Todos dicen: «No cederemos». Y, sin embargo, ya cedimos cuando, atemorizados y bajo la bandera de los sentimientos ecuménicos, dejamos solo a Charlie Hebdo al publicar las caricaturas que satirizaban el islam.
En la revista no compartían esas caricaturas y detestaban su mal gusto. Pero libertarios e inconformistas, irreverentes y alejadísimos del ideologismo militarista de la sátira local, las publicaban igual. No nos dimos cuenta, al dejar solos a los periodistas y dibujantes de Charlie Hebdo, que los exponíamos a la venganza islamista. No advertimos el asesinato ritual del cineasta holandés Theo van Gogh. No advertimos que el caricaturista Kurt Westergaard se vio obligado a refugiarse en una habitación blindada mientras dos energúmenos intentaban amasijarlo a hachazos. No advertimos que no sólo Salman Rushdie se vio forzado a huir para escapar de una fatwa planetaria, sino también que su traductor japonés, Hitoshi Igarishe, había sido degollado y que su traductor italiano, Ettore Capriolo, terminó en un charco de sangre, vivo de milagro.
Nos dimos cuenta ahora de que con la masacre de Charlie Hebdo hemos tenido finalmente nuestro 11 de Septiembre europeo. La comparación consiste en el elevado valor simbólico de ambas carnicerías. En 2001, se atacó un símbolo de la riqueza y el poderío de Estados Unidos, del Imperio, de un Occidente opulento e «infiel». Anteayer, se atacó un símbolo de la libertad, de la opinión heterodoxa, del disenso sarcástico.
En la guerra cultural que el fundamentalismo jihadista ha descerrajado contra nuestro «estilo de vida», la libertad crítica, la ironía, la irreverencia, el rechazo del adoctrinamiento autoritario y la pluralidad de valores son el mal a erradicar, el pecado a extirpar, la depravación a destruir.
Como le gustaba decir al recordado Lucio Colletti, la «crítica de sí mismo» es esencial a las democracias europeas y occidentales: una reevaluación permanente de las opiniones dominantes, el autoexamen minucioso y casi obsesivo en su intransigente decisión de no dejar nada sin discutir, ningún dogma, ningún mandato.
La sátira, banalizada por la comunicación política habitual, se convierte, en cambio, en un arma letal contra los fundamentalistas, los fanáticos y los sacerdotes de los regímenes opresivos y asfixiantes. La sátira junta cultura y sonrisa, ironía y crítica. Sus caricaturas no sólo contienen fríos argumentos, sino que imponen una estética, y también el arte, las imágenes, los colores, cualquier descripción mental son tentaciones del demonio que a los custodios de una doctrina implacablemente totalitaria les resulta literalmente intolerable.
Por estas horas circula mucho en las redes sociales el eslogan «Je suis Charlie». Ojalá fuese cierto. Ojalá nos diéramos cuenta de la soledad a la que hemos confinado a los dibujantes y periodistas del semanario satírico que anteayer se propusieron aniquilar los islamistas.
Sería mejor que quienes en el 2006 criticaron a la publicación diciendo que fomentaba «objetivamente» una guerra de religiones, se abstuviesen hoy de identificarse virtuosamente con las víctimas de la masacre. Sería hora de entender en qué consiste el valor de la libertad, de la libertad cultural, de la libertad de opinión, de la libertad femenina, de la libertad de prensa, de la libertad de sátira. De la libertad que incluso algunos hijos de nuestra Europa y que hablan perfecto inglés o francés -porque crecieron hablando esa lengua- consideran un pecado a castigar, incluso con una muerte violenta.
Sería cuestión de entender de una vez por todas quiénes son nuestros enemigos con la calma de la razón, con la fuerza de los valores que no queremos ver desaparecer. Y entonces decir «no cederemos», pero esta vez, en serio.
Traducción de Jaime Arrambid
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