Los resultados de las recientes elecciones israelíes nos han dejado una clave ineludible: los israelíes apoyan a Netanyahu.
Pese a las múltiples predicciones de derrota –sondeos a pie de urna incluidos–, el primer ministroNetanyahu consiguió una victoria extraordinaria; aplastó a sus rivales a ambos lados del espectro político y se aseguró un lugar en la historia de Israel como su dirigente con más años de gobierno a sus espaldas.
Conozco a Netanyahu desde hace casi 30 años, desde que fue a hablar conmigo a Oxford. Su irreprimible orgullo judío y su deseo de defender a su pueblo ya eran poderosamente evidentes en aquel entonces.
Y no han disminuido.
Si bien los votantes han mostrado que aprecian el programa general de Netanyahu, lo cierto es que lo que apoyan fuertemente es un punto en particular: la extensión de la soberanía israelísobre la mayoría de los asentamientos judíos en Judea y Samaria, es decir, sobre la denominada en jerga política “Área C”.
Sólo unos días antes de las elecciones, el primer ministro anunció por sorpresa que anexionaría esa zona a Israel si consiguiera renovar su mandato. “Me pregunta si nos estamos moviendo hacia una nueva fase”, explicó a un periodista, “y la respuesta es sí: nos estamos moviendo hacia una nueva fase. Voy a extender la soberanía [israelí], y no voy a distinguir entre bloques de asentamientos y asentamientos aislados”.
El significado de este compromiso para los votantes israelíes de derechas –que son ahora una clara mayoría– queda de manifiesto en los datos. En el mes previo al anuncio de Netanyahu, las encuestas predecían que su partido –Likud– conseguiría entre 26 y 31 escaños. Dos días después de que Netanyahu soltara esa bomba en los medios, su partido consiguió unos sensacionales 36 escaños en la 21ª Knéset.
La judería americana se mostró menos entusiasmada.
En una carta al presidente Trump publicada el pasado jueves, nueve grupos judíos arremetieron contra el primer ministro por su promesa de extender la soberanía israelí al corazón de la patria bíblica de los judíos. La misiva, suscrita por entidades tan importantes como la Liga Antidifamación, la Unión por el Judaísmo Reformista y la Sinagoga Unida del Judaísmo Conservador, se rendía a la idea de que la decisión de Netanyahu crearía “intensas divisiones en EEUU y haría mucho más difícil de mantener el apoyo inquebrantable a Israel”.
La más curiosa voz en el coro del vitriolo fue la del jurista proisraelí Alan Dershowitz. En un tuit publicado prácticamente al mismo tiempo que la carta a Trump, Dershowitz felicitó al primer ministro y acto seguido le aleccionó sobre ciertas cuestiones.
“Mazal tov [‘enhorabuena’, en hebreo] al primer ministro Netanyahu, al que conozco desde que era un estudiante del MIT”, tuiteó Dershowitz; y añadió que andaba esperando “el nuevo plan de paz que se va a implementar”. Y ahí especificó cómo debía ser: “[Ha llegado la] hora de una solución de dos Estados justa que garantice la seguridad de Israel”.
En primer lugar, alguien debería decirle a Dershowitz que Netanyahu ya no es un alumno del MIT. Es un servidor público que recibe encargos de sus electores, no del profesorado.
Con todo, la juztpá (palabra que popularizó el propio Dershowitz) de ese tuit se revela aún más acusada cuando reparas en que, cuando Qatar, emirato financiador del terrorismo, tuvo sus roces con EEUU precisamente por su financiación del terrorismo, Dershowitz jamás aleccionó a Doha para que cambiara de política. Todo lo contrario, defendió al emirato llegando a afirmar, en un infausto artículo completamente grotesco: “Qatar se está convirtiendo rápidamente en el Israel de los Estados del Golfo, rodeado de enemigos, sujeto a boicots y demandas irrazonables mientras pugna por su supervivencia”.
Hacer semejante comparación entre una democracia amante de la paz y una monarquía financiadora del terrorismo es una calamidad. Que Dershowitz aceptara no una sino dos invitaciones para acudir a Qatar pone sus motivaciones en cuestión. Según el Wall Street Journal, “el señor Dershowitz declinó hablar del pago de su experiencia catarí declarando: ‘No costeo de mi bolsillo viajes largos a países extranjeros’. En marzo regresó a Qatar para dar una conferencia”.
Hmm.
Dejaré la cuestión de los pagos tan abierta como la ha dejado el propio profesor Dershowitz. Pero sí me preguntaré por qué alecciona a los israelíes sobre un Estado palestino, que podría amenazar directamente la existencia de Israel, mientras se niega a aleccionar al emir de Qatar sobre lafinanciación de Hamás.
El contenido de la carta de las nueve organizaciones judías norteamericanas estaba igualmente errado. En ella se leían las viejas advertencias de que la anexión de partes del Área Cintensificaría el conflicto con los palestinos, socavaría la coordinación de Israel con la Autoridad Palestina (AP) en materia de seguridad –“por no decir que la eliminaría”– y reforzaría esfuerzos como los del BDS por aislar a Israel.
Aunque dignas de consideración, esas ideas están lejos de ser una verdad inobjetable. De hecho, suenan exactamente igual que las advertencias de un sonado rechazo global que se hicieron ante el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel por parte de Trump. O que las advertencias de que el reconocimiento de la soberanía israelí sobre los Altos del Golán por parte de Trump provocaría una auténtica tormenta de fuego.
Al final no fue para tanto. En raras ocasiones ha sido Israel mejor visto que ahora en los Estados del Golfo. Con Netanyahu a los mandos, Israel ha visto florecer sus relaciones con Estados musulmanes de África como Mali, Somalia y Guinea, que recientemente renovó sus relaciones diplomáticas con el Estado judío por primera vez en 50 años. Más aun, el presidente del Chad ha visitado Israel, convirtiéndose en el primer mandatario de dicho país en hacerlo. En cuanto al Golfo, el mundo ha visto cómo ministros israelíes rendían visitas públicas a Abu Dhabi y Dubai, y al propio Netanyahu acudir a Omán a entrevistarse con su sultán.
Por lo que hace a la cooperación de seguridad con la AP, hay que tener en cuenta una consideración: la mayoría del terrorismo que padece hoy Israel es producto de los Acuerdos de Oslo de 1994 y de la retirada de Gaza de 2005. En la Segunda Intifada se emplearon con profusión armas de la AP para atacar a soldados y civiles israelíes. Así que es difícil sostener que Israel debería tomar decisiones críticas para su seguridad teniendo en cuenta lo que diga o deje de decir la AP.
Sea como fuere, mucho más indignante que el contenido de la carta fue el destinatario que se le puso. Alucinantemente, la misiva no era un llamamiento a la opinión pública israelí, como debió ser. Ni siquiera a su primer ministro. Iba dirigida al presidente Donald Trump.
Tremendo: grupos mainstream de la judería americana exigiendo a su presidente que tome medidas para someter a un primer ministro israelí sólo unos días después de que éste consiguiera una nueva reelección.
No es la primera vez que vemos a judíos norteamericanos tratar de hacer encajar las políticas israelíes en los moldes que ellos consideran ideales. Pero sí es la primera vez que piden a un presidente norteamericano que lo haga por ellos.
Abracadabrantemente, el secretario de Estado, Mike Pompeo, salió a defender a Netanyahu de esos grupos mainstream de la judería americana. Preguntado por si pensaba que el compromiso de Netanyahu con la anexión de la Margen Occidental afectaba negativamente al plan de paz que se trae entre manos su Administración, Pompeo respondió: “No”.
En la misma entrevista, Pompeo incidió en la gran frustración con el proceso de paz que ha llevado a tantos israelíes a rechazar la solución de los dos Estados. “Hemos tenido un montón de ideas durante 40 años. Pero no han traído la paz entre los israelíes y los palestinos. Nuestro plan es sacar adelante una concepción con ideas nuevas, diferentes, excepcionales; una concepción que trata de reconfigurar lo que viene siendo un problema intratable”.
Esto es todo un punto. Israel lleva décadas vagando por un desierto de negociaciones a fin de crear un Estado palestino y ha visto sus empeños esfumarse en las humaredas de los atentados suicidas. Aún quedó más meridianamente claro cuando Israel se retiró completamente de Gaza, sólo para ver cómo la Franja caía en manos de Hamás y se convertía en una plataforma permanente para los ataques terroristas contra su territorio.
Los judíos americanos no tienen por qué estar de acuerdo con Israel en todo. Pero al menos han de convenir en que Israel es una democracia, un país soberano lo suficientemente maduro, ducho y valeroso como para trazar su propio rumbo.
© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio
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