Ante el previsible colapso de las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos, Jonathan Pollard ha salido a colación como gran baza estadounidense para revivir el proceso. La liberación de Pollard ha sido siempre una cuestión incómoda en las relaciones entre Israel y EEUU, como ese asunto pendiente y espinoso del pasado que guardas con un amigo. Y que, tarde o temprano, pasa factura.
Pero ¿quién es ese barbudo desaliñado, ataviado con el uniforme de presidiario de las penitenciarías americanas que hemos visto en las películas?
La historia de Jonathan Pollard, sentenciado a cadena perpetua en 1987 por entregar información militar secreta a un Gobierno extranjero aliado, está ciertamente salpicada de polémica y aderezada por los tejemanejes diplomáticos, que, aunque no lo parezca, nunca están carentes de sentido y finalidad. En este sentido, Pollard ha sido una carta que las sucesivas Administraciones norteamericanas se han guardado en la manga.
Si leemos todo lo que circula sobre Pollard, no sabemos si era un don nadie con aires de grandeza, un sionista convencido hasta las últimas consecuencias o, simplemente, un funcionario gris que quería sacar tajada. En la película francesa Les Patriotes, Pollard es retratado como un judío sionista iluminado, demasiado ingenuo, finalmente repudiado en su momento por aquellos por los cuales traicionó a su país. Es ésta una idea bastante extendida.
Nacido en Texas, creció con un “compromiso racial para con Israel”, según declaró él mismo. En su primer viaje al Estado judío, en 1970, en el marco de un programa del prestigioso Instituto Weizman, acabó hospitalizado tras una pelea con otro estudiante. Un miembro del Weizman diría de él que era problemático e inestable. Luego, durante su tiempo en Stanford, se tejió la leyenda, que resultó ser falsa, de que iba por las aulas presumiendo de trabajar para el Mosad.
Licenciado en Ciencias Políticas, inestable, fanfarrón o ambas cosas a la vez, consigue entrar en la Oficina Naval de Inteligencia de los Estados Unidos. Una vez allí, un coronel de la ONI, el también judío Sumner Shapiro, lo relegó a un puesto no sensible y mandó que le hicieran una evaluación psiquiátrica. El psiquiatra concluyó que no tenía ninguna enfermedad mental. Después de estos inicios moviditos, Pollard se convirtió en analista del Comando de Inteligencia Naval, desde donde tenía acceso a secretos militares.
Hasta aquí, los más apasionados de las teorías conspiratorias pueden concluir que la biografía de Pollard era una historia preparada.
Según el FBI, fue un veterano de la aviación israelí que cursaba un doctorado en la Universidad de Nueva York, Aviem Sella, el que recibió la orden de reclutar a Pollard. En junio de 1984 Pollard empezó a entregar informes clasificados a Sella a cambio de un primer pago de 10.000 dólares, un sueldo fijo de otros 1.500 y un anillo de diamantes para su esposa. Según el Instituto Naval de Prensa, el texano intentó hacer caja vendiendo secretos a Pakistán y a China. El mito del sionista que traiciona a su país por la seguridad de Israel no encaja con estas actuaciones; por el contrario, parecía vender los secretos militares norteamericanos al mejor postor.
Pollard extrajo documentos muy específicos. En una evaluación de daños hecha por la CIA en 1987 pero desclasificada el 14 de diciembre de 2012, los contactos israelíes de Pollard le pedían información sobre países árabes, Pakistán y la Unión Soviética, y en especial sobre sus sistemas armamentísticos, no información sobre las actividades militares estadounidenses.
Todo parece indicar que Israel no reclutó al tipo más adecuado. Pollard no era muy cuidadoso en la extracción de material clasificado. Así, en 1985 un compañero de trabajo denunció que no dejaba de sacar de la oficina documentos sensibles. Las cámaras de seguridad lo corroboraron. Tras un sorprendente lío burocrático, y después de haber sido interrogado y pasado por el polígrafo, donde confesó haber sacado documentación de forma ilegal, no fue detenido. Fue la llamada de un vecino el la que se le advertía de que había en el vecindario personal militar preguntando por él, lo que hizo que acudiera con su esposa a la embajada israelí en Washington para pedir asilo. Los israelíes se lavaron las manos y a la salida Pollard fue detenido por el FBI. Fue el 21 de noviembre del propio 1985, apenas un año después de haber comenzado su actividad encubierta. Su esposa, Anne, sería arrestada al día siguiente. Sella, Yosi Yagur e Irit Erb, los enlaces israelíes encargados de la operación, salieron del país antes de que los federales dieran con ellos.
El espía de Israel había sido descubierto. El escándalo diplomático prometía ser monumental.
Durante el proceso judicial, las embajadas, los pasillos del poder y las rotativas echaron fuego. Pollard se declaró culpable de conspiración, pero el fiscal no tuvo piedad: “Es un hombre sin honor y muy peligroso”. El juez Aubrey Robinson Jr. lo condenó a cadena perpetua. Hasta el día de hoy, Pollard es la única persona condenada a cadena perpetua por espiar para un país aliado. La pena de prisión por este delito no supera los 10 años.
Anne, su mujer, fue condenada a cinco años y cumplió tres y medio. En 2010, sin ingresos y sin un centavo, emigra a Israel. El Gobierno le paga actualmente una pensión.
En 1995, antes de que Isaac Rabin pidiera públicamente su liberación, Israel concede a Pollard la ciudadanía. Bill Clinton afirmó en su día que lo habría indultado si no se hubieran opuesto George Tenet y Madelaine Albright. La Administración Bush corrió un tupido velo y dejó el asunto en la gaveta de cosas pendientes para el siguiente inquilino de la Casa Blancal. En 2011 Henry Kissinger dijo públicamente a Obama que había llegado la hora de conmutar la cadena perpetua de Pollard; también lo hicieron Lawrence Korb, alto cargo de Defensa en la era Reagan y el ex, vicepresidente Dan Quayle.
Todos los países cometen pecados contra sus aliados. Si a los actuales mandamases de la inteligencia estadounidense les hablásemos de espiar a Gobiernos amigos, es presumible que se pondrían a silbar y mirar para otro lado al oír las siglas NSA. Abrir el cajón de los secretos de los aliados es una práctica tradicional en el espionaje, y cuando el escándalo sale a la luz lo lógico es guardarse la jugarreta para reprocharla en un futuro. En el caso que nos ocupa, Pollard se ha convertido en moneda de cambio.
De Pollard sabemos, al fin y al cabo, mucho y poco. ¿Fue un desequilibrado? ¿Estuvo inmerso en una tragedia personal? ¿Fue un simple funcionario con aires de grandeza? ¿Un sionista convencido? ¿Un pobre diablo? Para Gordon Thomas, Pollard ha sido uno de los grandes fiascos del espionaje israelí. Para EEUU es una baza con la que presionar a Israel, llegado el caso. Y para Israel parece que se ha convertido en un mártir al que salvar -un retrato que no casa con la versión que lo pinta como un tipo inestable y con intención de engrosar su fortuna vendiendo documentos clasificados.
Según informó David Horovitz, EEUU pretendía indultar a Jonathan Pollard a cambio de que Israel liberara a 400 prisioneros palestinos, como demanda Abás. Al final, Washington ha negado la mayor y el indulto a Pollard ha vuelto a quedar en suspenso.
El caso Pollard vuelve a poner sobre el tapete una de las debilidades de Israel, que tiene por máxima traer a todos sus chicos a casa, vivos o muertos. El intercambio de Guilad Shalit por 1.027 prisioneros, 200 de ellos con delitos de sangre, fuera de toda lógica, fue una dramática prueba de ello. Sólamente con los palestinos, Israel ha intercambiado a 7.000 palestinos por 19 israelíes, ocho de ellos envueltos en sudarios. Dada esta jugosa debilidad, EEUU seguirá guardándose la carta Pollard para instar a Israel a llegar a un acuerdo de paz con los palestinos.
El dia que sepamos que USA aparenta ser amigo, o esta del lado de Israel solo cuando le ha convenido y al mismo tiempo, entendamos e internalicemos que nuestro unico y verdadero amigo es el «Eterno», podremos prescindir de la «ayuda condicionada» de USA