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| martes diciembre 24, 2024

El caso Matisyahu, o cómo el antisemitismo sigue vivo


Si alguna música popular tiene en el fondo una inspiración espiritual en el judaísmo, y hasta reivindica una peculiar forma de sionismo, esa es el reggae. Nace como fusión de ciertos ritmos afroestadounidenses con las expresiones musicales tradicionales de la religión rastafari. Y esta es una adaptación del judaísmo -y en menor medida del cristianismo- a la espiritualidad de los descendientes de esclavos en Jamaica.

El león que lucen muchas banderas, pósteres y pegatinas usados por los aficionados al reggae no es el símbolo de la nación española (como el de la cabecera de este periódico). Hace referencia a Haile Selassie I, emperador de Etiopía depuesto primero por Mussolini y después por el dictador comunista Mengistu.

Para los rastafaris, Haile Selassie es el León de Judá, último descendiente directo del monarca israelita Salomón (por tanto de la casa de David) y mesías (al considerar que, al igual que Jesús, es Dios hecho hombre). Consideran que los etíopes y otros negros africanos son los descendientes de las Tribus de Israel, y creen que habrá una era de paz tras el retorno a Sión. Claro que su Sión no está en Jerusalén, sino en una Etiopía idealizada.

Todo lo anterior hace que el movimiento rastafari y el reggae gocen de muchas simpatías entre las comunidades judías de todo el mundo, donde son vistos como unos parientes peculiares pero con los que se tiene mucho en común. Y sin embargo, ha sido en una gran cita musical bajo los símbolos de ese León de Judá africano donde se ha producido un bochornoso hecho antisemita que ha cruzado fronteras: la cancelación y posterior recuperación de la actuación del judío Matisyahu en el festival Rototom Sunsplash tras las presiones del grupúsculo judeófobo de izquierdas BDS País Valencià.

Los miembros del BDS y quienes lamentan que no se mantenga el veto a Matisyahu niegan ser antisemitas, pero lo son. El antisionismo que proclaman es la forma políticamente correcta de la tradicional judeofobia. Cada época tiene la suya. Desde bien entrado el siglo XIX el antijudaísmo de corte religioso cristiano tradicional estaba mal visto, sobre todo en ambientes urbanos, y se impuso el odio con la excusa racial o biológica. Este llegó a su paroxismo con el Holocausto, y pasó a estar mal visto tras hacerse público lo que ocurrió en la Europa controlada por los nazis.

Las tres formas conocidas hasta ahora de judeofobia (el antijudaísmo religioso, el antisemitismo supuestamente biológico y el antisionismo político) tienen mucho en común. Y eso es lo que nos permite distinguir la legítima crítica al Gobierno de Israel (criticable como cualquier otro del mundo) del nocivo odio a los judíos en su forma más políticamente correcta.

Una de las claves está en las acusaciones que se vierten contra los judíos, Israel o quienes defienden a dicho Estado. Por ejemplo, durante siglos y hasta 1965, la Iglesia católica imputó a los judíos en su conjunto el peor crimen que pueda concebir un ser humano: el deicidio, la muerte de Jesús.

Durante el final del siglo XIX y principios del XX, en una Europa enferma de nacionalismo en la que además predominaban tesis racialistas, los delitos más abyectos eran dos: la traición a la patria y la contaminación racial. Ambos fueron usados, y no sólo por los nazis. Fue como surgió en Francia el affaire Dreyfus, al ser este oficial de religión judía acusado de espiar para Alemania.

Los crímenes más abominables en la actualidad, al menos para un occidental, son los de genocidio o limpieza étnica. Y esa es la acusación permanente que hacen los antisionistas a Israel. La encontramos, además, en los argumentos de los promotores del boicot contra Matisyahu, que lo acusaron de “justificar a un Estado (Israel) que practica el apartheid y la limpieza étnica”. Se retrata a Israel como un país criminal en su conjunto (aunque sea el único de Oriente Medio donde existe libertad religiosa y los árabes gocen de los mismos derechos que los judíos) y se le identifica con el régimen racista de Sudáfrica, que sigue siendo para muchos la representación de un mal casi absoluto.

Las encuestas

No debe resultar extraño que los antisemitas adopten la máscara que adopten, se hayan apuntado un gran tanto en este caso (aunque al final se haya vuelto a invitar a Matisyahu, BDS ha logrado un gran protagonismo). Ni de lejos todos los españoles son antisemitas, pero las encuestas internacionales muestran que España es el país de Europa donde más extendidos están los prejuicios judeófobos. Afortunadamente, eso sí, no suelen tener una expresión tan violenta como sí ocurre en Francia o Polonia.

Pero hay que estar alerta. Según los datos de la Policía Nacional, la Guardia Civil y las policías autonómicas, en 2014 los actos antisemitas registrados aumentaron un 70% con respecto al año anterior. Y desde la prensa no falta quien alimenta este tipo de odio.

Tampoco ha de extrañar que las fuerzas políticas que han defendido el boicot al cantante judío hayan sido las más escoradas a la izquierda. No toda la izquierda es antisemita, pero una parte sí. Y lo es en coherencia con las raíces ideológicas del marxismo. El libro de Karl Marx menos difundido desde el final de la II Guerra Mundial es Sobre la cuestión judía. En él están contenidos la mayor parte de los tópicos antisemitas, desde la acusación de tener el dinero como centro de todo, a la de dominar el mundo (en aquel momento, Europa) o la de pervertir al resto de la humanidad.

Como hemos visto estos días, la judeofobia sigue viva en España y en el resto del mundo. Algo le diferencia del antisemitismo anterior: quien lo practica y promueve no quiere reconocerlo. Nadie aplaudiría que alguien dijera “soy antisemita”, pero muchos aceptan con normalidad y hasta celebran que se proclame el odio al judío, a Israel por el mero hecho de existir o se difundan todo tipo de mensajes y se promuevan acciones contra los hebreos en general.

*** Antonio José Chinchetru es periodista
 
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