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| viernes abril 19, 2024

La leona de Judá


Es un elogio tanto para la autora como para la protagonista del sugerente Lioness (“Leona”) que, con sus 824 páginas, no se haga largo. Esta biografía, escrita por Francine Klagsbrun, cuenta una historia fascinante: la de cómo una joven mujer sin estudios universitarios llegó a Palestina sin hablar ni una palabra de hebreo, triunfó en una sociedad dominada por los hombres y se convirtió en una de las figuras más importantes de la historia del Estado judío.

Golda Meir, el cuarto primer ministro de Israel, se trasladó de Estados Unidos a Palestina en 1921, a la edad de 22 años, en busca del sionismo socialista. Meir fue crucial en la transformación del pueblo judío en un Estado; firmó la Declaración de Independencia de ese país; fue su embajadora en la Unión Soviética, su ministra de Trabajo durante siete años y su ministra de Exteriores durante una década. En 1969 fue la primera mujer que alcanzó la jefatura del Gobierno en el mundo occidental, cargo que ocupó tras la Guerra de los Seis Días (1967) y hasta la casi catastrófica pero finalmente victoriosa Guerra de Yom Kippur (1973). Dimitió en 1974, a los 76 años, después de haber sido primera ministra durante cinco. Su dedicación al sionismo y su liderazgo en Israel se extiende por tanto durante más medio siglo.

Esta es la segunda gran biografía de Golda Meir en la última década, tras la excelente Golda de Elinor Burkett (2008). El retrato de Klagsbrun tiene un alcance aún mayor. Su epígrafe proviene del lamento de Ezequiel por Israel: “¡Qué leona fue tu madre/ entre leones!/ Recostada entre las grandes bestias/ criaba a sus cachorros”. La “madre” era Israel; los “cachorros”, sus numerosos reyes antiguos; las “grandes bestias”, los países hostiles que la rodeaban. Uno acaba la monumental obra de Klagsbrun, que es una biografía de Golda y también una biografía del Israel de su tiempo, con la profunda impresión de que el Israel moderno, sus primeros ministros y su supervivencia es una historia de dimensiones bíblicas.

La historia de Golda Meir abarca tres países: Rusia, Estados Unidos e Israel. Antes de ser Golda Meir fue Golda Meyerson; y antes de eso, Golda Mabovitch, nacida en 1898 en Kiev, en el Imperio ruso. Su padre emigró a América tras el terrible pogromo de Kishinev de 1903, encontró trabajo de carpintero en Milwaukee y en 1906 se llevó consigo a su mujer y a sus tres hijas, que huyeron con identidades falsas y a base de sobornos en las fronteras. Golda dijo más tarde que lo que se había llevado de Rusia era “miedo, hambre y miedo”. Era un miedo existencial que jamás olvidó.

En Milwaukee, Golda palpó el socialismo en el ambiente: la ciudad tenía un alcalde y un congresista socialistas, y a ella le cautivaban las noticias procedentes de Palestina, donde los judíos estaban haciendo realidad los ideales socialistas en los kibutzim. Se implicó de lleno enPoalei Zion (Trabajadores de Sion), movimiento que sintetizaba el sionismo con el socialismo, y en 1917 se casó con otro socialista, Morris Meyerson. En cuanto las circunstancias se lo permitieron se fueron a vivir a Palestina, donde el matrimonio terminó rompiéndose, víctima de los largos periodos que ella pasaba fuera de casa trabajando para el sionismo socialista y de su reconocimiento de que la causa le importaba más que su marido y sus hijos. Klagsbrun escribe que Meir parecía ser la perfecta feminista: afirmaba su independencia de su marido, viajaba constante y prolongadamente por su cuenta, dejaba a su marido y a sus hijos durante meses para dedicarse a su trabajo, y exigió respeto como persona en vez de por baremos especiales basados en el sexo. Pero jamás se consideró feminista, y de hecho denigró a las organizaciones de mujeres por limitarse a los asuntos de mujeres, y la ayuda que prestó a otras mujeres fue mínima. Klagsbrun concluye que las preguntas sobre Meir como figura feminista quedan finalmente “en el aire”.

Su vínculo con Estados Unidos y su impecable inglés americano se convirtieron en activos del sionismo. Entendía a los judíos americanos, hablaba su lengua y hacía muchos viajes a EEUU para recaudar fondos; recaudó decenas de millones de dólares, fondos que eran vitales. David ben Gurión decía que era “la mujer que consiguió el dinero que hizo posible el Estado”. Klagsbrun aporta su agenda de viaje de 1932 como ejemplo de sus esfuerzos: en el transcurso de un mes, la pionera sionista de 34 años viajó a Kansas City, Tulsa, Dallas, San Antonio, Los Ángeles, San Francisco, Seattle y tres ciudades de Canadá. Se convirtió en el rostro del sionismo en América: “la primera dama del pueblo judío”, como rezaba un enorme cartel en un acto celebrado tiempo después en Chicago. Conectó con los judíos americanos como ningún otro líder sionista lo había hecho antes.

A su franca manera, movilizó la lengua inglesa y la envió a la batalla en pro del sionismo. Aba Eban menospreciaba su deficiente hebreo (“Tiene un vocabulario de dos mil palabras, sí, pero ¿por qué no las usa?”), aunque ella lograba plasmar los temas en un inglés llano. Sobre los intentos británicos de impedir el crecimiento de la comunidad judía en Palestina, Meir dijo que Gran Bretaña “debería recordar que los judíos estaban ahí 2.000 años antes de que llegaran los británicos”. Por lo que hace a las muestras de simpatía hacia Israel, declaró: “Sólo hay una cosa que espero ver antes de morir: que mi pueblo deje de necesitar muestras de simpatía”. Y cómo no recordar igualmente la que tal vez sea su frase más célebre: “La paz llegará cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que los nos odian”.

Al incorporarse al Ministerio de Exteriores, cambió el Meyerson por Meir, ante la insistencia de Ben Gurión de que los ministros adoptaran nombres israelíes. Inició entonces una etapa de diez años en la que sería la voz y el rostro de Israel en el mundo. En un mitin celebrado en el Madison Square Garden tras la Guerra de los Seis Días, observó sardónicamente que el mundo llamaba “pueblo maravilloso” al israelí por haber prevalecido “contra todo pronóstico”, pero que sin embargo quería que Israel renunciara a lo que necesitaba para defenderse:

“Ahora que han ganado esta batalla, que vuelvan al lugar del que vinieron, para que las colinas de Siria vuelvan a quedar a merced de las armas sirias; para que los legionarios jordanos, que disparan y bombardean a su antojo, puedan volver a alzarse en las torres de la Vieja Ciudad de Jerusalén; para que la Franja de Gaza vuelva a ser un lugar desde el cual se manden infiltrados a asesinar y tender emboscadas (…) ¿Hay alguien que tenga el valor de decirles a los israelíes: ¡idos a casa y empezad a preparar a vuestros hijos de nueve y diez años para la próxima guerra, que quizá se produzca dentro de diez años?”.

La siguiente guerra no llegaría al cabo de diez años sino de seis, con Meir ya como primera ministra.

El extenso tratamiento que da Klagsbrun al liderazgo de Meir antes, durante y después de laGuerra de Yom Kippur es una de las partes más valiosas del libro, permite a los lectores sacar conclusiones informadas sobre la contienda y valorar el lugar de Meir en la Historia israelí. Klagsburn sostiene de forma convincente que antes de la guerra no hubo una “opción de paz” que pudiese haber evitado el conflicto. El líder egipcio, Anuar Sadat, insistía en una retirada completa de Israel antes de que las negociaciones pudiesen siquiera empezar, y el punto de vista de Meir era: “No tuvimos paz con las viejas fronteras, ¿cómo vamos a tenerla volviendo a ellas?”. Así que consideró que esa exigencia era parte de un plan para empujar otra vez a Israel a las líneas de 1967 “y después volver a traer a los palestinos, lo que significa que se acabó Israel”.

Al cabo de medio siglo, después de tres ofertas israelíes para el establecimiento de un Estado palestino sobre una parte sustancial de los territorios en disputa –rechazadas siempre por los palestinos, que han insistido en cambio en la retirada israelí a unas líneas indefendibles y el reconocimiento de un supuesto derecho al retorno–, la visión de Meir resulta preclara.

La descripción del día a día que hace Klagsbrun de la guerra es en general favorable a Meir, que confiaba en las seguridades que le daban su ministro de Defensa, Moshé Dayán, de que los árabes no atacarían, y la comunidad de inteligencia, en el sentido de que, si lo hiciesen, Israel lo sabría con 48 horas de antelación, tiempo suficiente para movilizar las reservas, que suponían más del 75% de la fuerza militar del país. Ambas seguridades resultaron no serlo, y el ataque conjunto de Egipto y Siria cogió por sorpresa a prácticamente todo el mundo en Israel. Dayán sufrió algo parecido a un bloqueo mental, pero Meir mantuvo la calma y el control tras la conmoción inicial, y tomó decisiones militares fundamentales. Pudo recurrir a las excelentes relaciones personales que había establecido con el presidente Nixon y su consejero de seguridad nacional, Henry Kissinger, y el vital reabastecimiento de armas estadounidenses permitió a Israel –una vez que la reserva recibió la orden de entrar en acción– llevar la guerra a los territorios egipcio y sirio, en los que acabaron acampando las fuerzas israelíes.

Meir se había resistido al ataque preventivo contra Egipto y Siria, pero de pronto se hizo evidente, doce horas antes de que empezara la guerra, que se iba a producir un ataque conjunto sirio-egipcio. En el segundo día, Meir le dijo a su gabinete que se arrepentía de no haber autorizado actuar a las IDF [Fuerzas de Defensa de Israel], y envió un mensaje a Kissinger en el que decía: “Por no haber dado ese paso, ahora nos vemos en esta situación”. Sin embargo, después de la guerra declaró que si Israel hubiese desatado las hostilidades, EEUU no habría enviado la ayuda vital que necesitaba (argumento que Kissinger compartía), y que por lo tanto creía que había hecho lo correcto. Con todo, una respuesta preventiva o una llamada general a los reservistas en vísperas del ataque habrían evitado, tal vez, una guerra en la que Israel perdió 2.600 soldados, lo que proporcionalmente equivalía a todas las pérdidas estadounidenses en la Guerra de Vietnam.

Es difícil culpar a Meir por lo que hizo, dada la información y los consejos equivocados que recibió de sus subordinados desde Defensa e Inteligencia, pero sirva como recordatorio de que para los primeros ministros israelíes (Levi Eshkol en la Guerra de los Seis Días, Menájem Beguin con el rector nuclear de Irak –1981– y Ehud Olmert con el sirio –2007–), la posible necesidad de emprender acciones preventivas siempre está ahí. El extenso tratamiento que da Klagbsrun a la Guerra de Yom Kippur es un caso de estudio al respecto, y un primer ministro israelí podría tener que volver a enfrentarse a una situación de ese tipo.

La historia de Meir es también una historia sobre los límites del socialismo como principio organizador del Estado moderno. Klagsbrun escribe sobre la “persistente –e irremediablemente utópica– visión de Golda sobre cómo debía dirigirse una sociedad socialista”, ejemplificada en su sueño de crear complejos residenciales parecidos a las comunas para las familias urbanas, comparables a los kibutzim, en que los adultos compartieran la cocina y los niños comieran en la escuela. También intentó crear un sistema familiar de salario, donde se pagaría a la gente en función de sus necesidades en vez de por sus méritos, batalla que perdió cuando las enfermeras sindicalizadas insistieron en que se les pagara como profesionales, en función de su formación y experiencia, y no del tamaño de sus familias.

El socialismo colapsaba no sólo por mor de las leyes de la economía y de la naturaleza humana, también en el ámbito de las relaciones internacionales. En 1973, furiosa porque los Gobiernos y líderes socialistas de Europa se habían negado a acudir en ayuda de Israel durante la Guerra de Yom Kippur, Meir convocó una conferencia extraordinaria de la Internacional Socialista en Londres, a la que acudieron ocho jefes de gobierno y otra docena de líderes socialistas. Antes de la conferencia, Meir le dijo a Willy Brandt, el canciller socialista de Alemania: “[Quiero] escuchar por mí misma, con mis propios oídos, qué es lo que impidió a estos gobernantes socialistas ayudarnos”.

En su discurso, criticó a los europeos por no permitir siquiera que repostaran en sus países “los aviones [estadounidenses] que nos salvaron de la destrucción”. Y después les dijo: “Sólo quiero entender (…) en qué consiste realmente el socialismo hoy”:

Somos viejos camaradas, amigos desde hace mucho tiempo (…) Creedme: soy la última que quitaría importancia al hecho de que no somos más que un diminuto Estado judío y que hay más de veinte países árabes con inmensos territorios, petróleo inagotable y miles de millones de dólares. Pero lo que quiero que me digan hoy es: ¿son estas cosas decisivas también en el pensamiento socialista?

Cuando acabó, el presidente de la reunión preguntó si alguien quería responder. Nadie lo hizo, y así es como Meir obtuvo su respuesta.

Uno se pregunta qué pensaría hoy Meir de la Internacional Socialista. En el centenario de la Declaración Balfour, celebrado el año pasado, la web World Socialist dijo que fue “un acuerdo sórdido” que puso en marcha “un proyecto abiertamente colonial”. El socialismo fue parte de lo que motivó la marcha de Meir a Palestina en 1921, y no ha salido muy bien parado en el juicio de la Historia. Pero la otra mitad –el sionismo– se convirtió en uno de los grandes éxitos del siglo XX, en gran medida por el empeño de quienes, como Meir, le dedicaron la vida.

Golda Meir ha sido durante mucho tiempo una figura popular en el imaginario estadounidense, en particular entre los judíos. Su autobiografía –escrita por un negro– fue un éxito de ventas; Ingrid Bergman la interpretó en un telefilm muy bien recibido; Anne Bancroft la interpretó en Broadway. Pero su imagen de “abuela de 71 años”, como la prensa solía referirse a ella cuando era primera ministra, siempre ha oscurecido a la líder histórica que había tras esa fachada. Fue una mujer con fuerzas y flaquezas que se entregó por entero durante medio siglo. Francine Klagsbrun nos ha brindado un retrato magistral de una gran leona.

Francine Klagsbrun, Lioness, Schoken Books (Penguin Random House), 2017.

© Versión original (en inglés): World Affairs
© Versión en español: Revista El Medio

 
Comentarios

De igual manera que en tiempos Bíblicos, Sarah, Rebecca, Rajel, o Leah, fueron matriárcas en Israel, en otros mucho mas recientes, Golda lo ha sido del naciente Estado de Israel, al cual contribuyó decisivamente a «alumbrar», sostener y servir desde diferentes cargos, a lo largo de ésa vida de lucha, que por completo le dedicó
No seriá posible concebir ninguno de los lógros alcanzados desde entonces por el Estado de Israel, sin el concurso de un personaje como ella, cuya talla politica solo era comparable a su dimension humana …
El própio Ben Gurion, nada haciá sin consultarla previamente, y deciá de ella, que éra «el único hombre de su gobierno» …
Asi pues, han debido transcurrir muchos años para que al fin, la historia la situe en el lugar que por justicia se merece, y hagamos hoy recuerdo de ella, como de la heroina que sin duda fue …

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