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| viernes noviembre 22, 2024

Los nazis, la quema de libros y la bestialidad a través de la historia


«DONDE SE QUEMEN LIBROS, SE TERMINARÁ, INEVITABLEMENTE, QUEMANDO SERES HUMANOS»

(Heinrich Heine)

No creo que sea posible afirmar que los nacional-socialistas (lindo y rimbombante nombre para un partido político, aunque un tanto incoherente) tuvieron la originalidad de presentar semejante espectáculo al pueblo alemán. La historia de nuestra humanidad abunda en actos de barbarie, y entre ellos, las quemas públicas de libros. Lo que sí puede afirmarse es que fueron los primeros en montar un «show esclarecedor» de ese jaez en el siglo XX.

Tal vez.

Pero lo que resulta un tanto irónico es que fue precisamente un alemán, 500 años antes, el que generó una de las más profundas e importantes revoluciones intelectuales de toda la historia de la humanidad.

Se llamaba Gutenberg e inventó la imprenta de tipos movibles, con lo que proveyó al género humano de uno de los más preciados logros, la posibilidad de dejar impresa la palabra que expresaba un pensamiento, una idea… y personalmente creo que ese invento fue muchísimo más revolucionario y trascendental que la computadora personal.

A partir de entonces el mundo empezó a llenarse de libros, se vio bendecido por más y más expresiones de ideas… pero también comenzaron a surgir personajes que empezaron a darse cuenta que un libro puede ser a veces más peligroso que una daga, o un cañón… o todo un ejército Así pues, son famosos los intentos de evitar que la gente tenga acceso a determinados libros, a determinadas ideas, al pensamiento, al disenso… a la libertad por el pensamiento. Hubo muchas formas e intentos, todos conocemos la Santa Inquisición, la censura en todas sus formas y en todos los tiempos, el «Index Librorum Proibitorum» (Índice de Libros prohibidos) del Vaticano, que fue una detallada lista de libros de autoría liberal, de plumas librepensadoras, en fin… de ideas abiertas, de invitaciones a pensar.

Como les comenté anteriormente, cuando se supo que los nazis estaban programando entre otros «autos de fe», quemas de libros cuyo propósito era «salvar al buen pueblo germano», y que los libros destinados a alimentar la hoguera purificadora eran todos aquellos considerados «dañinos» por la clase dirigente de los nazis, muchos intelectuales y científicos relacionaron esos rumores con la famosa frase de Heinrich Heine con la que abro este escrito. Anticipándose a su tiempo y al satánico oscurantismo que llevaría siglos en llegar, el auto de fe nazi fue uno de los motivos, sino el principal, que muchos de esos científicos y pensadores decidieran poner cierta distancia entre ellos y el radio de alcance de los esbirros de la entonces SA por medio de un prudente y acertado exilio.

La Historia nos habla de muchas quemas de libros, desde la Antigua Grecia, cuando fueron quemadas las obras del sofista Protágoras, quien se atrevió a negarse a confirmar la existencia o la ausencia de los dioses. A la así llamada «verdad pluralista» contrapuso una simple frase, que vale más que mil libros: «el ser humano es la medida de todos los objetos». ¿Quién necesita libros? ¡Al fuego con ellos! Otras víctimas ostensibles de las quemas de libros fueron Voltaire, Hollbach, etc.

Pero volvamos a la Alemania nazi.

El Partido Nacional Socialista tomó la decisión en 1933, tan pronto asumió el poder, de imponer su verdad absoluta, ejercer su control sobre la vida cultural germana y «depurar» el espíritu del pueblo de todos los elementos que a juicio de los jerarcas nazis, se consideraban contradictorios del «espíritu germano». Fue para tal fin que se creó la «Liga de Lucha contra el Espíritu No-Germano» (sic).

La idea que surgió de quemar libros fue disputada por varios preclaros prohombres de la jerarquía nazi, ya que cada uno quería «tener la primicia», entre ellos el «teórico» Alfred Rosenberg y el «mago» de la propaganda, Joseph Goebbels. Para la ejecución de ese «noble proyecto» fueron convocadas y movilizadas organizaciones tales como la «Liga de los Estudiantes Nazis» (también sic), entre otras beneméritas instituciones para el bien de Alemania. La campaña llevaba como estandarte un slogan remanido y previsible: «reaccionar contra la desvergonzada propaganda de la judeidad mundial contra Alemania». Todo estudiante debía «depurar» su biblioteca privada de los «libros contagiados por la bacteria del espíritu judío». Se conminó a toda la población a deshacerse de libros que pudiesen estar contaminados de esa suerte. Comenzó a anunciarse, por medio de afiches y volantes, que la gran depuración se acercaba. Y además, estaba por salir un edicto prohibiendo a escritores judíos hacerlo en idioma alemán. El día 22 de abril, el diario «Volkischer Beobachter» («El Observador Popular» o «El Observador del Pueblo») publicó los nombres de los lugares y la fecha del «evento»: el 10 de mayo.

Quienes organizaron la quema de libros se habían propuesto darle a semejante «acto» el carácter de un «evento oficial». En la plaza frente al edificio de la Opera de Berlín se preparó una hoguera de inmensas dimensiones. El primer contingente de «estudiantes» se hizo presente después de las diez de la noche, junto con una banda militar, un destacamento de SS, seguidos por otras delegaciones de estudiantes uniformados y con antorchas en sus manos, seguidos por una rugiente turba hitlerista. A un costado de la plaza, ya estaban esperando camiones cargados con unos veinte mil tomos de libros diversos. Grupos de bomberos (sí, Bradbury, puedes sonreír desde debajo de tus cenizas: tu «Fahrenheit 451» no fue más que un doloroso y espeluznante testimonio) que ya estaban preparados en la plaza, se acercaron a las pilas de libros a rociarlos con nafta. A medida que cada paquete de libros era arrojado al fuego, un locutor, en el clímax de una extraña y demoníaca vehemencia perfeccionista, iba anunciando los autores de los libros, sus nombres y la causa por la cual se los quemaba. Tales «anuncios» eran contestados por el alegre rugido de la turba. Los locutores, abrasados quizá por el delirio piromaniaco o el simple calor infernal de la hoguera comenzaron a aullar, mencionando los valores opuestos a las ideas del libro a quemar, como por ejemplo Nacionalismo y Universalismo, el Tercer Reich y la república de Weimar, nacional socialismo y marxismo, etc.

Además (por supuesto) de los libros de Karl Marx, que fueron los primeros en ser quemados («estamos tirando al fuego los escritos de Marx y de Kautski»! ¡Estamos en contra de la lucha de clases!»»¡Por la Unidad del pueblo!»), fueron llevados a la hoguera Mann, Emil Ludwig, Erich-Marie Remarque (y eso que por ese entonces aun no había escrito su «Destello de Vida…»), los Zweig… Por supuesto que el acto se vio coronado por un frondoso «speech» de Goebbels, cuyo rostro transfigurado por el glorioso y demoníaco fuego del improvisado averno fue digno corolario de esa inolvidable «noche de cultura».

Tres días después del «evento», Bernhardt Rust, quien fue nombrado, con bastante coherencia por cierto, «Ministro de Cultura, Educación y Ciencias» del Tercer Reich, asumió en nombre del Führer la misión de «asumir el control del frente cultural». Poco tiempo después, se publicó la lista de los libros prohibidos, así como también el listado de autores prohibidos y sus obras. Tampoco se salvaron las bellas artes: de los museos desaparecieron obras de Paul Klee, Franz Marx y Vasili Kandinsky, definidas como «arte judeo – decadente». Y fue entonces cuando nació y se hizo popular el dicho «Al oír la palabra ‘cultura’, desenfundo mi revólver.»

Y en lo que respecta a la música, existe una anécdota que podría tener connotaciones risibles si no fuera por su doloroso contexto: poco después del Anschluss (anexión) de Austria, un destacamento nazi llegó a un villorrio campestre y pintoresco, del que se habían recibido denuncias respecto a que su población estaba compuesta «eminentemente por judíos». Se cuenta que apenas llegaron los esbirros en sus vehículos y comenzaron a montar su campamento en la plaza principal del pueblo para cumplir con su siniestro cometido, una de las primeras órdenes dadas por el comandante fue, entre otras, tirar abajo «las estatuas de los judíos». Un sargento al que le había sido asignada la tarea se dirigió junto con sus hombres al comandante, herramientas en mano, para preguntarle por qué monumento empezar, a lo que el oficial le espetó: «busque la estatua que tenga la nariz más grande». Imbuido del más celoso sentido de la obediencia y profundamente convencido de estar haciendo lo correcto, el sargento y sus hombres derribaron enérgica e inmediatamente el monumento a… Ricardo Wagner, notorio antisemita, compositor-estandarte del nazismo, ídolo de Hitler y de muchos de sus seguidores y como se sabe… de aspecto no muy «ario» que digamos.

Marcelo Sneh

Beer Sheva, Israel

Fuente y reenvio: www.porisrael.org

 
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