El 17 de octubre de 1983, Raymond Aron se desplomaba víctima de un infarto en las escaleras de La Conciergerie, el Palacio de Justicia de París. Salía de testificar a favor del historiador Bertrand de Jouvenel, acusado de colaboracionista por el israelí Zeev Sternhell en su último libro, denuncia escrita del fascismo europeo. Las crónicas judiciales cuentan que el testimonio de Aron sobre la vida y obra de Jouvenel, su crítica demoledora al libro en cuestión, «Ni droite ni gauche», fueron fundamentales para que éste fuese condenado por el tribunal por difamación.
Aron, judío francés, voz temprana ante el hitlerismo, figura destacada de la resistencia en Londres, se encaraba en su último día de vida con un panfleto de denuncia del antisemitismo, de un escritor judío militante, y aportando criterios intelectuales a un desagradable proceso judicial por difamación. Su muerte, en medio de una polémica, en este contexto de paradojas y aparentes contradicciones, constituye fiel reflejo de su trayectoria intelectual, de su particular manera de ser liberal en el siglo XX.
Su madurez intelectual había comenzado en los años treinta, situándole frente al neokantismo, el cartesianismo y el positivismo que dominaban la filosofía francesa en la primera mitad de siglo XX. En los felices años de preguerra, frente al optimismo de la Razón y del progreso, Aron había reivindicado la condición histórica del hombre, llena de paradojas y de contradicciones, de pasiones y de decisiones aventuradas, en precario y de consecuencias imprevisibles, que convierten la existencia humana en algo problemático. Para Aron, a esta pesimista condición humana no escapan ni el hombre de Estado, el militar o el revolucionario que hacen la historia, ni el periodista, el analista o el historiador que la cuentan y la describen.
Ėl mismo lo resumió en dos conocidas máximas: «el hombre hace la historia, pero no sabe que historia hace», advertencia a las filosofías del progreso. Y en la Alemania de postguerra, que se levantaba aún de entre sus ruinas, resumía así la aventura de la humanidad: «la historia humana, esa mezcla de heroísmo y estupidez».
Esta concepción pesimista del hombre es la primera característica del pensamiento de Aron que el lector que se aproxime a él encontrará en todas sus obras, da igual que se trate de «La tragedia argelina» (1957), «La lucha de clases» (1964) o su «Pensar la guerra» (1976). Así, en el siglo de los excesos ideológicos, de las pasiones políticas en nombre de bienes y valores absolutos -a derecha e izquierda- el liberalismo de Aron destaca por esta particularidad: el hombre y la política se mueven siempre en precario, y olvidarlo es el primer paso hacia el dogmatismo intelectual y la tentación totalitaria.
Esto significa que medio a tientas se mueve el político al decidir subir los impuestos, el general a la hora de ordenar un ataque. ¿Qué le queda entonces al espectador, al analista, al filósofo que lo juzgan buscando regularidades, leyes o valores? Pues únicamente discernir las circunstancias de la decisión, bucear en los motivos y objetivos de los dirigentes; rebuscar entre instrumentos y medios de la política exterior o de partidos; o descubrir las fuerzas sociales y económicas y las posibilidades institucionales en que se produce. No hay causas únicas, no hay claves históricas, no hay secreto social o histórico que descubrir y que clarifique la marcha de la historia, dentro y fuera de la nación. Cada decisión, aventurada, es única.
Punto de partida ciertamente frustrante para el conocimiento social o histórico, para el analista o espectador, se dirá. Relativismo «desesperado», como le advertiría Paul Faulconet en el temprano 1938. Y no sin razón: sin clave histórica que explique el comportamiento humano, estamos abocados a la búsqueda sin fin. Pero el secreto de la potencia creadora de Aron es precisamente éste: reconocer el carácter inabarcable del análisis, alejado de cualquier tipo de determinismo y siempre sujeto a renovación y revisión. Esta es la clave para entender conocidas obras como la demoledora «El opio de los intelectuales» (1955) o la monumental «Paz y guerra entre las naciones» (1962), quizá la principal obra sobre relaciones internacionales de todo el siglo XX.
En fin: para Aron, ni la libertad, ni la clase social, ni la cultura o civilización son conceptos que expliquen o guíen la acción humana. Ésta es bastante más prosaica y compleja. De imposible significación, empuja al analista a analizarla rigurosamente, a diseccionarla, en vez de a juzgarla o valorarla. Lo que desemboca inevitablemente en su famosa frialdad del análisis. Que es la segunda gran característica de la filosofía y la sociología aronianas: el desapego a veces frustrante de la realidad en sus obras. Frente a la efervescencia denuncia dialéctica de Sartre, o la prosa cálida de Bergson, Aron destacaba dentro del panorama intelectual francés por su minucioso desapego pasional. Frente a las grandes certezas y denuncias políticas y morales, Aron reprsenta la duda permanente, y con ella la profundización sucesiva en el análisis.
Ello no le impidió participar en todas las querellas del siglo XX: sobre el estalinismo, sobre la OTAN, sobre Argelia, sobre la educación, sobre la polítuca exterior francesa o sobre mayo de 1968. Pero su peculiar liberalismo, alérgico a banderías, partidos y manifiestos, lo situó en una peculiar posición en tierra de nadie. Sus análisis fríos y racionales causaban irritación entre sus excamaradas de la izquierda, entre los gaullistas, entre los mandarines universitarios y entre los funcionarios de la Diplomatie. En fin, un autor que no prometía ni respuestas ni soluciones al devenir histórico y social, cuyas obras constituían una aproximación desapasionada a la política, y alérgico a todo compromiso partidista y partidario, estaba en su época condenado a la soledad. De ahí que si algo caracterizó a su carrera intelectual, universitaria o política es precisamente esta soledad. Soledad contra la Resistencia y las purgas de la Liberación; contra el filocomunismo francés surgido de la Segunda Guerra Mundial; soledad contra la intelligentzia francesa de los años cincuenta; soledad después ante lo que denominaría tragicomedia de mayo de 1968; soledad también ante los años del gaullismo imperante, cuando la admiración del General nunca escondió su desconfianza; y por supuesto soledad en su defensa del atlantismo, del vínculo de las sociedades occidentales bajo la única protección posible nortemericana.
Esta soledad, sin embargo, a duras penas podía esconder el hecho de que sus artículos y libros se leyesen con avidez, por sus lectores más silenciosos e incluso por sus enemigos más feroces y vociferantes. Pocos meses antes de su muerte, Aron publicaba sus «Memorias», lo que supuso todo un acontecimiento cultural en Francia, un terremoto intelectual que recordaba al causado en 1968 con su «Révolution introuvable». Habían sido escritasen lo que él mismo llamaría «prórroga», después de que una embolia cerebral lo situase al borde de la muerte en 1977, año turbulento en el que además abandona Le Figaro. En esa prórroga de la vida, aprovechada intelectualmente al máximo y ante la cercanía de la muerte, Aron mostraría su cara más cercana y cálida, saliéndose de los límites racionales, rigurosos y desapasionados que él mismo se había impuesto durante cincuenta años de pensamiento. Los lectores de las «Memorias» o de la entrevista recogida en»El espectador comprometido» (1981) encontrarán matices de un Aron menos cómodo con la soledad que le había acompañado toda su vida y que él había aceptado medio resignado medio conplacido.
El infarto que acabó con él hace treinta años le cogió con menor soledad que nunca.A la derecha, francesa y europea lo dejó huérfano del quizá más importante pensador liberal del siglo XX.
http://gees.org/articulos/raymond_aron_un_liberal_solitario_9853
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