El viaje del papa Francisco a Oriente Medio está plagado de simbolismo político y religioso, y los hitos de su itinerario están haciendo que se eleve la temperatura a ambos lados de la brecha existente en la región. En Israel, algunos están disgustados por la forma en la que el Vaticano trata sus etapas en la Margen Occidental como si se tratara de una visita a un Estado palestino soberano, el cual no existe en realidad. Otros se muestran ofendidos por la decisión del Gobierno israelí de permitir que Francisco celebre una misa en el Monte Sión de Jerusalén, un lugar donde los judíos creen que se halla la tumba del rey David y que para los cristianos es el escenario de la Última Cena.
Entretanto, los palestinos están en pie de guerra por el hecho de que el Papa visite el Monte Herzl, el cementerio nacional israelí en las afueras de la capital, y porque deposite una corona sobre la tumba de Theodor Herzl, fundador del sionismo moderno. Y ahí está el quid, no sólo del caso de un Papa atrapado en medio de un bronco enfrentamiento en el que cualquier inocente gesto de buena voluntad puede convertirse en fuente de tensión, sino de la cuestión que se halla en el mismo centro de un conflicto secular.
El contexto de la visita papal es el deseo de Francisco, un hombre que ya es conocido por su personalidad afectuosa y por su deseo de acercarse a todo el mundo, de izar la bandera del ecumenismo en medio de un ambiente que continua empeorando para los cristianos de Oriente Medio. El auge del islamismo ha hecho que la situación de todas las minorías no musulmanas de la región se vuelva muy difícil, y nadie está en una situación más precaria que los cristianos palestinos, que han abandonado en gran número los territorios administrados desde que los Acuerdos de Oslo confirieran el control efectivo de dichas zonas a la Autoridad Palestina. En cambio, una falaz campaña de incitación ha tratado de convencer al mundo de que Israel, la única nación de la región en la que impera la libertad religiosa, es el problema para los cristianos.
Sin embargo, las tensiones entre los árabes palestinos y los judíos han degenerado en tensión religiosa en algunas ocasiones. Radicales judíos de extrema derecha parecen haber sido responsables de actos vandálicos en algunas iglesias, un suceso deplorable que ha despertado la indignación internacional, la cual brilla por su ausencia cuando instituciones judías, frecuentemente, reciben ese mismo tratamiento por parte de los árabes.
La disputa sobre el Monte Sión es típica de las que se producen en lugares sagrados. El santuario allí situado lleva décadas bajo control judío. De hecho, antes de la unificación de Jerusalén y de la liberación del Muro Occidental, para muchos era el lugar más sagrado del Israel anterior a 1967. Si bien las protestas israelíes por la celebración de la misa parecen intolerantes, éstas se deben al temor por que el lugar se entregue a la Iglesia, lo que comprometería la soberanía judía sobre la capital, además de afectar posiblemente al culto judío en el lugar. El Gobierno israelí se opone claramente a semejante transferencia y, si permite un mayor acceso de los cristianos al lugar para que celebren allí el culto, es de esperar que ambas partes vivan y dejen vivir.
Los israelíes habrían preferido que el Vaticano no se precipitara y reconociera a Palestina sin que se exigiera previamente a los árabes que firmaran la paz. Semejante reconocimiento reduce la presión sobre los palestinos para que negocien de buena fe, pero hay poco rencor por el deseo del Papa de visitar lo que, a todos los efectos, es un país diferente en la Margen Occidental. Sin embargo, la disputa respecto a Herzl representa algo más grave que una simple protesta de represalia más.
Al manifestar su indignación por una corona para Herzl, los palestinos demuestran una vez más que su verdadero problema con Israel no son los asentamientos en la Margen Occidental o dónde debería situarse la frontera tras un acuerdo de paz. Es, en cambio, cuestión de la legitimidad de un Estado judío, independientemente de dónde acaben trazándose sus límites. Herzl, muerto en 1904, no tiene ninguna relación con las cuestiones por las que sueltan bilis los palestinos y sus jaleadores extranjeros. Pero sí que es, y no poco, responsable del nacimiento del movimiento que originó el renacimiento de la soberanía judía sobre la patria ancestral de su pueblo. Si los palestinos tienen un problema con Herzl es porque aún no son capaces de cambiar una cultura política que considera que el rechazo del sionismo es consustancial a su identidad como pueblo.
Los judíos, con razón, consideran la presencia del Papa en el Monte Herzl como un muy necesario acto de justicia histórica. En el transcurso de su campaña en busca de reconocimiento internacional al derecho del pueblo judío a regresar a su patria y crear su propio Estado, hace 110 años Herzl visitó a uno de los predecesores de Francisco, Pío X. El Pontífice rechazó desdeñosamente la solicitud de Herzl, una respuesta que iba muy en consonancia con la doctrina católica de la época, que consideraba que el exilio perpetuo era un castigo adecuado para el pueblo judío por negarse a aceptar el cristianismo. Afortunadamente, los papas Juan XXIII y Juan Pablo II cambiaron la actitud de la Iglesia respecto al judaísmo y el sionismo. Aunque muchos judíos no estén de acuerdo con algunas de las políticas vaticanas relativas a los palestinos, no hay duda de que ambas religiones están ahora más próximas de lo que nunca han estado. Al presentar sus respetos a Herzl, Francisco refuerza ese vínculo.
Hasta que los palestinos no cesen en su guerra contra el sionismo y encuentren la forma de reconocer a Israel como Estado nacional del pueblo judío, puede que la visita papal no cambie mucho las relaciones interreligiosas sino que, más bien, esa etapa de su itinerario demuestre lo improbable que sigue siendo la paz.
Francisco: ¡Te apoyamos en tu bregar por la unidad judeo-cristiana!
¡No cejes en tu empeño, pues le dará al cristianismo una profundidad de varios milenios!
Saludos, JEV