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| lunes diciembre 23, 2024

La venganza definitiva de Rabin


Editor asistente en la revista Commentary.

«Por muchas vueltas que dé el mundo, no cambiará el hecho de que el actual primer ministro del Likud sigue estando hoy a la izquierda del Isaac Rabin de 1995. Yigal Amir recibió el mayor castigo por su arrogancia: su acto monstruoso sí hizo progresar el proceso de paz dentro de Israel. Nada que nadie pueda hacer parece capaz de hacer avanzar el proceso para los palestinos, que no quieren nada de eso»

Pregunten a un norteamericano de cierta edad dónde estaba cuando dispararon a John F. Kennedy, y se lo dirá. Sospecho que ocurriría lo mismo si preguntaran a los judíos dónde estaban el 4 de noviembre de 1995, cuando Isaac Rabin fue letalmente tiroteado al salir de un mitin por la paz en Tel Aviv.

Era sábado por la noche en Israel, y todavía shabat en América. Me enteré de la noticia casi en cuanto se produjo, pese a que estaba dentro de una sinagoga ortodoxa en ese momento. Algunos acontecimientos tienen tanta gravedad que no hay modo de evitar que se filtren por las paredes y rompan la calma. Mucho antes de la era de las redes sociales, el asesinato de Rabin fue uno de ellos.

Ese acto de violencia sin precedentes fue un momento de oscuro cambio en Israel, y esa era la intención. El objetivo era hacer descarrilar el proceso de Oslo y su proyecto para llevar a la creación de dos Estados, empeño que Rabin había asumido formalmente con la firma de los acuerdos, en 1993. Los activistas por la paz en Israel esperaban que el asesinato sirviera a ese objetivo: que demostrara definitivamente que el proceso de paz era la única manera de evitar que los radicales a favor del Estado único de Israel liquidaran no solo a Rabin y sus esfuerzos por la paz, también al propio sionismo.

Sin embargo, en el transcurso de las dos últimas décadas ha ocurrido algo extraño. Los dos bandos han intercambiado sus posturas. La izquierda de Israel atribuye amargamente la victoria al asesino de Rabin, Yigal Amir; la solución de los dos Estados ha muerto, dicen, y su agonía comenzó esa noche de 1995. Mientras, muchos de los líderes de la derecha, entre ellos sus dos primeros ministros precedentes, expresan en lo fundamental su acuerdo con los objetivos de Oslo. La culminación del proceso de paz de Rabin, dicen, será necesaria en el largo plazo para asegurar un futuro viable para el Estado judío.

Esta es la verdadera historia de lo que Dan Ephron denomina “la reconstrucción de Israel” en el subtítulo de su nuevo libro, Killing a King. Pero Ephron, director de la oficina de Newsweek en Jerusalén, no lo sabe. Su relato del asesinato y sus consecuencias es un intento infructuoso de conciliar lo que debería haber sido con lo que realmente sucedió.

La virtud de Killing a King es su enfoque. Ephron no trata de abrir el foco a la historia completa del proceso de paz. En su lugar, se atiene a dos hilos narrativos a su alcance: el desarrollo y la aplicación inicial del proceso de Oslo y la radicalización de Yigal Amir. Pero este enfoque se ve excesivamente sobrepasado por la manifiesta agenda ideológica del libro.

Los Acuerdos de Oslo no fueron idea de Rabin, sino obra de Simón Peres, su rival en el partido. Peres era entonces ministro de Exteriores y estaba negociando en secreto con miembros de la Organización para la Liberación de Palestina. El Partido Laborista de Rabin y Peres se entendía básicamente como la versión política de Van Halen con David Lee Roth y Sammy Hagar al mismo tiempo en la misma banda. Rabin tenía tan poca disposición al concepto de Oslo que tuvo reparos para convertirse en la cara pública del primer borrador del acuerdo. Pero, presionados por Bill Clinton, que había accedido a que Yaser Arafat representara a los palestinos pese a su estatus de terrorista internacional, Rabin y Peres compartieron foco y, con el tiempo, el Premio Nobel de la Paz.

En la época de los acuerdos, Yigal Amir había finalizado su servicio militar y se mudó al hogar de sus padres, ortodoxos estrictos, en Herzliya. Yigal era listo e inquieto y parecía haber elegido su rumbo casi de inmediato. Algo le había dejado caer a su hermano, Hagai, y a su padre. Éste solo le dijo que la única manera de derrocar al Gobierno era a través de la oración, el estudio de la Torá, y dejarlo en manos de Dios. Hagai, sin embargo, se inclinaba por seguir la pista de su hermano, y acabaría pasando 16 años en prisión por cómplice.

Yigal ingresó en el seminario de la Universidad Bar Ilán, donde reclutó a otros compañeros derechistas para una milicia clandestina cuyo propósito era quebrar el proceso de paz y lanzar ataques de represalia contra palestinos. Este plan resultó ser un cómico fracaso. Los derechistas de Israel no tenían intención de ir más allá que implicarse en protestas como forma de socialización. El único estudiante con el que Amir pensó podía contar, Avishai Raviv, acabó siendo informante del Shin Bet, la organización israelí de seguridad nacional.

Una vez, en una boda, Amir observó que Rabin iba prácticamente sin seguridad. Amir llevaba su Beretta consigo, y se planteó ir directamente hacia Rabin y dispararle en la nuca. Pero vaciló, y Rabin se marchó. Estaba claro, no obstante, que llegar a Rabin iba a ser más fácil de lo que había imaginado, y con el tiempo se fue confiando. “Amir perdió cualquier inhibición y empezó a decirle a la gente que Rabin tenía que morir”, escribe Ephron. “Raviv se lo oyó decir repetidas veces, y así lo hizo [otro amigo]. En los siguientes fines de semana en los asentamientos con los estudiantes, Amir lo dijo incluso delante de montones de personas reunidas a su alrededor”.

Nadie le creyó. Sus amigos y conocidos parecían creer que era un charlatán excéntrico, no un revolucionario violento. Incluso el informante del Shin Bet, Raviv, le quitó importancia. Entretanto, Amir siguió buscando oportunidades de matar a Rabin. En enero de 1995 fue a Yad Vashem con la intención de hacerlo allí, aprovechando que aquél tenía un acto público. Pero finalmente Rabin tuvo que acudir a otro lugar, donde se había producido un ataque terrorista.

Al final logró su oportunidad en el mitin por la paz del 4 de noviembre. Cuando Rabin salía del escenario y se dirigía a su coche, Amir –que había estado merodeando cerca de las escaleras de salida durante horas, sin que le molestaran para nada los guardaespaldas – se abalanzó sobre el primer ministro y le disparó por tres veces. Dos balas alcanzaron a Rabin, que murió en el hospital.

Ephron cuenta la historia con sobriedad, y las líneas generales son correctas. Pero el chirrido de su sesgo ideológico es ensordecedor. Carga las tintas con un desagrado apenas velado cuando habla de las comunidades ortodoxas de Israel, especialmente las de los asentamientos y las haredim. Ephron explica que Amir se crió en una zona de mayoría no ortodoxa de Herzliya y añade que haber estado en contacto con el esplendor de la vida secular habría podido “moderar” su fervor religioso. En cambio, a Amir solo le enseñó a moderar su forma de presentarse ante el mundo, con sus tzitzit (flecos rituales) “por dentro del pantalón, en vez de sobresalir de manera ostentosa”. Las páginas de Killing a King rezuman condescendencia de este tipo.

Además, la tesis central de Ephron es demostrablemente falsa. Escribe: “Amir había provocado una reacción en cadena que haría que el poder en Israel pasara de los pragmáticos a los ideólogos. Dos décadas después, la anhelada paz sigue siendo esquiva”. Pero ¿es pragmático presionar impávidamente con un proceso –tierras por paz– que siempre da como resultado lo contrario de la paz? ¿O es más bien el resultado de un compromiso ideológico impermeable a los hechos y la razón?

El propio relato de Ephron demuestra que se trata de esto último. Como él mismo explica, tras la muerte de Rabin, Peres tenía opciones. Al ascender al cargo de primer ministro, Peres podía convocar elecciones anticipadas frente al Likud de Benjamín Netanyahu, al que las encuestas daban una cómoda ventaja, o agotar el año restante de la legislatura de Rabin. Peres decide entonces agotar el año porque quiere que su propio acuerdo de paz aparezca en su hoja de servicios antes de presentarse a las elecciones. No quiere que la memoria de Rabin sea la causa de la victoria sobre Bibi. Quiere una victoria por un acuerdo de paz que fuera enteramente suyo.

Pero Peres no cree que pueda cerrar otro acuerdo con los palestinos. Se vuelve hacia Siria, cuyo dictador, Hafez al Asad, está interesado en recuperar los Altos del Golán. Peres interpreta mal a Asad desde el principio. Le ofrece retirar las exigencias de Israel respecto a la seguridad si accede a hacer del Golán una próspera zona industrial, como si Asad hubiese querido él mismo reforzar el sector privado en Siria. Peres cree que Asad se está haciendo de rogar, pero incluso a otros diplomáticos israelíes les abochorna la credulidad del nuevo primer ministro:

[Itamar] Rabinovich, uno de los expertos en Asad más astutos, sintió rechazo. “Asad prefería, por lo general, llegar a un acuerdo con Israel al principio de la legislatura del primer ministro”, dejando tiempo para la retirada de Israel antes de que unas elecciones pusieran a alguien nuevo en el poder. “No creo que jamás haya tenido la intención de cerrar un acuerdo con Peres”, recordaba.

Finalmente, Peres se ve obligado a convocar elecciones, y las pierde. Se había volado a sí mismo con su propio petardo, el de “paz a casi cualquier precio”. Se pueden discernir estas líneas generales en el libro de Ephron, pero el autor se resiste a las conclusiones a las que lleva su propio relato.

Lo que es aún peor, el relato de Ephron está saturado de una equidistancia moral que pretende sugerir que los extremistas palestinos –específicamente Hamás– y los extremistas israelíes representaban amenazas comparables para el proceso de Oslo. A propósito de un atentado asociado a Hamás contra un autobús que salía de Ashkelón al principio de la época de Oslo, Ephron escribe:

Extremistas solitarios, palestinos o israelíes, podrían echar a perder fácilmente aquello a lo que las dos partes están dedicando muchos esfuerzos (…) El episodio se volvería a reproducir una y otra vez en los años siguientes.

A fin de justificar el enmarcarlo como un fenómeno recíproco, Ephron dedica una exagerada cantidad de tiempo la matanza de palestinos perpetrada por Baruch Goldstein en 1994 en la Tumba de los Patriarcas, en Hebrón. Utiliza la matanza para su juego de equivalencias. Pero Ephron no comprende que el ejemplo del perverso acto de Goldstein consigue exactamente lo contrario de lo que pretende: vuelve a él con tanta frecuencia porque no tiene otros ejemplos. El terrorismo judío ha sido y es un fenómeno atípico, mientras que el terrorismo palestino ha sido y sigue siendo cotidiano.

Además, dado que el presunto compromiso palestino con una solución de dos Estados ha resultado no ser más que una quimera en los 22 años transcurridos desde la firma de los Acuerdos de Oslo, los líderes de la derecha israelí han tomado medidas controvertidas para hacer efectiva la separación geográfica y legal entre el Estado judío y la clase política palestina. En su primera legislatura como primer ministro, Netanyahu firmó un acuerdo con Arafat que exigía que Israel se retirara de algunas partes de la Margen Occidental, entre ellas, crucialmente, Hebrón. Ariel Sharón dejaría atrás, después, toda Gaza. El sucesor de Sharón, Ehud Olmert, ofrecería a los palestinos un acuerdo de paz aun más generoso que el del laborista Ehud Barak en Camp David en 2000, y hasta hace poco el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, no había reconocido que había sido él quien había frustrado la oferta de Olmert, igual que Arafat había frustrado la de Barak. Cuando Netanyahu volvió a ocupar el cargo de primer ministro, en 2009, estaba dispuesto a hacer cosas que Rabin no hizo jamás: apoyar públicamente el Estado de Palestina e incluso sugerir la división de Jerusalén.

Por muchas vueltas que dé el mundo, no cambiará el hecho de que el actual primer ministro del Likud sigue estando hoy a la izquierda del Isaac Rabin de 1995. Yigal Amir recibió el mayor castigo por su arrogancia: su acto monstruoso sí hizo progresar el proceso de paz dentro de Israel. Nada que nadie pueda hacer parece capaz de hacer avanzar el proceso para los palestinos, que no quieren nada de eso.

Dan Ephron, Killing a King, W. W. Norton, 2016, 304 páginas.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

http://elmed.io/la-venganza-definitiva-de-rabin/

 
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