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| jueves noviembre 21, 2024

El ‘neocon’ arrepentido


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En su tiempo, George Bush padre envió sin titubeos tropas a Panamá para expulsar a Noriega. Ello permitió a los panameños liberarse de un narco-dictador, votar, elegir democráticamente y crecer en lo económico. Ese día, el entonces presidente mando una tarjeta de Mickey Mouse al Congreso escrita de puño y letra en la que los congresistas pudieron leer: “En ocho horas habremos liberado Panamá. Cordialmente, el presidente”.

Hoy, el presidente Obama, quien tanto ha denostado a los republicanos por sus políticas y acciones, pareciera ser el nuevo neocon y está actuando como sus antecesores republicanos, pero hay diferencias. Personalmente no puedo decir que Obama me decepciono, menos aún que me haya sorprendido, sus acciones de gobierno son demasiado predecibles y su incapacidad evidente desde las primarias en las que se impuso a Hillary Clinton.

Lo concreto es que Obama da la razón a Bush hijo cuando aquel afirmo: “Durante décadas las naciones libres han tolerado la opresión en nombre de la estabilidad en Oriente Medio”. Cuando en la práctica, tal perspectiva, todo lo que trajo fue poca estabilidad y mucha opresión. Esta idea hizo que George W. Bush cambiara sus políticas en aquella región. Si esas políticas fueron exitosas y oportunas o no, es motivo de otra discusión. Aunque algunos que se hacen llamar realistas cuestionan si la expansión de la democracia en Oriente Medio debería ocuparnos o no. Pero a mi juicio, los realistas pierden contacto con una realidad fundamental, y es que el mundo siempre ha sido más inseguro con la libertad en retirada que cuando ella avanza.

Aunque la conducta de Obama es responsabilizar a otros de lo que le incumbe, quizá sea mejor que la autorización para una intervención en Siria proceda del Congreso estadounidense, pues el presidente cayó preso de sus propias ‘líneas rojas’, colocándose a sí mismo entre la espada de sus palabras y la pared de sus aliados, los que no dejan de sorprenderse ante su debilidad e ineptitud.

Lo cierto es que el presidente norteamericano que hace dos años se negó a apoyar a la casi exclusivamente secular oposición siria de entonces, hoy es el mismo que insiste en una acción punitiva que fortalecerá intereses tanto igual de peligrosos como los que no tuvo la valentía de limitar al régimen sirio, y se ha visto obligado a girar ciento ochenta grados para defender su credibilidad frente a enemigos como Bashar Al-Assad. Obama se ha metido en una trampa fabricada por él mismo, y no tiene otra posibilidad que huir hacia adelante.

En agosto de 2012, tras proclamar que Assad debía irse, el presidente dijo que su “línea roja” en Siria era el uso de armas químicas. Con ello trataba de complacer ‘’gratis’’ a su izquierda radicalmente abolicionista en todo lo referente a armas de destrucción masiva. Y digo gratis, porque esperaba no tener que pagar ningún precio por sus declaraciones en su brutal ignorancia hacia Oriente Medio, y pensó que Assad no se atrevería. Pero el dictador sirio le mostró quién es el régimen del partido Baas y quién la dinastía Assad en la región, usó armamento táctico igual que los rebeldes islamistas. Sin duda hay que descontar las mentiras de los rebeldes, pero en marzo ya resultó suficientemente claro que había gaseado a un centenar de civiles en Alepo. Aunque Washington miró hacia otro lado.

Pero Al-Assad subió la apuesta, y lo del 21 de agosto en Damasco, montaje o no, parece que se acerca a las 1500 víctimas, entre ellas más de 400 niños. Y allí fue cuando Obama palideció. Y aunque tarde, tal vez comprenda que su pensamiento de que todos los antioccidentalismos tercermundistas son progresistas y están justificados por la prepotencia explotadora e imperialista de su país, lo ha hecho cometer un grandísimo error al darle cariño a los islamitas en contra de sus aliados tradicionales.

El uso de armas químicas en Siria se ha convertido en un espectáculo internacional, pero también en el peor problema para la verborragia del señor Obama. Por mucha moralina que predique y vestiduras que se rasgue, su reacción no es más que un intento muy básico por salvar la ropa. Pero él no ha medido bien sus fuerzas. En Egipto, traicionó al aliado natural de Occidente cuando abandono a Hosni Mubarak a manos de los islamitas de la Hermandad Musulmana y en Libia se vio arrastrado por Francia, el Reino Unido y por sus colaboradores cercanos. Se saltó al Congreso en algo que no era una operación punitiva, sino una guerra contra Khadafi, pero consiguió una ambigua luz verde de la ONU. Ahora, Putin no lo consiente y el rechazo del parlamento británico lo ha conmocionado y por si fuera poco, la opinión pública estadounidense no ve un interés nacional en el asunto, mientras que diputados y senadores claman por ser tenidos en cuenta, sin ofrecerle garantías de cheque en blanco a su favor.

Lo que hace temblar las rodillas de Obama no son sus escrúpulos legales, que ha demostrado ampliamente no tenerlos en un sinnúmero de asuntos, sino la posibilidad de que todo le salga mal. No hay como un éxito militar aplastante para enardecer a un país, pero un fracaso le resultará políticamente letal.

Ser coherente con lo que se piensa es tener el coraje de mantener las propias convicciones, Obama parece estar lejos de eso. El presidente es una mezcla -nada extraña en la política actual- de ideólogo intransigente y arribista acomodaticio. Quiere repartir los riesgos y tras una semana de congoja y continuas consultas con su equipo, ha decidido buscar la anuencia de sus cámaras parlamentarias. De allí que por el momento, la guerra que importa tiene lugar en Washington y no parece que haya apuro. Todo está en manos del Congreso, y Obama, como no podía ser de otra manera, no ha pedido una sesión de urgencia.

La estabilidad y prosperidad del mundo deben mucho a las guerras que, desde el desembarco de Normandía, se ganaron por el sacrificio de soldados estadounidenses en diversas partes del globo. Hoy, hay que preguntarse: si desaparece esta Pax Americana, ¿qué la reemplazará? Lo cierto es que un mandatario irresoluto ha transferido su propia responsabilidad de hacer lo correcto -que tal vez acabe siendo más que el envío de algunos Tomahawks bien guiados- al Congreso estadounidense. Y no lo ha hecho por ser un observador de las instituciones ni un gran demócrata, lo hizo porque es un débil que no está a la altura de los acontecimientos de la política mundial, y su accionar lo ratifica como el inconsciente populista que tienen los norteamericanos por presidente.

 
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