Hebert Gatto
En un mundo donde los jefes de estado asesinan a sus enemigos y observan su ejecución por circuito cerrado, la muerte de unos niños y su padre en un lejano barrio de Toulouse no causa demasiada conmoción. Como no la causa lo que ahora mismo está ocurriendo, con niños y viejos, en Darfour, Afganistán, Irak, Congo, Somalía o Siria, por citar algunos sitios. Según información de este mismo periódico, el año 2011 es el que registró mayor cantidad de guerras en la historia, más de veinte en el lapso, una cifra que induce pavor. Aquí en el tranquilo Uruguay, dos ciudadanos comunes, enfermeros ellos, ya no recuerdan cuantos crímenes cometieron ni desde cuando, presumen dos centenas.
Se sabe que precisar si esto constituye un embrutecimiento del “homo sapiens”, supone una labor estéril. La eterna discusión sobre el progreso o el retroceso moral humano, la querella entre “los antiguos y los modernos” carece de solución; requiere un imposible canon moral ajeno al condicionamiento de los tiempos. Lo que no hay duda es que el arte del exterminio ha avanzado de modo exponencial en relación a actores con incambiados reflejos cavernícolas. Lo que no impone el cinismo; obliga a vencer la insensibilidad.
Sin embargo, el asesinato de esta familia en Francia tiene una particularidad que escapa a referencias temporales o a mutaciones culturales de largo aliento. Todos murieron por ser judíos, tal como les pudo ocurrir en Alejandría, antes del nacimiento de Cristo, o en Cesaria, Damasco, Tiro, Escalón, Telemaida o Gadara algo después. Para confirmarlo bastan los clásicos: Tácito, Suetonio, Plinio el Viejo, Horacio, Tíbulo, Ovidio, Quintiliano o Marcial. Recién Justiniano acusa a los judíos de haber “asesinado al Justo”. Ya deicidas los pudieron inmolar los visigodos, o cualquier europeo en la Edad Media, del mismo modo que cercana la modernidad los expulsaron de las ciudades europeas, o los vejaron, humillaron y encerraron en guetos de 1280 en adelante, para más tarde echarlos del continente. O ya hombres libres, pudieron morir en Auschwitz, en Treblinka o en Sobibor, siglos más tarde para depurar la germanidad.
El matador fue aquí un francés islamista, que se consideraba un muyahidín, un combatiente de Dios, primero eliminó tres soldados compatriotas que entendió renegados, luego, de camino y por descarte, a los niños y a su padre rabino, porque le resultó sencillo hacerlo.
Como los cruzados, que antes de recuperar el santo sepulcro y masacrar musulmanes sacrificaban judíos de camino, como al pasar, para templar el espíritu y mejor servir a Cristo. Decía ser soldado de la “yihad”, pero estos, cuando son de verdad pelean contra ejércitos y no contra niños. Este era un terrorista, de una guerra que lleva dos mil quinientos años, ochenta generaciones de seres humanos, sin alterar su rostro. Un combatiente del antisemitismo.
Lo rescatable fue que tanto los musulmanes de Francia, como los israelíes o los propios palestinos lo rechazaron. Se negaron a ser invocados. Fue la mejor señal, dejar claro que una cosa es el conflicto entre estados y otro el de quienes lo agitan para mejor servir la causa de la judeofobia. Ojala estos gestos se multiplicaran, sólo así, invocando razones y no dogmas o sentimientos religiosos, podrá edificarse un camino de reconciliación que sirva a pueblos y no a dioses.
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.