Juro que pensaba escribir de otra cosa. Quería empezar el año sin sentirme profeta iracundo. No soy el único que ha visto afectada su ordenada vida estos días. Toda Francia está revolucionada y sus calles tomadas entre la indignación y el pánico, mientras el continente entero no logra abrir los ojos, intuyendo la pesadilla en la que está inmerso. Los medios de comunicación abren con el atentado en París y cierran pendientes de sus ecos, porque se respira algo que quizás no habíamos sentido hasta ahora: que esto no se acabó. Porque estaba anunciado, tanto para el caso particular del semanario Charlie Hebdo (bajo constante amenaza desde la publicación hace más de dos años de las caricaturas de Mahoma), como para la propia Francia, que aún no había sufrido un impacto del alcance del 11-M español o el 7-J británico en su capital.
Y sin embargo sucedió, y probablemente vuelva a suceder, porque la muerte de inocentes es un incentivo para los “vivos murientes” que nos atacan como en una mala película de serie B. Y porque seguimos pensando que el mundo no gira, sino que el universo entero lo hace alrededor de lo que consideramos nuestro, como el derecho a vivir, a hacerlo en paz, a trabajar dignamente y a disfrutar de la libertad. Mas en realidad no son nuestros esos logros sino herencias que nos han sido legadas sin mayores penurias de nuestra parte, como si fueran inherentes a nuestro propio ser y no el fruto de nuestros esfuerzos y sacrificios. Así nos va.
El pasaje bíblico que este fin de semana se lee en las sinagogas de todo el mundo va de lo mismo. Cuenta cómo los hijos de Jacob se fueron a Egipto en busca de un mejor porvenir y acabaron siendo esclavos de Faraón, y cómo la lucha por la libertad fue la que les dio por primera vez una noción de pueblo, de gentes que comparten un destino común. Y pronto volveremos a releer y a preguntarnos por qué Moisés los demoró 40 años por el desierto, hasta que nació en ellos una nueva mentalidad, hambrienta más de libertades que de la seguridad de una ración de pan que añoraban. No es posible corregir un error sin sacrificios propios, mediante chivos inocentes que expíen por uno los propios pecados, sin que duela.
No encontraremos la salida al terror que nos azota si seguimos instalados en democracias anestesiadas, con leyes que nos atan las manos y las mentes que necesitamos para protegernos de la barbarie, con actitudes éticas platónicas, con culpas falsas en las conciencias: todo con tal de no alterar demasiado nuestros planes. No lo haremos si no sabemos utilizar nuestros propios miedos para huir hacia adelante. Cualquier otra respuesta será un premio y un acicate para la locura, más allá de la ideología detrás de la que se esconda. Basta ya de condolernos. Cambiemos y algo cambiará. Persistamos en el error y obtendremos una t delante.
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