos pocos, en los modestos términos que impone la escritura (y la siempre escasa difusión de un texto, aun en la era de internet), llevábamos rato clamando y reclamando atención al asunto, no fue hasta los ultimísimos años (diríase que a partir de 2003, con la decisión de intervenir en Irak) que un número mayor de personalidades de peso se pronunció en tal sentido, sobre todo en lo relativo el los derecho israelíes a existir y defenderse. Sólo ahora, en 2010, con la creación de Friends of Israel, por José María Aznar, Marcello Pera y otras figuras de relieve, se ha institucionalizado esa conciencia de riesgo de Occidente ante el expansionismo obvio de los aspirantes a conquistadores, los defensores de la sharia como ley universal.

Lo dominante durante cerca de cuarenta años ha sido el apaciguamiento, cuando no la complicidad directa o la colaboración necesaria de los países europeos con las diversas etapas de la expansión islámica. El actual Gobierno español, con un ministro de Exteriores que se jacta de su amistad y sus ocasionales colaboraciones con Arafat, es un modelo de apaciguamiento entreguista: no olvidemos al embajador Máximo Cajal y su explícita defensa de la cesión a Marruecos de parte del territorio español en el libro Ceuta y Melilla, Olivenza y Gibraltar. ¿Dónde acaba España? (Siglo XXI, Madrid, 2003). Uno espera de los miembros de la carrera diplomática, como Moratinos o Cajal, que asuman entre sus deberes, y tal vez como el primero de ellos, la defensa constante de la soberanía nacional, tanto ante Marruecos como ante Gran Bretaña o Portugal (que nada pide en la cuestión de Olivenza).

Entre tanto, cada vez que alguien ha reivindicado derechos nacionales en alguna parte de Europa ha sido tachado de ultraderechista, fascista o cualquier otro término difamatorio (según para quién) y, en algún caso, asesinado, sin que las reacciones de la prensa o la judicatura estuvieran a la altura de las circunstancias. Fue el caso de Pym Fortuyn. Han intentado que fuera el caso de Geert Wilders, sin demasiado éxito. Y las descalificaciones de la agencia AP contra el Partido Demócrata de Suecia al comentar los últimos resultados electorales son claras:

Las elecciones del domingo demostraron que la tradicional bienvenida a los refugiados en el país ya no es aceptada universalmente: cerca del 6% de la población votó a favor de un grupo nacionalista que acusa a los inmigrantes –especialmente a los musulmanes– de erosionar la identidad nacional de Suecia y su acariciado estado de bienestar social.

Obsérvese que ni siquiera nombra al partido, al que denomina «grupo». Soportan con dificultad lo que obviamente es el final definitivo de la era Palme, la del olvido de la parcial neutralidad sueca en la Segunda Guerra Mundial, coherente con el dominio de la socialdemocracia alemana sobre el resto de la socialdemocracia europea.

¿Y por qué decía yo al principio de esta nota que nosotros éramos una parte del problema? Porque sólo nuestra ceguera voluntaria, nuestra cobardía, nuestra indiferencia y nuestra hipocresía pueden producir textos como el que acabo de citar, donde se lamenta que un partido sueco defienda la identidad sueca, que ve erosionada por los musulmanes.

Pero no se trata únicamente de partidos políticos. Debo decir con dolor que la Iglesia Católica tiene responsabilidades que no asume institucionalmente. Como explica webislam, el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso sirvió para la condena conjunta de las malhadadas caricaturas «ofensivas» de Mahoma y «un creciente número» de ataques al islam. El mismo relato es una grosería cuando menciona las caricaturas ofensivas de Mahoma: toda representación de la figura humana es blasfema en el islam, sea la de quien sea, y es el cristianismo el que ha puesto rostro al Hijo, es decir, a Dios.

Yo pienso que los católicos, que junto a sus padres judíos han construido Occidente, como tan perfectamente explica José Javier Esparza en su Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental (Ciudadela, 2009), deberían haberse unido en defensa de la libertad de expresión, haber condenado sin vacilaciones la persecución de la que es objeto el dibujante Kurt Wetergaard –con varias agresiones e intentos de asesinato a sus espaldas– y haber defendido al periódico Jyllands Posten. Curiosamente, cuando los musulmanes, con la sobreentendida intención de ofendernos, nos llaman «cruzados», si de algo estamos lejos es del espíritu de Urbano II.

Y lo peor de todo es que la ultrasecularizada sociedad española es, en ese sentido, la más débil de Europa. Y no sólo es culpa de Zapatero y su afanoso anticlericalismo: fue Ana Palacio quien dijo aquello de: «Europa no es un club cristiano». No obstante, y sin saber qué piensa hoy la ex ministra, estoy convencido de que muchas cosas están cambiando. En aquel entonces (y sólo han pasado siete años) Aznar era partidario de la entrada de Turquía en la UE y Blair era anglicano; y la propia Ana Palacio matizó que no había obstáculos para integrar a una Turquía «gobernada por un partido islamista moderado»: lo dijo pensando que Turquía sería lo que parecía ser, que siempre habría un ejército kemalista (que Erdogán ha desmontado) y que se avanzaría hacia la «modernización» del país, sea eso lo que sea. Por otra parte, los Estados Unidos, y en particular Colin Powell, veían a Turquía como un aliado, y por eso le habían hecho sitio en la OTAN, que ya está en los huesos. Y eso que Powell nunca ocultó sus simpatías hacia Israel. Pero es que hasta hace muy poco, de hecho hasta el Mavi Marmara, el propio Israel tenía excelentes relaciones con Turquía, hasta el punto de que hacían maniobras conjuntas.

Éste es el momento de mayor debilidad de Occidente: las gentes se sienten abandonadas, solas, en medio de una sociedad inestable, sin líderes, sin normas de conducta establecidas. Los Mandamientos son objeto de burla constante: todo el mundo sabe que «No matarás» se completa de mala manera con la coletilla «… o irás a la cárcel un par de años». La situación es muy parecida a la que obligó a Moisés a pedir y recibir las Tablas, donde hubo que decir «Honrarás a tu padre y a tu madre» porque quienes le seguían, «los israelitas y la multitud mezclada» con que había salido de Egipto, eran muy capaces de disputar el poco alimento disponible a sus progenitores, o de abandonarlos en el desierto como una carga insoportable. Pero no es que no haya leyes, divinas y humanas, sino que son ignoradas. Desde el poder, por los mismos que se dejan conquistar serenamente, con una sonrisa, falsa.

Por obra de esos dirigentes, nadie siente que haya aquí y ahora nada que defender, cuando es incalculable el tesoro acumulado en milenios de trabajosa experiencia. Nadie, o casi nadie, está enseñando ese tesoro, lo judeocristiano. En eso somos una parte del problema.

Es imposible que el islam gane a la larga las guerras que declaró, la de vientres y la armada. Es imposible que llegue a conquistar el planeta. No pudo Roma. No pudo Inglaterra. No pudieron los Estados Unidos. No pudo la delirante Alemania de Hitler ni pudo la riquísima Rusia de Stalin. Y lo que ofrecen ahora es demasiado poco, mucho menos que lo que ofrecieron los imperios precedentes: de hecho, no ofrecen más que una ley bárbara y cruel. Pueden destruir. Mucho. Irán realmente podrá borrar a Israel del mapa, pero seguiría habiendo judíos y judaísmo. Serán arrojados a los leones los «cruzados», pero seguirá habiendo cristianos y cristianismo. Lapidarán a miles de mujeres, pero seguirá habiendo mujeres. En último extremo, una cultura que promete el paraíso para los suicidas es una cultura de muerte, pero la humanidad persistirá.

¿Le suena a mensaje optimista? No lo es, estoy hablando de largos siglos de lucha por la supervivencia, largos siglos de sumisión y dolor para que la vida y la historia retomen su curso. Sin embargo, esta vez sabemos lo que no sabían los germanos ni los judíos acerca de los proyectos de Roma (que no tenía dhimmies, sino ciudadanos del Imperio); sabemos lo que los indios no sabían sobre Inglaterra; sabemos lo que los idealistas en busca de sociedades perfectas ignoraban voluntariamente sobre Stalin. Estamos, pues, en condiciones de actuar. Esa acción tiene todavía formas primitivas, está en la etapa de la protesta, los individuos votan en secreto a Wilders (y se equivocan, porque Wilders expresa sólo cosas incompletas, fragmentarias, fóbicas, y desaparecerá). Pero esa acción va a más. Se organiza, se hace eficaz, aclara ideas. De una manera poco brillante, casi sin hacerse notar: los occidentales no salen a quemar coches ni a ocupar propiedades, sino que fijan normas de seguridad, aunque en algún lugar del poder se haya decidido liquidar a la vez los ejércitos nacionales (suprimiendo el servicio militar obligatorio, por ejemplo) y a los fumadores. Falta poco. Pero que nadie se lo pida a Rajoy ni a ningún otro dirigente político tradicional: habrá que hacerlo solos.

 

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