Más de 800 personas viven bajo una lluvia de cohetes desde hace 15 años
La Franja de Gaza es una pequeña porción de tierra enclavada entre Israel y Egipto que muchos identifican como el corazón del conflicto en Oriente Próximo. Pero no siempre fue así. Hubo una época en la que la convivencia pacífica era posible y hoy los habitantes que rodean el territorio palestino sueñan con volver a esa normalidad.
Hila Fenlon tiene 39 años y su historia, la de su familia, es también la historia de los israelíes y palestinos condenados a entenderse a uno y otro lado de esta frontera fortificada, aunque, según lamenta, «nunca llega a las noticias».
Hila nació en un ‘moshav’ en la península del Sinaí, cuando aún era territorio israelí. Allí vivió junto a su hermana y sus padres en esta cooperativa agraria, cultivando en pleno desierto, hasta que el Gobierno les dijo que tenían que irse. «Y era por una buena razón, porque había un acuerdo de paz entre Egipto e Israel», cuenta.
Los habitantes de este ‘moshav’ solo pusieron unas cuantas condiciones para abandonar las casas, las tierras, la comunidad que habían construido a lo largo de varios años. «La primera, que queríamos ir a un lugar donde pudiéramos seguir cultivando; la segunda, que queríamos hacerlo dentro de las fronteras internacionales de Israel, no queríamos ir a un territorio que estuviera en disputa», explica.
Por eso decidieron comenzar de cero en un lugar muy parecido: Nativ Ha Asará, en el desierto del Negev, a escasos metros del norte de la Franja de Gaza, el pueblo israelí más cercano. «¿Por qué rehacer una vida allí? Porque entonces no era un lugar peligroso», señala. «Tengo recuerdos de una vida realmente normal junto a la Franja de Gaza. Recuerdo que cuando necesitábamos comprar, íbamos a Gaza; cuando teníamos que arreglar el coche, íbamos a Gaza; cuando queríamos comer algo especial, íbamos a comer el humus más famoso de Gaza», relata.
«Ahora tengo dos hijos, de 15 y 11 años, y, si les digo que vayamos a comer humus a Gaza, me dirán que he perdido la cabeza», lamenta Hilan. Para ella esta es «la gran tragedia», «que hay una generación entera a los dos lados de la frontera que no sabe lo que es la normalidad, no saben lo que es comer humus juntos».
Su primer hijo nació en 2001, cuando cayó el primer cohete procedente de territorio palestino. «Cuando piensas cómo puede reaccionar alguien cuando un cohete se dirige hacia él, crees que se asusta, entra en pánico, pero la verdad es que nosotros nos reímos», confiesa. Pensaban que era una broma porque el artefacto en cuestión era un arma rudimentaria: una tubería oxidada con pequeñas hélices incorporadas.
«Fue la última vez que nos reímos», admite Hilan. A partir de ese día los cohetes lanzados desde la Franja de Gaza sobre Nativ Ha Asará y las otras localidades israelíes que rodean el territorio palestino se multiplicaron y sofisticaron.
LLUVIA DE COHETES
«Al principio teníamos cinco cohetes al día ¿se puede vivir con cinco cohetes al día? La gente diría que no, pero el Gobierno pensó que sí y construyó búnkeres», apunta. Solo en Nativ Ha Asará, con 850 habitantes, hay cientos de refugios antiaéreos. En un recorrido de escasos 15 segundos, desde la entrada del pueblo hasta el centro social, hay ocho.
Los búnkeres son la única garantía de supervivencia para estas comunidades israelíes. El Gobierno las ubica genéricamente en la llamada zona de 15 segundos, el tiempo de reacción que tienen para protegerse desde que un cohete sale de Gaza. Pero en Nativ Ha Asará, este tiempo se reduce a tan solo tres o cuatro segundos. «Tres o cuatro segundos para pensar cómo salvar tu vida, dónde están tus hijos, tus padres, tu pareja, hasta tus perros, todo lo que te importa», subraya.
Las fuerzas israelíes que vigilan la frontera hacen sonar las sirenas e incluso envían un SMS a los habitantes de Nativ Ha Asará cuando divisan un cohete. Sin embargo, ellos han desarrollado su propio sistema de alerta. Son capaces de reconocer la explosión del lanzamiento, el silbido del vuelo y el estallido del impacto.
Cuando advierten la llegada de un cohete corren hacia el búnker más cercano, confiando en que sus familias, sus vecinos, sus amigos, hayan podido hacer lo mismo y permanecen ahí durante unos diez minutos hasta constatar que todo está en calma.
Hilan denuncia que así es imposible llevar una vida normal. Con los cinco cohetes diarios del principio, aún sería un opción, pero con los 20 diarios que han llegado a caer en Nativ Ha Asará en los momentos de mayor tensión entre palestinos e israelíes la rutina transcurre dentro de un búnker.
En 2005, cuando nació el segundo hijo de Hilan, el entonces primer ministro, Ariel Sharon, decidió sacar a todos los israelíes de Gaza, para que, tal y como reclamaban desde hacía años los palestinos, fuera un territorio libre de ocupación judía. «Estaba en el hospital y confié en que cuando volviera a casa la pesadilla habría acabado», recuerda.
«Pero estaba equivocada, las cosas fueron a peor», lamenta. Entre 2001 y 2014, cuando tuvo lugar la última guerra, precisamente por el aumento de los lanzamientos de proyectiles gacazíes sobre Israel, un millar de cohetes palestinos alcanzaron Nativ Ha Asará.
GUERRA PSICOLÓGICA
Para Hilan el verdadero problema de los cohetes no es el daño físico que puedan causar, porque son armas de escasa precisión que la mayoría de las veces caen en campo abierto, sino los «daños psicológicos», el terror de vivir todos los días con la amenaza de que caiga sobre ti o tu familia.
«Nunca sabes cuándo van a caer, no hay un calendario, no te avisan», enfatiza Hilan. «¿Qué pasa si cae a las dos de la mañana? Solo tienes tres o cuatro segundos para despertarte, tomar conciencia de lo que está pasando y correr a por tus hijos», por eso los niños duermen en búnkeres. Al despertarse, esperan el autobús escolar en otro búnker porque «las 7.30 es una hora muy popular para lanzar cohetes». Y el destino final, el colegio, es otro refugio antiaéreo.
«¿Cómo se puede criar así a un niño?», plantea. Cada niño de Nativ Ha Asará lleva 15 años durmiendo y estudiando en un búnker. «No conocen otra realidad y después esperamos que crezcan con esperanza» y con la capacidad de cambiar las cosas de una vez por todas. Ese, indica, es su principal reto como madre.
UN PROBLEMA COMÚN
Hilan, que ha tenido la oportunidad de contar su experiencia al secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki Moon, se abstrae deliberadamente del debate sobre el conflicto entre israelíes y palestinos, especialmente desde la disyuntiva de buenos y malos, porque entiende que ambas partes son responsables.
«Me siento como una víctima (…) pero lo siento también por los palestinos porque la organización terrorista que está destruyendo mi vida es la misma organización terrorista que está destruyendo la suya», dice, en alusión a Hamás. «Quiero que su vida sea mejor, porque cuando su vida sea mejor la mía será mejor», afirma.
Esa idea se traslada al muro que separa Gaza e Israel. Los habitantes de Nativ Ha Asará han puesto en marcha una iniciativa para convertir esa mole gris en un colorido mural lleno de mensajes por la paz, donde todo el mundo –árabes, judíos, e incluso turistas– pueda colocar su mensaje.
Hilan no quiere abandonar su casa otra vez. Su vida está ahí y, aunque la situación es extremadamente difícil, confía en que llegará un día en que israelíes y palestinos puedan volver a ser vecinos. «Irse por la paz es una buena razón, pero no podemos irnos por la guerra», defiende.
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