Quien se haya atrevido a estudiar hebreo, habrá descubierto varias diferencias fundamentales con otras lenguas europeas, como el español, pero también el inglés o el polaco. Primero: el texto se escribe de derecha a izquierda. Segundo: las letras son totalmente distintas (todas ellas) de las que usa nuestro alfabeto. Tercero: sólo suelen aparecer escritas las consonantes, mientras que las vocales son tácitas. Bueno, no siempre, ya que muchos textos (especialmente los religiosos) añaden en torno a las letras hebreas una serie de signos diacríticos compuestos de puntos y rayas (llamadas nikud), además de unas marcas o acentos (llamados taaméi mikrá), que indican en el último caso la “melodía” de su cantilación, de la entonación cantada en caso de textos sagrados.
El nikud explicita la forma de pronunciar la palabra, especialmente las vocales tácitas, pero también algunas consonantes del alefato cuyo sonido puede variar. Por ejemplo, la SHin puede transformarse en Sin (de allí que se pronuncien distinto ambas letras en la expresión del conocido rezo “SHemá iSrael”); la Fei torna en Pei al inicio de palabra o cuando se ponga un punto dentro de la letra; la Jaf se endurece hasta convertirse en Kaf con una indicación similar. Incluso la Bet puntuada en su interior produce una b cercana a la p, como en shabat (por lo que muchas veces aparece escrita como shabbat).
Durante la segunda mitad del primer milenio de nuestra era se desarrollaron muchos sistemas ortográficos para representar las vocales, pero el más difundido — y el único que aún se usa en un grado significativo — fue el creado por los masoretas de Tiberíades en Israel. Éstos eran judíos que trabajaron entre los siglos VII y X en la citada ciudad y en Jerusalén como sucesores de los sofrím (escribas) en la responsabilidad de hacer copias fidedignas de las escrituras sagradas. El término masoreta proviene del hebreo “masóret”, que significa tradición. Dicho término está recogido en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, así como masora, que es la “doctrina crítica de los rabinos acerca del texto hebreo de la Biblia, para conservar su genuina lectura e inteligencia”.
De hecho, muchos siglos antes que nacieran esta Academia de la Lengua y similares de otras en todo el mundo, los judíos ya habían hecho los deberes en esa materia. Más les valía, después del descalabro que significó la destrucción del Templo en el año 70, centro de todo el ritual. La diáspora a la que se vio obligado el pueblo tras la destrucción incluso de su capital Jerusalén unos años después, obligó a reconvertir la fe casi en otra distinta. Ya no había un Sumo Sacerdote de la casta de los Cohen, sino que se debió formar en la Torá a simples hombres del pueblo que se llamarían rabinos, que necesitaban saber cómo pronunciar los rezos adecuadamente allí donde vivieran en el ancho mundo. Uno de los fenómenos que más les ayudaron a propagar la nueva liturgia fue el trabajo riguroso de esos pocos que vivieron consagrados a la labor en ciudades casi abandonadas y sometidos al yugo musulmán. La Real Academia Masorética del Hebreo
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