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| viernes noviembre 22, 2024

Sykes-Picot: un siglo después


Este mes marca el centenario del famoso acuerdo Sykes-Picot entre Francia y Gran Bretaña, el tratado secreto más trascendental de la historia moderna de Medio Oriente. Conocido por el nombre de los diplomáticos que negociaron el acuerdo en representación de las potencias firmantes, es recordado por sentar las bases de las fronteras que definen a los Estados contemporáneos de la región. Firmado el 16 de mayo de 1916, durante la Primera Guerra Mundial, el pacto venía a congelar la rivalidad colonial entre Londres y París, particularmente en relación con la sucesión del Imperio otomano, entonces perceptiblemente moribundo.

La relevancia de Sykes-Picot como hito histórico estriba no tanto en el pacto en sí, sino más bien en los eventos que desencadenaría desde 1916 en adelante. Existe la creencia inexacta, más ampliamente difundida, de que el pacto creó las fronteras de los países que actualmente componen la región. Este delineamiento sería el resultado de negociaciones y acontecimientos venideros que reemplazarían el orden establecido por el tratado original. No obstante, lo que sí es cierto, y de allí su importancia, es que Sykes-Picot dividió Medio Oriente (o más concretamente al Levante extendido) en áreas de influencia, las cuales esencialmente condicionaron la formación de las actuales entidades políticas a los intereses y la discrecionalidad de los miembros del entente anglo-francés (con el consentimiento de la Rusia zarista, a la cual se le prometieron territorios en Turquía).

El hecho de que estas fronteras hayan sobrevivido cien años da testimonio de la firmeza de la herencia colonial en la construcción de Estados, algunos de ellos esbozados virtualmente de la nada sobre un mapa. Sin embargo, simultáneamente, parecería que estos comienzan a desmoronarse. La legitimidad de las entidades políticas que en algún punto nacieron como productos de la repartición de las potencias es fuertemente cuestionada. Esto ha quedado en evidencia con el relativo éxito del Estado Islámico (ISIS), que busca suprimir expresamente los trazos “artificiales” que envuelven la región.

De este modo, en tanto los analistas se preguntan hacia dónde se dirige Medio Oriente, conviene analizar la trayectoria de Sykes-Picot y su impacto en la contemporaneidad.

En términos de la ciencia política, la principal consecuencia histórica de Sykes-Picot viene dada por la introducción del sistema político moderno a Medio Oriente. Los europeos trajeron consigo el iuspositivismo y el secularismo, nociones que contrastan y antagonizan con el pensamiento jurídico y las tradiciones sectarias de los árabes, que hasta entonces eran súbditos del Imperio otomano. Luego de la Primera Guerra Mundial, con el establecimiento de los mandatos coloniales, se impartió la noción de que más allá de las diferencias étnicas, religiosas o tribales, uno debe responder primeramente al Estado. Todas las demás lealtades grupales que históricamente dieron sentido a las disputas de la región quedaron subordinadas a la lealtad hacia una autoridad central. Así, con el establecimiento de Irak y el Líbano en 1920, Jordania en 1921 (conocida como Transjordania) y Siria en 1923, los británicos y los franceses influenciaron en lo sucesivo, mal que mal, una experiencia unificadora en un sentido que los otomanos jamás lograron imponer.

En relación con lo anterior, visto desde las relaciones internacionales, Sykes-Picot fue elementalmente un tratado para crear una situación de balance de poder entre potencias rivales. Si bien eran aliadas durante la Gran Guerra, no por ello dejaban de competir por influencia, recursos y prestigio. En paralelo, conceptualmente hablando, Sykes-Picot representa asimismo la entrada del sistema westfaliano a Medio Oriente —es decir, el momento a partir del cual comienza a copiarse el modelo de Estado europeo, que negocia, coopera y compite con otros Estados bajo ciertas reglas sistémicas, en donde la existencia de los actores internacionales viene dada por sentada; incluso si la población local no es consultada al respecto. En efecto, a grandes rasgos, salvando la notable excepción de algunas minorías, entre ellas los cristianos maronitas y en menor medida los judíos palestinos, las poblaciones autóctonas no participaron de la planificación colonial que determinaría su futuro.

Visto en perspectiva, este es otro de los legados de Sykes-Picot. Se lo percibe justamente como el más negativo y, en este sentido, la historiografía convencional hace eco del relato de George Antonius, uno de los más renombrados historiadores del nacionalismo árabe. Antonius definió al acuerdo como “el producto de la codicia en su peor momento”, como un designio hecho por “arrogantes estúpidos que desconfían entre sí”. Lo cierto es que sólo hace falta tomar un mapa de la región para verificar que las fronteras fueron trazadas a regla, en ocasiones con poco o ningún sustento histórico o demográfico para dar cuenta de los trazados limítrofes. Este agravio tuvo consecuencias a largo plazo y, tal como lo señalan los eventos recientes, retumba en la actualidad.

Para Hafez al Assad, el padre del actual mandatario sirio, Sykes-Picot representaba el mal de todos los males de Medio Oriente, el origen simbólico y cabal de todas las conspiraciones contra los árabes. Razonando que de dicho acuerdo se desprendieron fronteras artificiales y arbitrarias, quien fuera el jefe de Siria durante treinta años entendió que anexar Líbano por la fuerza (creado para acomodar a la minoría cristiana en un Estado viable) no solamente era justo, sino que constituía un acto de reparación histórica. Un discurso similar dominó la política de sucesivos Gobiernos iraquíes, que entendieron que Kuwait era territorio ocupado por el colonialismo y que el pequeño emirato constituía la provincia 19 de Irak. Si se lo toma como válido, este revisionismo justifica a Saddam Hussein durante su invasión de Kuwait. En suma, también exonera a Vladimir Putin, quien utiliza un argumento no muy disímil, basado en consideraciones históricas, para resolver su anexión de Crimea como legítima.

Sykes-Picot también es objeto de reproche por parte de los actores no estatales. Al caso, los movimientos islamistas presentan una narrativa fuertemente contestataria de los acontecimientos del siglo pasado. Más simbólica pero tangible fue la foto de los yihadistas del ISIS destruyendo la frontera entre Siria e Irak en 2014.

Todos estos puntos permiten tomar reflexivamente a Sykes-Picot como una bisagra en la historia de Medio Oriente. No obstante, también por esta misma razón, durante los últimos cien años, ciertos mitos se arraigaron al recuerdo del polémico tratado. El más obvio es aquel que tienta la imaginación de muchos docentes y periodistas que no estudiaron la materia con detenimiento. Con independencia de la repartición arbitraria con la que vino a figurar Sykes-Picot en los tomos de historia, lo cierto es que el pacto, si bien secreto, no respondió a ninguna conspiración. Islamistas y radicales de izquierda comparten la ridícula falacia que toma a dicho pacto como una conspiración sionista para dividir y conquistar la región.

Por otro lado, en el afán por pensar a Londres y a París como socios en un crimen, aquellos obsesionados por la narrativa antiimperialista dan pie a fantasías sin ningún sostén en la realidad. Sir ir más lejos, proyectan una visión tergiversada del pasado. Sugieren que antes de las conquistas europeas, el mundo árabe era un espacio aunado por una identidad común no reflejada por las entidades políticas modernas. Por lo pronto, tal solidaridad nunca existió, al menos no en estos términos románticos y contestatarios.

De acuerdo con Efraim Karsh, Francia y Gran Bretaña, precisamente por su carácter de potencias rivales, al comienzo del conflicto de 1914 consideraron que lo mejor sería preservar al Imperio otomano intacto, en tanto este se mantuviese neutral durante la guerra. Siendo que las potencias del Entente habían incursionado en África (y que casi fueron a la guerra por un incidente en 1898), resolvieron que antes que competir por mayores territorios, sería conveniente evitar la pugna omnipresente de la era colonialista. Lo que alternó las circunstancias fue la entrada de los otomanos a la guerra. En simultáneo, sin necesidad de dar rienda suelta a ninguna intriga, el clan arábigo hachemita convenció a las autoridades británicas de que este podía instigar una revolución contra el Imperio turco y unir a los árabes bajo su bandera. En este aspecto, muchos comentaristas desconocen que el levantamiento árabe de 1916, presentado como una causa popular y nacionalista, nunca alcanzó un apoyo masivo, y que dicha campaña tampoco se ocupó de consultar a los suyos.

Al estudiar el panarabismo, uno cae en la cuenta de que se trató de una tendencia ampliamente dominada por la mayoría sunita. Sin decirlo expresamente, el discurso arabista terminó aislando a las minorías religiosas, las cuales paradójicamente contribuyeron en gran medida a la formación de las plataformas nacionalistas, a la expectativa de formar sociedades más inclusivas. En todo caso, los regímenes árabes no sólo no supieron establecer sistemas políticos pluralistas, sino, por el contrario, se inclinaron hacia formas autocráticas. La división impuesta por los europeos no explica, o mejor dicho no excusa, esta realidad. Por eso, si se concede que los poderes coloniales crearon entidades políticas de la nada con títeres o regentes afines, también es posible afirmar que los gobernantes árabes poco hicieron por dar fuero a los deseos de la población.

El legado más grande de Sykes-Picot es, definitivamente, el concepto de partición. De acuerdo con Itamar Rabinovich, el hecho de que las fronteras del colonialismo hayan durado tanto demuestra que existe una gran resistencia en el mundo árabe a “barajar las cartas” —a cambiar los límites de forma radical. Pero, aunque existe la noción de que los límites son necesarios a los efectos de preservar la estabilidad, es evidente que estos no alcanzan para garantizar la seguridad regional.

No hay duda de que Siria e Irak ya no serán los mismos. Dadas las refriegas sectarias que engloban a Medio Oriente, estos Estados han quedado divididos en sub-Estados de facto y, a largo plazo, difícilmente puedan ser reincorporados bajo la órbita de un poder central sin que se formalicen reformas importantes, volcadas acaso hacia la constitución de verdaderos países federales. La mayoría de los académicos son escépticos a que tal tendencia republicana pueda arraigarse en la región.

En el norte de Irak, los kurdos tienen un Estado independiente en todo menos en nombre. El ISIS, que domina áreas de Siria e Irak, representa una entidad sunita y, en el sur, en torno a Bagdad, se desarrolla una entidad dominada por los chiítas. En boga, también se habla de que en Siria existirá un Estado alauita. Esto apunta a que, en definitiva, Medio Oriente está cambiando drásticamente y, a cien años de la puesta en escena de Sykes-Picot, el vecindario árabe podría presenciar otra división.

 
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