Julián Schvindlerman
Comunidades – 19/6/13
«Hemos tenido paciencia y seguimos teniendo paciencia», aseguró el premier turco Recep Tayyip Erdogan ante el clamor de miles de turcos sublevados en alrededor de sesenta y cinco de las ochenta y una provincias del país, «pero nuestra paciencia tiene límites». Erdogan, desafortunadamente, vive en el mundo del revés. Él es quien ejerce la paciencia, él quien da muestras de tolerancia, él es el magnánimo, como si no fueran los turcos en toda su diversidad -laicos, demócratas, kemalistas, estudiantes, feministas, ecologistas, etc- quienes han perdido la paciencia con él.
Desde las apariencias, la génesis de las protestas que han sacudido a Turquía es básica: la construcción de un shopping y una mezquita en una zona céntrica de Estambul y la asociada tala de árboles. Desde lo más profundo, la raíz del enojo popular es el cansancio de los sectores seculares con el déficit democrático en la nación turca, con el sesgo autoritario del primer ministro y con el creciente islamismo en la vida nacional. Desde que arribó al poder una década atrás, el partido Justicia y Desarrollo ha ganado tres sufragios populares seguidos y cada vez con mayores números de votantes. La economía nacional creció al 5% anual y Ankara se posicionó como un líder regional de peso. Pero la tradición kemalista -laica y moderada- y el rol modélico de la nación -como una exitosa democracia islámica- sufrió un proceso de erosión gradual e incesante: el estado acosó a los medios de comunicación, intelectuales y periodistas disidentes fueron arrestados, se impusieron restricciones sobre el consumo de alcohol, el velo reapareció en escena, se actuó en contra de las muestras públicas de afecto, se avanzó sobre la justicia, los militares (tradicionales protectores de la democracia turca) fueron degradados y ambiguas leyes antiterroristas fueron adoptadas. Y todo ello llevado a cabo con la arrogancia de un gobernante que se considera supremo. No por casualidad han aparecido caricaturas de Erdogan vestido como un viejo sultán.
Es esa misma arrogancia la que le ha impedido al premier ver la perspectiva de los opositores y acusarlos de ser terroristas, vándalos y sirvientes de fuerzas extranjeras. «Llevaremos este proyecto hasta el final… No permitiremos que una minoría dicte su ley a la mayoría» declaró, dejando atónitos a quienes ven con inquietud que el centro Ataturk sea reemplazado por un centro comercial ediliciamente idéntico a un antiguo cuartel otomano y básicamente sugiriendo que una vez que él ganó varias elecciones tiene carta blanca para hacer lo que le plazca. «Esa cosa que llaman redes sociales no es más que una fuente de problemas para la sociedad actual» afirmó el mismo día que su gobierno detuvo a cerca de treinta tuiteros por «incitar a la sublevación» y pasando por alto la ironía que cerca de tres millones de ciudadanos siguen los tuiteos del mismísimo Erodgan. El gobierno bautizó a un futuro puente sobre el Bósforo con el nombre Selim el Valiente, en honor al sultán otomano del siglo XVI que conquistó Constantinopla, se proclamó califa del islam y expandió el imperio, indignando así a la comunidad aleví (chiíta) cuyos antepasados fueron masacrados por Selim. La negativa oficial a reconocer el genocidio de los armenios y su hostildiad hacia los kurdos agergan al malestar general de las minorías.
El populismo autoritario de Erdogan y su postura confrontativa hacia sus gobernados son también reflejo de la instransigencia personalista que es el sello de su política exterior. Bajo su mando Turquía se ha alejado de Occidente y ha clavado a su nación en el corazón de muchas de las disputas que aquejan a la región. Hace tiempo que los israelíes notaron algunos trazos de su personalidad prepotente y odiosa. Ahora ha sido el turno de los propios turcos de ver, en la caracterización del filósofo francés Bernard Henri-Levy, al «rey Erdogan, que finalmente estaba desnudo, y el mito de su islamismo de cara amable que se disuelve como un espejismo».
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