La quema de libros es tan antigua como los libros mismos, y tan fresca como la actualidad de esta semana.
La Associated Press reportó el lunes que los fanáticos del Estado Islámico arrasaron con la Biblioteca Central de Mosul, el mayor archivo docente de aquel antiguo municipio. Los fundamentalistas despedazaron las estanterías de la biblioteca y arramplaron con sus volúmenes, retirando miles de títulos de filosofía, ciencias y jurisprudencia junto a obras de poesía y cuentos infantiles. Tan sólo se salvaron los textos islámicos.
«Estas obras promueven la cultura infiel y animan a desobedecer a Alá —anunciaba uno de los yihadistas del Estado Islámico mientras el depósito de obras de la biblioteca era cargado en sacos y subido a camionetas— así que serán quemadas».
En seguida se producirían más episodios de quema de libros, cuando los bárbaros del Estado Islámico saquearon la biblioteca de la Universidad de Mosul. “Montaron una pira de cientos de libros de ciencias y cultura, destruyéndolos delante de los estudiantes”, informaba AP. En el libricidio se perdieron periódicos, mapas y textos que se remontaban al Imperio Otomano. La UNESCO, la instancia educativa y cultural de las Naciones Unidas, condenó la quema del archivo de las bibliotecas y lo catalogó como “uno de los actos de destrucción de colecciones más devastador de la historia de la humanidad”.
Las palabras más escandalosas quizá escritas nunca a tenor de una quema de libros fueron redactadas en 1821 por el gran poeta alemán Heinrich Heine: Dort wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen, ‘Donde se queman libros, se acaba quemando gente también’. Ese axioma está grabado hoy en una placa de la Bebelplatz berlinesa, la plaza pública donde más de 20.000 títulos considerados “decadentes” y “anti germanos” fueron destruidos en una desmesurada pira Nazi la noche del 10 de mayo de 1933.
Aunque las palabras de Heine están hoy indisolublemente vinculadas al Holocausto, no han perdido en absoluto su triste clarividencia. Apenas una jornada después de conocerse la noticia de la quema de libros dentro del llamado “califato” del Estado Islámico, los yihadistas difundían un vídeo celebrando el horrible crimen del piloto jordano Moaz al-Kasasbej, quemado vivo dentro de una jaula de metal.
Prender fuego a un montón de libros reviste algo singularmente diabólico, un apetito por la destrucción que conduce de forma ineludible a males todavía más tremendos. No es coincidencia que los obsesionados con la aniquilación de la manifestación física de ideas o enseñanzas peligrosas, pasen con tanta frecuencia a la aniquilación de las personas que las idean o las imparten.
“Un libro es una pistola cargada en manos del prójimo. Hay que quemarlo”, ordena el Capitán Beatty, el oficial del cuerpo de bomberos que odia los libros en el clásico distópico de Ray Bradbury Fahrenheit 451. “Utilice la violencia. ¿Quién sabe cuál puede ser el objetivo del hombre ilustrado?”.
Pero si los largos y sobrecogedores precedentes de quema de libros enseñan algo, es que a los libros no se los mata con fuego. Las páginas pueden arder, las bibliotecas ser reducidas a cenizas, los tratados ser declarados culpables de elegía o sedición y ser combustible de las llamas. Pero las ideas no son fáciles de erradicar. Las obras de Heine se encontraban entre aquellas que los Nazis arrojaron a las hogueras de 1933; también los títulos de más de 2.000 otros escritores, incluyendo a Bertolt Brecht, Sigmund Freud, Karl Marx, Ernst Hemingway, Leo Tolstoy o Franz Kafka. Josef Goebbels aseguraba a los entusiastas presentes que “los principios perversos del pasado han sido condenados a la hoguera”. Las obras, sin embargo, siguen vivas. Fue el Tercer Reich lo que ardió finalmente en llamas.
La historia de la literatura es la historia de obras que se censuran, una historia de sobrecogedora crueldad y de frivolidad igualmente sobrecogedora. La destrucción de las bibliotecas de Mosul empujó a un diputado iraquí, Hakim al-Zamili, a comparar al Estado Islámico con los Mongoles que conquistaron Bagdad en 1258. También entonces fueron destruidas obras de docencia: de historia, de medicina, de astronomía. “La única diferencia es que los Mongoles arrojaron los libros al río Tigris, mientras que ahora [el Estado Islámico] les prende fuego”, decía al-Zamili. “Distinto método, pero la misma mentalidad”.
De hecho, en su comportamiento incruento y fanático, los pirómanos de libros del Estado Islámico tienen muchos antecedentes —las Cruzadas, los Mongoles, los Nazis, los wahabíes, los Jemeres Rojos—. Pero también el Estado Islámico descubrirá que es más fácil despedazar seres humanos que destruir ideas.
El Talmud registra la muerte de Janina ben Teradion, un sabio hebreo del siglo II ajusticiado por los romanos por violar la prohibición de impartir la Torá. Fue una muerte tremenda: Lo envolvieron en el pergamino que había estado enseñando y le prendieron fuego, con lana húmeda en el pecho para prolongar su agonía. Sus horrorizados discípulos, obligados a contemplar su suerte, gritaban: “Rabino, ¿qué ves?”. Él contestó: “Veo pergaminos ardiendo, pero las letras se diseminan libremente”.
Cualquier salvaje puede prender fuego a un pergamino, o saquear el fondo de una biblioteca, o volar por los aires una mezquita o demoler tesoros culturales. Pero ni un ejército poderoso puede destruir las ideas que estos personifican. El Imperio Romano no pudo impedir que las letras se diseminaran. El Estado Islámico tampoco podrá.
La quema de libros es señal inequívoca de ignorancia, vandalismo y salvajismo. Y aun más aberrante cuando es promovida con fines políticos.