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| jueves noviembre 21, 2024

Uno, dos, tres Estados


Julián Schvindlerman

Libertaddigital.com

israel-palestina

Desde la primera mitad del siglo XX, la visión general de la resolución del conflicto palestino-israelí se ha basado en la premisa de dos Estados para dos pueblos. La Comisión Peel (1937) asumió la idea, que fue replanteada –en un formato diferente– en 1947 por las Naciones Unidas en la Resolución 181. El rechazo árabe enterró ambas propuestas, pero la idea de dos Estados para dos pueblos pervivió. A partir de la segunda mitad del mismo siglo se le añadió la del intercambio de tierras (Israel) por paz (los árabes), que cristalizó en la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (1967). Aunque las naciones árabes la repudiaron entonces, esta noción sirvió de base para los futuros acuerdos entre Israel y sus vecinos: Egipto (1979), la OLP (1993) y Jordania (1994).

Esta fórmula padece de imperfecciones insalvables: es desproporcional, injusta, incongruente y asimétrica, y en la dimensión palestina ha resultado ser impracticable.

Según ha argumentado el profesor de la Universidad de Tel-Aviv Asher Susser, la idea de tierras por paz nació en un contexto histórico específico, el de la Guerra de los Seis Días, y fue concebida para dar respuesta a la realidad de 1967, no a la de 1948. Si la raíz del conflicto palestino-israelí se encuentra en 1967, entonces la fórmula podría (sin certezas) funcionar. Pero si se encuentra en 1948, entonces no hay modo de que funcione.

La familia de las naciones tiende a ubicar el quid de la disputa en 1967, es decir, en la toma israelí de Jerusalem Este, los Altos del Golán, el Sinaí, Gaza y Cisjordania y la consiguiente propagación de asentamientos hebreos en estas zonas. Los propios palestinos y los árabes, sin embargo, tradicionalmente han visto su disputa con los israelíes bajo el prisma de 1948, es decir, de la existencia misma del Estado judío en una región eminentemente árabe e islámica. El rechazo árabe y palestino a reconocer Israel como Estado judío y la exigencia del retorno de los refugiados palestinos al propio Israel ancla firmemente su narrativa en la Guerra de la Independencia de 1948, no en los hechos de 1967.

Estas dos visiones históricas son irreconciliables, y las iniciativas diplomáticas que de ellas han nacido han tenido una plasmación deficiente y terminado en fracaso. Como en esos juegos didácticos infantiles, los diplomáticos han estado tratando de insertar un cubo en un triángulo.

Al cabo de 45 años de prueba y error, de incontables víctimas y grandes frustraciones, la noción encapsulada en la Resolución 242 sigue vivita y coleando. Su subsistencia descansa en lo cómoda que es políticamente hablando. El 48 trata de la existencia de Israel, y la responsable del rechazo es la parte árabe/palestina; 1967 trata de la expansión de Israel (a raíz de una guerra preventiva de defensa), y la responsabilidad cae en el propio Israel. La noción de que la paz o la falta de ella dependen exclusivamente de las decisiones del Estado judío es un axioma político contemporáneo muy difícil de echar abajo.

En cuanto a la propuesta de los dos Estados, su vigencia se basa en que las alternativas son peores, así de sencillo. Una de ellas sería el Estado binacional, pero la idea de ubicar en una misma entidad política a dos pueblos hostiles es demasiado fantástica como para considerarla seriamente. En la calle árabe y palestina esta noción despierta entusiasmo, pues no es más que un eufemismo para la destrucción demográfica de Israel. Es una solución a lo que hace poco escuché a un académico palestino denominar «el problema judío en Palestina». Para Susser, es «la cura proverbial que mata al paciente».

Actualmente nos topamos con un nuevo problema al querer aplicar la idea de los dos Estados. El pueblo palestino está partido en dos, con dos liderazgos distintos al frente de dos territorios diferentes. Podríamos entonces concebir una solución de tres Estados para dos pueblos: el Estado judío de Israel, un Estado palestino en Cisjordania bajo gobierno de la Autoridad Palestina y otro Estado palestino bajo gobierno de Hamás en Gaza. Ni israelíes ni palestinos se muestran encantados con esta idea. No cabe sino esperar a que se concrete la unidad palestina bajo una única administración. Las chances de que esto suceda no parecen inmediatas. Si se materializara, estas serían las opciones: 1) un liderazgo central dispuesto a negociar con Israel, que es aproximadamente como estaban las cosas entre 1993 y 2000, 2) un liderazgo bicéfalo con una cabeza dialoguista y otra intransigente y 3) un liderazgo único enemigo de la paz.

También se puede reconocer que hay un motivo por el cual no se ha hallado una solución práctica a este conflicto en los últimos casi cien años. Voilà: que no tiene solución. Ésta será seguramente la más desoladora de las conclusiones, pero es también la más realista.

 
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