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| domingo noviembre 17, 2024

Los ‘deplorables’ de Beguin


Durante la campaña de las elecciones presidenciales que perdería contra Donald Trump, la candidata demócrata, Hillary Clinton, puso de moda la palabra deplorables tras referirse así a los seguidores del magnate y aspirante republicano. Quienes tenían pensado votar por Trump eran unos “racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos” indignos del país en que vivían y de su élite cultivada y sensible, es decir, de gente como ella y su marido.

Israel tuvo hace tiempo a sus propios deplorables, que salieron de la marginalidad política aglutinados en torno a otro deplorable máximo, el líder del sionismo revisionista Menájem Beguin. En su libro Heroes and Hustlers, Hard Hats and Holy Men (1986), Zeev Chafets cuenta la inverosímil historia de amor entre Beguin y los judíos de los países árabes y orientales, a los que despreciaba la omnipotente clase dirigente ashkenazí que levantó el Estado. Heroes and Hustlers (cuyo título podría traducirse alterando mínimamente los factores como Héroes y obreros, buscavidas y hombres santos) es una memoria personal y política de las primeras dos décadas (mediados de los sesenta-mediados de los ochenta) del autor en Israel, adonde llegó procedente de su Pontiac natal para estar un año… y acabó quedándose para siempre.

Para entender el intenso romance entre Beguin y sus deplorables hay que conocer primero las tensiones entre la mitad ashkenazí (de origen europeo) del país y los nuevos israelíes llegados de lugares como Marruecos, Irak, Turquía, el Yemen, Túnez o Argelia. Chafets las explica muy expresivamente con una de las vívidas viñetas que conforman el libro. Corría el año 1969 y el héroe de la independencia Jaim Laskov era jefe del puerto de la ciudad de Ashdod.

Procedente de una familia de pioneros obviamente ashkenazíes, Laskov encarnaba a la perfección los valores de los hombres de acción idealistas que hicieron realidad el sueño sionista. El esfuerzo, el sacrificio por el país y por el pueblo, una concepción redentora del trabajo físico y un patriotismo probado eran parte del ADN de Laskov y los de su especie.

En el camino de Laskov se cruzó Yehoshúa Peretz, joven estibador y sindicalista, también judío pero llegado de Marruecos y poco interesado en ideologías, que solo quería más sueldo y unas mejores condiciones laborales y que acabó revelando la brecha cultural y filosófica que separaba a las dos mitades hebreas de Israel. Cuando Laskov y Peretz se reunieron, descubrieron que no solo estaban en lugares opuestos de la negociación. Su concepción del mundo chocaba de manera irrevocable. Peretz hablaba de dinero, horas y beneficios concretos, y Laskov respondía con apelaciones a la misión histórica de todos los israelíes e invocaba la solidaridad socialista con que se había levantado el nuevo Estado. Para Laskov y los de su clase, Peretz era el exponente de una visión del país egoísta y mezquina, lastrada por la pequeñez de las aspiraciones y la cortedad de miras; prueba de una ingratitud enorme para con la noble causa por la que había muerto su padre y que permitía prosperar a judíos míseros y atrasados como el sindicalista y sus hermanos mizrajíes. Peretz, por su parte, no estaba dispuesto a seguir recibiendo sermones como los que ya había tenido que aguantar en la escuela pública. Que le hubieran acogido en Israel no significaba que les debiera obediencia o sumisión eterna, y nadie tenía derecho a imponerle maneras de ver las cosas ni prioridades en nombre de ningún proyecto histórico.

Más allá de la justicia de las opiniones que unos tenían sobre otros, los Laskov veían a los Peretz como judíos vulgares y anacrónicos, casi tan primitivos como los árabes. Gente incapaz de pensar con grandeza que no había evolucionado en su judaísmo tradicional, lleno de superchería, más que para comprarse ropa hortera de marca y cadenas de oro. Los Peretz, en cambio, comenzaban a estar hartos de tantas lecciones de patriotismo, de las miradas de desdén y del trato condescendiente y paternalista. Como recién llegados y por su limitada formación, era hasta cierto punto natural que les tocara hacer los trabajos más duros y peor pagados, pero ello no facultaba a los mejor educados y colocados ashkenazíes para tratarles como si fueran niños estúpidos necesitados de un guía, y cada vez menos mizrajíes estaban dispuestos a aceptarlo.

Tuvieran razón unos u otros, el poder estaba en manos de los Laskov, cuyo partido, el Mapai (precursor del laborismo actual), controlaba el Estado y su vida pública con celo socialista y podía presumir de resultados milagrosos en la aplicación de las ideas sionistas a la hostil realidad geográfica e histórica en que nació y seguía desarrollándose Israel.

El malestar mizrají tuvo un improbable catalizador en la figura de Menájem Beguin, un judío de origen polaco paradigmático de la clase media de la diáspora ashkenazí que estaba unido al sionismo socialista por el sentido histórico y grandilocuente de sus ideas pero separado de él por la ideología y su papel en la independencia del Estado. Discípulo del padre del sionismo revisionista (o sionismo de derecha), Zeev Jabotinsky, Beguin tenía una historia de ferviente enemistad con el líder del Mapai y el resto del establishment socialista que llegó a su cima cuando abogó por la revuelta violenta y el terrorismo contra los británicos en los días previos a la independencia. La creación del Estado en 1948 había supuesto la consolidación en el poder de Ben Gurión y el Mapai. Desde la bancada opositora en la Knésset (Parlamento), Beguin veía pasar los años y las elecciones sin que las urnas le acercaran al poder. Hasta ocho elecciones perdió contra sus enemigos socialistas, entre los que era considerado poco menos que un fascista y simbolizaba todos los vicios del judío religioso de la diáspora.

Con su aspecto pasado de moda, de abogado judío-polaco y un discurso exagerado y apocalíptico plagado de referencias religiosas, Beguin era considerado una figura histriónica y desfasada por la clase dominante del Mapai. Su historial maximalista de halcón poco partidario del compromiso lo convertían en un personaje incómodo que proyectaba, hacia el exterior y en el espejo, una imagen indeseada de judío histérico atrapado en los mismos fantasmas históricos que el sionismo de izquierda aspiraba a enterrar.

Y fue en este hombre de orígenes y trayectoria tan distintos a los Peretz, que ya constituían la mitad de Israel, en el que los mizrajíes se identificaron y por el que apostaron para conseguir en la política, la economía y la cultura del país la relevancia que ya tenían en la demografía.

Como responsable de información de uno de los partidos de la coalición de Beguin, el Likud, Chafets es testigo de esta apasionante asociación, y da cuenta de ella con jugosas anécdotas llenas de humor y emoción, al tiempo que la explica con claridad admirable.

 

  • Mucho se ha escrito sobre la aparente paradoja de la popularidad de Menájem Beguin entre las masas de judíos sefardíes en Israel, sobre cómo el mismísimo prototipo de la clase media polaca judía se ganó el afecto y el apoyo entusiasta de estos orientales. Las explicaciones más comunes –la dureza de las políticas de Beguin hacia los árabes, su talento para la oratoria agitada, el hecho de que fuera una figura paterna para gente que buscaba una figura patriarcal después de Ben Gurión– son solo una parte de la historia; [pero] ninguna de ellas puede explicar los vínculos emotivos que unieron a gran parte de la comunidad oriental [de judíos mizrajíes] con el líder del Likud.

Para Chafets, un hecho ideológico capital de Beguin y del sionismo revisionista que profesaba era su renuncia a la ingeniería social, en la que sí creían sus adversarios del sionismo socialista. Según el autor, esta diferencia es fundamental a la hora de entender la calidez de su relación con los mizrajíes.

 

  • Para él, los judíos –sefardíes o ashenazíes– no precisaban de modificaciones radicales más allá de los cambios naturales que confería la independencia. Beguin nunca aceptó la noción del Nuevo Hombre y la Nueva Mujer Judíos que los socialistas soñaban con crear en su laboratorio sionista. Su mentor, Zeev Jabotinsky, predicó una especie de filosofía del “Jewish is Beautiful” (Lo judío es bello). No había nada malo en los judíos que la soberanía no pudiera curar, y la primera tarea para conseguirla era desarrollar la autoestima, no por lo que uno pueda llegar a ser, sino por lo que uno ya era.

Una de las grandes pruebas de la condición de deplorables de Begin y sus judíos mizrajíes se dio en la noche de su histórica primera victoria electoral, en 1977. Como hicieron algunos partidarios de Hillary con la victoria de Trump, el exministro y jefe del influyente sindicato laborista Histradut, Itzhak ben Aharón, se negó a creerse los resultados y en una entrevista en televisión los atribuyó a “un error”. Obligado por la evidencia, Ben Aharón rectificó, pero solo hasta aceptar que el error no estaba en los resultados sino en el juicio electoral de sus compatriotas: “El pueblo se ha equivocado”.

 

  • La reacción de Ben Aharón era perfectamente natural. El exministro no era simplemente un político que se quedaba sin trabajo, ni el representante de un partido que había sufrido una derrota política. Los pioneros habían venido a Israel a crear un nuevo tipo de judío, y en gran medida lo habían conseguido. Y ahora el pueblo rechazaba sus valores y sus objetivos, daba la espalda a la oportunidad de oro de continuar “construyendo y siendo reconstruido” al elegir a Beguin, el símbolo de todo lo malo de la diáspora. Era más que una derrota política; era un acto masivo de herejía. ¿Quién era ‘esa’ gente que había hablado? Holgazanes de café y chulos de playa. Empresarios gordos y oportunistas, horteras de discoteca, ridículos ortodoxos y chusma semianalfabeta marroquí. Toda esa gente había rechazado la oportunidad de renacer para optar en su lugar por las frivolidades del materialismo, el sentimentalismo de la parafernalia religiosa y la nostalgia de culturas pasadas de moda. ¡No eran verdaderos israelíes, eran judíos!

Además de Beguin y sus deplorables, por las páginas de Heroes and Hustlers pasan, inscritos en las distintas categorías que conforman el título, multitud de personajes de esa galería inagotable que es la sociedad israelí. Chafets mira a todos ellos con generosidad, cariño y un humor que nunca desemboca en el cinismo. Como escribe él mismo de la actitud de Beguin con los sefardíes y otro de los pilares de su victoria electoral, los ultraortodoxos, Chafets no es como los que aparecen en sus estampas, pero es también un outsider y les trata, a ellos y a sus valores, “con afecto y respeto”. Y quizá por ello le queda un libro precioso.

 

Zeev Chafets, Heroes and Hustlers, Hard Hats and Holy Men, William Morrow & Co.,1986.

***Marcel Gascon. Periodista. Corresponsal de la agencia EFE en Johannesburgo (Sudáfrica).

 
Comentarios

Dos grandes a quienes por su talante echo bastante en falta.

israel winicki

Cuanto necesita Israel un Begin ahora

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