Mientras Israel celebraba el 70 aniversario de su independencia y el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, los palestinos conmemoraron su 70º Día de la Nakba. La Nakba–“catástrofe”– en cuestión se refiere, precisamente, a la fundación del Estado de Israel; pero este año los palestinos han tenido una verdadera nakba en la que pensar: la degeneración de su movimiento nacional, signado por el autoritarismo, la corrupción, la violencia y el extremismo.
Ha habido dos manifestaciones clave de esta deriva perniciosa. La primera la protagonizó Hamás, la mayor de las organizaciones terroristas islamistas palestinas, que gobierna Gaza desde 2007. Hace dos semanas, organizó a masas de manifestantes (y, según Israel, infiltró a decenas de operativos armados con bombas de fabricación casera y granadas) para que asaltaran la valla fronteriza con Israel. Hamás ha fracasado en la gobernación de Gaza, sumida en la pobreza y con escasez de agua, electricidad y oportunidades de empleo para sus 1,8 millones de habitantes, de los cuales dos tercios tienen menos de 25 años. La tasa de paro está en el 44%, y es aún más alta entre los jóvenes. Hamás y los que la dirigen están atrapados en una trampa que ha creado la propia organización terrorista: su ideología les impide alcanzar la paz con Israel, pero, al parecer, las circunstancias les han convencido de que otro gran conflicto con el Estado judío sólo causaría una mayor devastación. Así que han optado por sacrificar vidas palestinas en ataques fronterizos que no producen el menor beneficio a la población de la Franja.
De hecho, el principal logro de estos ataques fronterizos es que han recordado a los israelíes –que salieron de Gaza en 2005, dejando abandonadas allí sus bases militares y sus asentamientos– queHamás considera ilegítimas todas las fronteras de su país. La querella con Hamás no es por los asentamientos o por la ocupación de la propia Gaza. Es por la existencia de Israel. En la Franja, la parte islamista del movimiento nacional palestino no hace nada por promover los intereses palestinos, sino que está aislando a su pueblo de Egipto, Israel, la Margen Occidental y el resto del mundo.
Hamás ofrece violencia y nihilismo, está financiada por Irán y dedicada a la fantasía del retorno a Israel pasando por encima de la valla fronteriza. Pero ni con toda la presión que es capaz de ejercer puede congregar a más de 40.000 personas en la valla, considerablemente por debajo de su objetivo de 100.000. Tampoco la reacción en la Margen Occidental (en la que hubo manifestaciones de menos de 2.000 personas dispersadas en una docena de puntos) y en el mundo árabe ha sido tan grande como quizá Hamás esperara. El Ramadán empezó el pasado día 16 y quizá haya una continuación de la violencia, incluso una nueva guerra entre Israel y Hamás. Pero el panorama de fondo no cambiará: Hamás ha convertido Gaza en una prisión. Mediante la confrontación violenta con Israel, no puede conseguir la paz ni procurar una vida decente y normal a la población de la Franja.
La segunda manifestación la protagonizó el sector laico del movimiento nacional palestino, dominado por el partido Fatah de Yaser Arafat. Fatah gobierna en la Margen Occidental y controla tanto la Autoridad Palestina como la OLP. A lo largo de las décadas, Fatah ha experimentado una serie de transformaciones, pasando de ser una organización terrorista en lucha por la destrucción de Israel a una organización terrorista en lucha por la estadidad palestina; y, tras la muerte de Arafat (2004), a una organización política que lucha contra Hamás y otras organizaciones terroristas; y, más recientemente, a una dictadura cuyo objetivo parece ser la protección de los privilegios de sus propias élites.
El acontecimiento que ha mostrado más claramente la decadencia de Fatah se produjo el 30 de abril, cuando el presidente de la Autoridad Palestina y de la OLP, Mahmud Abbas, convocó una reunión del Consejo Nacional Palestino (CNP), el órgano legislativo de la OLP. Abbas pronunció un discurso de tres horas repleto de explicaciones acerca de que los judíos no tienen vínculo histórico alguno con Oriente Medio y de que el antisemitismo europeo se debió al “comportamiento social, [el cobro de] intereses y [demás] asuntos financieros” de los judíos. Ese discurso recordó al que se marcó el 14 de enero, donde proclamó: “[El sionismo] no empezó hace cien años. No empezó con la Declaración Balfour (…) Empezó en 1653, cuando Cromwell gobernaba Gran Bretaña (…) Se le ocurrió la idea de transferir los judíos de Europa a Oriente Medio”.
En esa reunión del CNP, Abbas se hizo reelegir por aclamación: no hubo votación. Toda la escena –la duración del discurso, su contenido a veces extravagante y a veces directamente antisemita, la elección por aclamación– era un retroceso a Castro o a Ceausescu y provocó la desesperación de muchos observadores palestinos: Israel está celebrando 70 años exhibiendo libertad, prosperidad y fortaleza; EEUU traslada su embajada en Israel de Tel Aviv a Jerusalén; laocupación, que empezó en 1967, no tiene visos de concluir, no hay negociaciones de paz y el líder de los palestinos se dedica a aplastar a los disidentes, encumbrar a sus matones y perorar sobre Oliver Cromwell.
La represión en la Margen Occidental no hace sino aumentar. La independencia judicial ha mermado. Las organizaciones de la sociedad civil que quebrantan la “unidad nacional” o amenazan el “tejido social” se exponen al cierre y sus líderes, a la cárcel. El Centro Palestino para la Investigación de Políticas y Encuestas, dirigido por Jalil Shikaki, el encuestador palestino más conocido, podría echar el cierre este año. Abbas hizo en en 2015 un despliegue similar para cerrar una ONG financiada por el ex primer ministro Salam Fayad, a la que confiscó los fondos y le cerró las cuentas bancarias. Como Hamás en Gaza, la Autoridad Palestina arresta y detiene a periodistas que critican a Fatah y a sus líderes. La corrupción está muy extendida. En la reunión del CNP, la elección o la exclusión no dependía del servicio a la causa palestina o de la integridad del candidato, sino de su lealtad a Abbas.
Con los Acuerdos de Oslo, en la década de 1990, se creó lo que se suponía iba a ser el embrión de unas instituciones democráticas. Tras la muerte de Arafat, esas conchas vacías se llenaron brevemente; se celebraron elecciones presidenciales libres en 2005 y legislativas en 2006 (estas últimas las ganó Hamás). No ha habido elecciones en los territorios palestinos desde enero de ese año, y la legitimidad del liderazgo palestino disminuye constantemente. El régimen monopartidista de Hamás en Gaza y de Fatah en la Margen Occidental refleja lo peor de la cultura política árabe.
Tampoco ninguna de las dos organizaciones, Fatah o Hamás, ofrece a los palestinos un programa pragmático para la independencia nacional. La alineación de Israel y la mayoría del mundo suní contra Irán significa que estos últimos países son menos propensos a financiar a Hamás, cuya retórica y conducta violentas y su rechazo absoluto de la existencia de Israel son un reflejo de la política iraní. En diciembre, el líder de Hamás Yahia Sinwar presumió de su relación con Qasem Suleimani, jefe de la Fuerza Quds de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria de Irán, y de las muestras de apoyo que de él recibe.
En la Margen Occidental, desde Oslo, hace un cuarto de siglo, el programa de Fatah y la OLP ha consistido en un acuerdo negociado con Israel que conduciría a la genuina independencia, a la solución de los dos Estados. Pero no ha habido progresos en una década: Abbas rechazó una oferta de paz del primer ministro israelí Ehud Olmert en 2008 y todos los esfuerzos de la Administración Obama para volver a llevarlo a la mesa de negociaciones.
Los israelíes debaten cuánto podría ofrecer su primer ministro, Benjamín Netanyahu, en una negociación auténtica, porque preside una coalición de centroderecha que podría dividirse ante cualquier concesión. Pero Bibi no va a someterla a esa prueba, porque hace mucho que Abbas dejó de considerar la celebración de unas negociaciones serias, con la adopción de unos compromisos serios. Carece de legitimidad para ello, y sus recientes destituciones y represiones transmiten la imagen de un hombre que, a sus 83 años, dejó hace tiempo de tener la capacidad de liderar para la paz. No está como para llevar a cabo un debate con Hamás y demás, que lo llamarán traidor ante cualquier acuerdo al que llegue. Parece haber decidido cuál debe ser su legado: la “perseverancia”, lo que significa que, como Arafat, ha dicho que no a todo. Prefiere ser visto como un líder fiel y leal que llevó muy alta la bandera del nacionalismo palestino y se negó a regatear con los sionistas antes que afrontar las concesiones, sin duda dolorosas, que la paz conllevaría. En 2003, cuando Estados Unidos y la UE obligaron a Arafat a aceptarlo como primer ministro, Abbas parecía una alternativa y un posible socio de Israel para la paz. Quince años después, esas esperanzas llevan mucho tiempo desaparecidas, lo que ayuda a explicar por qué la Administración Trump aún no ha hecho público su plan para la paz: Abbas lo rechazaría al instante.
Todo esto deja a los palestinos en la estacada, sin maneras de avanzar. Da igual las críticas que suscite la ocupación: es seguro que los israelíes no dejarán la Margen Occidental abandonada al caos o a una posible toma del poder por parte de Hamás. Hoy, la creación de un Estado soberano palestino es sencillamente demasiado peligrosa para Israel y Jordania como para ser tomada en consideración. Con Hamás controlando Gaza e Irán y sus satélites apoderándose de vastas extensiones de Siria y dominando el Líbano, ¿quién llevaría las riendas de dicho Estado en la Margen Occidental? ¿Qué probabilidad hay de que Israel, que anda luchando contra el control iraní del sur de Siria, dé oportunidades a nuevas incursiones iraníes? ¿Y cómo pueden los israelíes y los palestinos (y, de hecho, los estadounidenses y los jordanos) abordar estos asuntos en serio, si el líder de la AP y la OLP no vuelve a la mesa de negociaciones y en su lugar se dedica a dar peroratas sobre la historia judía y británica?
Lo más probable es que de aquí a cinco años la situación siga siendo básicamente la misma. Quizá Abbas haya desaparecido, pero sus sucesores seguirán siendo fieles a Fatah y en cualquier caso necesitarán años para consolidarse en el poder como para siquiera considerar exponer a los palestinos a unas concesiones difíciles para un acuerdo de paz. Los palestinos están cada vez más desesperados porque ni Fatah ni Hamás se hacen cargo de sus esperanzas ni puedan cumplirlas. Sólo hay otras dos opciones. La primera es la solución de un Estado, lo que significa la unión con Israel, pero eso es algo imposible para Israel, que la rechazará al margen de quién sea su primer ministro. La otra opción es establecer algún tipo de vínculo con Jordania.
En los ambientes diplomáticos, y en el discurso público palestino, ese vínculo no se puede mencionar. Pero, como me han explicado algunos palestinos, los jóvenes que viajan allí pueden ver una sociedad que es medio palestina y que funciona como un país independiente, con un sistema operativo de ley y orden. Los jordanos viajan libremente, rara vez padecen el terrorismo y tienen un partido islamista (de los Hermanos Musulmanes), el Frente de Acción Islámica, que participa en el sistema político y tiene representación parlamentaria. Hay elecciones, aunque el poder esté concentrado en última instancia en el Palacio Real. El reino tiene lazos estrechos con todos los países suníes y Occidente, y está en paz con Israel.
La pregunta fundamental que plantea todo esto es cuál es, en 2018, la naturaleza y el fin del nacionalismo palestino. ¿El gran objetivo es conseguir la soberanía a toda costa, sin importar lo que demore, y aunque esté cada vez más divorciado de la paz, la prosperidad y las libertades personales? ¿Es la perseverancia la mayor virtud palestina, hoy y siempre? Estas preguntas no se pueden debatir ni en Gaza ni en la Margen Occidental. Pero Israel celebra sus 70 años y la ocupación tiene ya medio siglo de antigüedad, así que ¿Cuánto más se pueden dejar de lado?
La desesperada situación palestina es en gran parte obra de Fatah, el partido que llevó a su sociedad a decenas de callejones sin salida, que adoptó el terrorismo, perdió unas elecciones contra Hamás y rechazó ofertas de paz israelíes en al menos dos ocasiones (2000 y 2008). Puede que la oportunidad para un Estado palestino estuviese abierta entre 1991 y 2008, pero ahora se ha cerrado. Lo cierto es que no se vislumbra un acuerdo con Israel, y en las capitales árabes el entusiasmo por la causa palestina está en claro retroceso. En las conferencias a las que he asistido en el mundo árabe se sigue hablando de la centralidad de la cuestión palestina, pero cada vez más la suelen plantear sólo personas de 70 u 80 años.
La catastrófica gestión de los asuntos palestinos por parte de generaciones de líderes, desde Haj Amín al Huseini (el muftí pronazi del periodo del Mandato Británico) a Yaser Arafat y Mahmud Abbas, es la auténtica Nakba palestina.
© Versión original (en inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.