Cuando un fiscal que lleva el caso más grave de terrorismo de Argentina, y que acaba de acusar a la presidenta Cristina de «fabricar la inocencia» de los asesinos de 85 personas después de un acuerdo económico con Irán, aparece muerto en su bañera, a un día de presentar las pruebas en el Parlamento, un infierno de preguntas se ciernen sobre el país, su Gobierno y su presidenta. Hoy, el más ingenuo de los argentinos sabe que Argentina se enfrenta al escándalo más grave de su historia reciente.
A pesar de que la hipótesis del suicidio es la que vende la oficialidad, los que conocíamos a Alberto Nisman -personalmente, me consideraba su amiga- no lo creeremos nunca. Sabíamos de su entusiasmo, de sus años de lucha por esclarecer la verdad, de los riesgos que había asumido («algún día me matarán por esto», me dijo alguna vez), de la valentía de acusar a Irán con nombres y apellidos, y, ahora mismo, de la fortaleza que mostraba al acusar directamente a la presidencia argentina de pacto con Irán, para tirar cal viva a la verdad de los asesinatos. «Estoy muy tranquilo», aseguró a quienes lo entrevistaron en las últimas horas, y al periodista Nicolás Wiñaski de Clarín le soltó una frase rotunda respecto a las escuchas telefónicas en su poder: «Tengo a los iraníes aceptando que pusieron la bomba». Y de golpe, ¿ese hombre alegre, valiente y comprometido con su trabajo se suicida justo el día antes de mostrar al mundo las pruebas que tenía? ¿Y ello, poco después de volver de un feliz viaje por Europa con su hija? Lo dicho: nunca los que lo conocíamos vamos a creer la hipótesis del suicidio, a no ser que se trate de lo que la diputada Carrión ha bautizado como «suicidio asistido».
A partir de aquí, el infierno de preguntas se abre en canal, al tiempo que las vergüenzas del Gabinete K estallan en un escándalo de proporciones cósmicas. Tanto que el relato, si no fuera porque se trata de una trágica realidad, parecería un guión cinematográfico: un atentado atroz con decenas de víctimas sin cerrar; Irán acusado por la Fiscalía de ser el responsable de la masacre; el Gobierno argentino haciendo suculentos negocios con el país acusado y, de golpe, cambiando la versión de los hechos; un fiscal que recibe escuchas telefónicas que señalan con el dedo a la presidencia en un acto de ruin complicidad para esconder la verdad; y cuando está a punto de mostrar las pruebas, una oportuna muerte en la bañera. ¡Qué pestazo, qué hedor, qué repugnancia!
Ha muerto Alberto Nisman. Al fiscal, mi homenaje por su valentía, su sentido de la responsabilidad, su tenacidad por demostrar quiénes decidieron asesinar a 85 personas. Y al amigo, el dolor por su pérdida, la rabia por su extraña muerte, y la estima eterna. Nisman era uno de esos tipos magníficos que nos cruzamos por el camino. Con su muerte, Argentina es hoy un país más triste, más huérfano y más oscuro.
Estoy destrozada.