El ápice de la crisis estival entre Turquía y Estados Unidos, en teoría dos aliados en la OTAN, ha dado paso a un pesimismo cauto. Pocos turcos recuerdan hoy los días de las multitudinarias protestas contra el presidente Donald Trump y su Administración; protestas a menudo pueriles, como cuando las turbas se reunieron para quemar dólares falsos o destrozar iPhones delante de las cámaras.
Lo de ahora es una calma extremadamente frágil.
Tras mantener vacante el puesto desde octubre de 2017, el pasado día 15 Washington propuso a David Satterfield, diplomático de carrera, como nuevo embajador en Ankara, nombramiento que aún ha de ser confirmado por el Senado norteamericano.
En Ankara, al embajador Satterfield le espera un complejo puzle.
No hay indicios de que el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, vaya a reconsiderar –o incluso recalibrar– su asertiva agenda neo-otomana. Mientras el país se prepara para las trascendentales elecciones municipales del 31 de marzo, su popularidad se dispara entre unas masas que quieren que Turquía sea grande otra vez. Una derrota inesperada en las urnas podría ser el comienzo del fin para el régimen de Erdogan, que ya dura 17 años.
Una de las prioridades de Erdogan en la escena regional, mientras las tropas estadounidenses se disponen a abandonar el norte de la vecina Siria, es evitar el surgimiento de un cinturón kurdoal sur de su país. La salida de las tropas estadounidenses podría dejar expuestos a los kurdos sirios –aliados de EEUU en la lucha multinacional contra el Estado Islámico– ante una incursión militar turca. EEUU apoya la existencia de una zona de separación en el norte de Siria para mantener a los milicianos kurdos y a los soldados turcos alejados, pero Erdogan insiste en el control exclusivo de Turquía sobre una franja que tendría 32 kilómetros de profundidad. El autócrata turco también rechaza el plan de Estados Unidos para crear una fuerza multinacional que vigile la zona.
En el puzle turco-estadounidense hay un plan de Erdogan para convertir a Turquía en el primer miembro de la OTAN que despliega el sistema de defensa y antimisiles S-400, de fabricación rusa. Ankara ha rechazado en repetidas ocasiones las demandas de sus aliados occidentales de que abandone el acuerdo con los rusos y opte por una arquitectura de defensa fabricada en Occidente. Más recientemente, el pasado día 20, el subsecretario turco de Industrias de Defensa –a cargo de las adquisiciones del Ejército–, Ismail Demir, declaró que el S-400 estaría operativo en octubre.
El S-400 es otra posible fuente de discordias entre Washington y Ankara. Las palabras de Demir parecían una respuesta oficial turca al vicepresidente Mike Pence, que sólo unos días antes reiteró sus advertencias a Turquía para que no siguiera adelante con la compra del S-400. Penceadvirtió en la Conferencia de Seguridad de Múnich:
No nos quedaremos de brazos cruzados mientras miembros de la OTAN compran armas a nuestros adversarios. No podemos garantizar la defensa del Oeste si nuestros aliados se hacen cada vez más dependientes del Este.
La advertencia de Pence de “no quedarse de brazos cruzados” también afecta a otro plan turco para comprar equipamiento militar, esta vez de Occidente. Turquía forma parte de un consorcio multinacional, encabezado por EEUU, que está construyendo la próxima generación de aviones de combate F-35, y se ha comprometido a adquirir un mínimo de cien aparatos. El pasado día 19 Trump firmó una ley de gasto que bloquea la transferencia de los F-35 a Turquía. La entrega de los mismos seguirá bloqueada hasta que el secretario de Estado y el secretario de Defensa presenten una actualización del informe sobre la compra turca del S-400.
Si Ankara sigue adelante con la adquisición del S-400, la ley del Congreso exige que los Departamentos norteamericanos incluyan una descripción detallada de sus planes para la imposición de sanciones de acuerdo con la sección 231 de la Ley para Contrarrestar la Influencia Rusa en Europa y Eurasia, de 2017 (Ley Pública 115-44).
Los esfuerzos sistemáticos de Turquía para financiar a organizaciones islamistas en Oriente Medio, así como en otros lugares de la Cuenca Mediterránea, son motivo de preocupación para los países occidentales –incluido Estados Unidos– con una agenda estabilizadora para la región. Como resultado de la afinidad ideológica de Erdogan con organizaciones como Hamás y los Hermanos Musulmanes, Turquía está librando una guerra fría con una larga lista de países de la zona, como Egipto, Arabia Saudí, Emiratos e Israel. Recientemente se añadieron nuevas tensiones a la lista cuando Libia y Argelia intervinieron cargamentos de armas turcos a milicias islamistas.
En diciembre, las autoridades libias informaron del hallazgo en la frontera libio-argelina de un cargamento turco de armas que incluía cohetes y 48 millones de municiones. Un funcionario argelino declaró al periódico Al Watan:
- El propósito de esa actividad [turca] no sólo es desestabilizar Libia, sino enviar arsenales a zonas inestables, incluida Argelia.
La ideología antioccidental de Erdogan suele hacer extraños compañeros de cama para Turquía. El más reciente es Venezuela. Turquía se ha unido a Rusia, China e Irán en su respaldo al baqueteado régimen de Nicolás Maduro. Cuando, en noviembre, Trump firmó una orden ejecutiva que autorizaba las imposición de sanciones al oro venezolano –después de enviar a un emisario para advertir a Turquía contra su comercio–, una misteriosa empresa turca, Sardes, con sólo un millón de dólares de capital, había sacado metal precioso del país americano por valor de 900 millones de dólares.
Con o sin embajador estadounidense en Ankara, hay pruebas más que suficientes para esperar unas muy accidentadas relaciones entre ex-aliados estratégicos que ahora son aliados sólo en teoría o, dicho con un léxico más realista, rivales ideológicos.
© Versión original (en inglés): Gatestone Institute
© Versión en español: Revista El Medio
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