Una vez más en la capital de los judíos, en un precioso hotel de esta ciudad milenaria, leo durante el desayuno a los columnistas de The New York Times y The Washington Postquejándose de la preeminencia de la candidatura de Donald Trump en la opinión pública norteamericana. Entre la multiplicidad de factores con que intentan explicar el fenómeno, no atinan a dar con el único que yo creo correcto: el fundamentalismo islámico. La ausencia de líderes a la vez lo suficientemente experimentados y adecuados como para, al tiempo que brindan una expectativa de seguridad, descartar a Trump se debe al fracaso bipartidario norteamericano en la lucha contra el fundamentalismo islámico.
Derrotar a estos nuevos nazis depararía a Norteamérica, Europa y América Latina una nueva era de bonanza, como la que se conoció apenas ganada la Segunda Guerra Mundial o la década apacible que se vivió entre la derrota del comunismo en 1989 y el derribo de las Torres Gemelas en 2001. Aunque la amenaza nunca volvió a ser tan severa para USA como lo fue en 2001, en el resto del mundo no hizo más que agravarse. Y los norteamericanos saben que esta es una guerra global: si no detienen al fundamentalismo islámico en Europa, tarde o temprano deberán volver a enfrentarlo en su territorio. La Administración de Obama ha sido desastrosa al respecto, deshizo incluso los pocos logros conseguidos por George W. Bush. Cuando en un reciente reportaje declaré que hasta que no nos unamos contra el fundamentalismo islámico nos seguirán matando, me refería fundamentalmente a que las potencias occidentales están desunidas en su lucha contra este flagelo. No tienen una mirada estratégica común, sólo reaccionan, atentado por atentado.
El nudo actual de la impotencia occidental es la negativa de los principales líderes del mundo libre a aliarse con Israel. La vergonzosa actitud del presidente francés Hollande, recibiendo con mala voluntad a Bibi Netanyahu en París luego de los bestiales atentados de Charlie Hebdo y el supermercado kosher, en 2015, revelan el enfoque del resto de las potencias. Es hora de que Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania, por empezar, presionen al mundo árabe, desde los sauditas a los sirios, a aceptar la existencia de Israel sin más dilación. Muchos países mantienen conflictos territoriales no violentos, y pueden intercambiar embajadores y relaciones culturales y económicas sin deponer sus respectivos reclamos. Hay conflictos no violentos entre España e Inglaterra, Chile y Bolivia, Argentina e Inglaterra, Estados Unidos y México, de distinta naturaleza, territoriales, sociales o políticos. Nada impide que continúen con sus relaciones bilaterales en paz. Israel no comenzó las guerras que le obligaron a librar; no atacó a sus vecinos por apetencias territoriales: en todos los casos se defendió, y las escasas conquistas se debieron al fragor de la guerra, no a una calculada política de expansión territorial.
Si Israel fue atacado por su mera existencia, el orden lógico de los sucesos es que primero sus enemigos acepten su existencia y luego comiencen las conversaciones de paz. Sólo Egipto y Jordania, en todo el mundo árabe, aceptan a regañadientes la existencia de Israel. Hasta que el resto de esa vasta región, incluyendo los territorios palestinos y el África, no declare y ejecute su reconocimiento irrestricto de la existencia del Estado judío en sus actuales fronteras, con los reparos territoriales correspondientes, no se puede ni comenzar a hablar de estar librando la guerra contra el fundamentalismo islámico ni, mucho menos, de paz.
El mundo libre debe presionar al mundo árabe para que defina su posición contra el fundamentalismo islámico y por la paz. Son dos problemas distintos: uno es el problema territorial que se puede resolver en paz; el otro es la necesidad de derrotar al terrorismo fundamentalista islámico, cuyo objetivo no es la liberación de tal o cual territorio, sino la conquista del planeta.
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