«Existe el estereotipo de que los jóvenes de Europa que se marchan a Siria son víctimas de una sociedad que no los acepta y no les ofrece suficientes oportunidades. (…) Otro estereotipo común en el debate en Bélgica es que, a pesar de las investigaciones que lo refutan, demasiadas veces la radicalización se sigue interpretando de manera errónea como un proceso que es fruto de un fracaso en la integración. (…) Por lo tanto, me atrevería a decir que, cuanto mejor se integra la gente, mayor es la probabilidad de que se radicalice. Esta hipótesis la corrobora una gran cantidad de pruebas.»
Esa fue la conclusión de una investigación holandesa, de sumo interés, llevada a cabo por un grupo de investigadores de la Universidad Erasmo de Rotterdam. Los terroristas parecen ser un modelo de éxito para la integración: por ejemplo, Mohamed Buyeri, el terrorista marroquí-holandés que disparó y mató al cineasta Theo Van Gogh y que después lo apuñaló y lo degolló en 2004. «Era [Buyeri] una persona con estudios superiores y buenas perspectivas de futuro», dijo Job Cohen, el alcalde laborista de Ámsterdam.
Estos resultados desmantelan el mito del proletariado del terror. Según un nuevo informe del Banco Mundial, «los reclutados por el Estado Islámico están mejor educados que sus compatriotas».A la investigación holandesa le siguió otra de Francia, que sumó más pruebas para la hipótesis que contradice la postura progresista de que, para derrotar al terrorismo, Europa debe invertir en oportunidades económicas e integración social. Dunia Buzar, directora del Centro para la Prevención, la Desradicalización y el Seguimiento Individual (CPDSI), una organización francesa que trata con el radicalismo islámico, estudió los casos de 160 familias cuyos hijos habían abandonado Francia para luchar en Siria. Dos tercios pertenecían a la clase media.
La pobreza y la privación no son, como dijo John Kerry, «la causa raíz del terrorismo». Tras estudiar los perfiles de 331 reclutados de una base de datos del Estado Islámico, el Banco Mundial halló que el 69 % tiene ha cursado como mínimo estudios secundarios, mientras que una cuarta parte son licenciados universitarios. La inmensa mayoría de esos terroristas tenía trabajo u oficio antes de unirse a la organización islamista. «Las proporciones entre los administradores, pero también los combatientes suicidas, aumentan con la educación», según el informe del Banco Mundial. «Además, los que se ofrecen voluntarios como terroristas suicidas puntúan de media como el grupo más educado».
Menos del 2 % de los terroristas son analfabetos. El estudio también apunta los países que proveen al ISIS de más reclutas: Arabia Saudí, Túnez, Marruecos, Turquía y Egipto. Al analizar la situación económica de esos países, los investigadores han encontrado que «cuanto más ricos son los países, más probabilidad hay de que provean de reclutas extranjeros a la organización terrorista».
Otro informe explicaba que «los países más pobres del mundo no cuentan con unos niveles excepcionales de terrorismo».
A pesar de las evidencias, el mantra progresista insiste en que el terrorismo islámico es fruto de la injusticia, la pobreza, la depresión económica y la agitación social. Nada más lejos de la verdad. La tesis de que la pobreza alimenta el terrorismo está muy extendida hoy en Occidente, desde el economista francés Thomas Piketty al papa Francisco. Es probable que su popularidad se deba a que se aprovecha del sentimiento de culpa colectiva occidental, y pretende racionalizar algo que parece que a Occidente le cuesta aceptar: que a los terroristas no les mueve la desigualdad, sino el odio hacia la civilización occidental y los valores judeocristianos de Occidente. Respecto a Israel, esto representa lo siguiente: ¿Qué hacen los judíos en una tierra que –a pesar de que durante 3.000 se la ha denominado Judea– consideramos que se le debería dar a los terroristas palestinos? Y seguramente estos terroristas se preguntarán por qué deberían negociar, cuando pueden conseguir que se les dé todo lo que quieran.
Para los nazis, la «raza inferior» (los judíos) no merecía existir, sino ser gaseada; para los estalinistas, los «enemigos del pueblo» no tenían derecho a seguir viviendo, y tenían que morir por los trabajos forzados o el frío en el Gulag; para los islamistas, es el propio Occidente el que no merece existir y tiene que ser destruido.
Es el antisemitismo, y no la pobreza, lo que llevó a la Autoridad Palestina a bautizar a una escuela como Abu Daud, el cerebro de la masacre de los atletas israelíes en las Olimpiadas de Múnich.
Los atentados de París, cuyo aniversario celebra Francia este mes, fue un ataque desatado por una ideología que no busca luchar contra la pobreza, sino hacerse con el poder mediante el terror. Es la misma ideología islamista que asesinó a los periodistas de Charlie Hebdo y al policía a cargo de su protección; la que obligó al escritor británico Salman Rushdie a esconderse durante una década; que degolló al padre Jacques Hamel; que asesinó a los pasajeros de Londres, Bruselas y Madrid; que asesinó a cientos de judíos israelíes en autobuses y restaurantes; que mató a 3.000 personas en Estados Unidos el 11 de Septiembre; que asesinó a Theo Van Gogh en una calle de Ámsterdam por hacer una película; que comete violaciones masivas en Europa y masacres en las ciudades y desiertos de Siria e Irak; que voló por los aires a 132 niños en Peshawar; y que mata habitualmente a tantos nigerianos que nadie presta atención.
Es la ideología islamista lo que mueve el terrorismo, no la pobreza, la corrupción o la desesperación. Son ellos, no nosotros.
Toda la historia del terrorismo político está marcada por fanáticos con estudios superiores que han declarado la guerra a sus propias sociedades. El genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya surgió de las aulas de la Sorbona en París, donde su líder, Pol Pot, estudió los escritos de los comunistas europeos. Las Brigadas Rojas de Italia fueron un complot de unos chicos y chicas ricos y privilegiados de la clase media. Entre 1969 y 1985, el terrorismo mató en Italia a 428 personas. Fusako Shigenobu, líder de la organización terrorista japonesa Ejército Rojo, fue un erudito con estudios superiores en Literatura. Abimael Guzmán, fundador de Sendero Luminoso en Perú, una de las organizaciones de guerrilla más despiadadas, daba clase en la Universidad de Ayacucho, donde concibió la guerra contra «la democracia de las barrigas llenas». Carlos «El Chacal», el terrorista más infame de la década de los 70, era hijo de uno de los abogados más ricos de Venezuela, José Altagracia Ramírez. Mikel Albizu Iriarte, uno de los líderes de la organización terrorista vasca ETA, procedía de una familia rica de San Sebastián. Sabri al Bana, el terrorista palestino que el mundo conoce como «Abu Nidal», era hijo de un rico comerciante nacido en Jaffa.
Algunos de los terroristas británicos que se han unido al Estado Islámico provienen de familias ricas y han ido a las escuelas más prestigiosas de Reino Unido. Abdul Wahid Majid hizo el mismo largo trayecto desde la ciudad inglesa de Crawley a Alepo, en Siria, donde se inmoló. Ahmed Omar Said Sheij, el cerebro del secuestro y asesinato del periodista estadounidense Daniel Pearl, se tituló en la London School of Economics. Kafil Ahmed, que estrelló un jeep cargado de explosivos contra el aeropuerto de Glasgow, había sido presidenet de la Sociedad Islámica de la Universidad de QUeens. Faisal Shahzad, el terrorista que falló en Times Square en Nueva York, era hijo de un alto mando del ejército paquistaní. Zacarías Musaui, el vigésimo autor de los atentados del 11-S, se había doctorado en Economía Internacional en la Universidad South Bank de Londres. Sajid Badat, que quiso hacer estallar una bomba en un vuelo comercial, estudió Optometría en la Universidad de Londres. Azahari Husin, el terrorista que preparó las bombas en Bali, estudió en la Universidad de Reading.
El MI5 británico revelo que «dos tercios de los sospechosos británicos tenían un perfil de clase media, y los que quieren convertirse en terroristas suicidas son a menudo los más educados». La mayoría de los terroristas británicos también tienen mujer e hijos, desmontando otro mito, el de que los terroristas son unos fracasados sociales. Mohamed Sidique Jan, uno de los terroristas suicidas del 7 de Julio de 2005, estudió en la Universidad Metropolitana de Leeds. Omar Jan Sharif obtuvo una beca en el King’s College antes de llevar a cabo un atentado suicida en el paseo marítimo de Tel Aviv en 2003. Sharif no buscaba la redención económica, sino asesinar al mayor número posible de judíos.
Prácticamente todos los cabecillas de las organizaciones terroristas internacionales son hijos del privilegio, que llevaron vidas doradas antes de unirse a las filas terroristas. Quince de los diecinueve terroristas del 11-S provenían de distinguidas familias de Oriente Medio. Mohamed Ata era hijo de un abogado en El Cairo. Ziad Jarrah, que estrelló el vuelo 93 en Pensilvania, pertenecía a una de las familias más ricas del Líbano.
Nasra Hasan, que escribió un documentado perfil de unos terroristas suicidas palestinos para The New Yorker, explicó que «de 250 terroristas suicidas, ninguno era analfabeto, pobre o estaba deprimido». Las personas sin trabajo, al parecer, son siempre las menos propensas a apoyar los atentados terroristas.
Europa y Estados Unidos les han dado todo a estos terroristas: oportunidades educativas y laborales, ocio popular y placeres sexuales, salarios y riqueza y libertad religiosa. Estos terroristas, como el «terrorista de la ropa interior», Umar Faruk Abulmutalab, hijo de un banquero, no han conocido un solo día de pobreza en su vida. Los terroristas de París rechazaron los valores seculares de la liberté, egalité y fraternité; los yihadistas británicos que atentaron en Londres y ahora combaten por el Califato rechazaron el multiculturalismo; el islamista que mató a Theo Van Gogh en Ámsterdam repudiaba el relativismo danés y Omar Matin, el soldado del ISIS que convirtió el Pulse Club de Orlando en un matadero, dijo que quería purgarlo de lo que para él era una licenciosidad libertina y de, al parecer, sus propios impulsos homofílicos.
Si Occidente no comprende cuál es la verdadera fuente de este odio, y en su lugar se contenta con falsas excusas como la de la pobreza, no ganará esta guerra que se está librando contra nosotros.
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