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| viernes marzo 29, 2024

Israel y los progresistas traidores al progresismo

Revisión de 'The Lions' Den 'por Susie Linfield


Theodor Herzl tuvo una gran idea que funcionó de maravilla. Su genialidad, hoy conocida como Estado de Israel, resolvió los dos mayores problemas psicológicos a los que se enfrentaba el pueblo judío en 1896: la falta de hogar y la falta de poder. Desde 1948, y tras recibir a más de 3,5 millones de refugiados judíos y convertirse en la mayor comunidad judía del mundo, Israel se ha hecho cargo igualmente de los sentimientos de desplazamiento e impotencia que han afligido a muchos judíos.

A muchos, pero no a todos. El nuevo libro de Susi Linfield, The Lions’ Den (“La guarida de los leones”), muestra que, en realidad, Herzl no comprendió bien el mayor problema práctico al que se enfrentaban los judíos. Su gran solución sionista no logró resolver el Problema Judío: elantisemitismo. Israel se ha convertido en el judío colectivo entre las naciones, y ha atraído el tipo de fanatismo obsesivo que los judíos sufrieron como individuos en la Europa de Herzl.

El antisemitismo de hoy en día pone expone el odio a los judíos como el odio más plástico del mundo: qué duradero, adaptable, maleable es. El antisionismo y el antisemitismo siguen mutando, y actúan como un pegamento sorprendentemente versátil que une incluso a enemigos naturales: cristianos y musulmanes, creyentes y ateos, derechistas e izquierdistas, judíos y no judíos.

En cuanto a esos judíos que no vivieron la creación de Israel y su florecimiento como forma de sanación, el problema existencial de ser judío ha creado una nueva forma de autoodio.

The Lions’ Den aborda dos fenómenos desconcertantes: el antisionismo de izquierdas y elantisionismo judío. La fascinante historia intelectual de Linfield analiza las ideas y escritos sobre Israel y los judíos de ocho pensadores. También es el poderoso lamento de una progresista al ver cómo los más destacados progresistas traicionan los ideales progresistas de formas muy poco progresistas.

Sin pelos en la lengua, Linfield diagnostica las patologías del antisionismo a través del análisis de ocho personalidades. Siete son judías. Seis vilipendian a Israel, algunos espasmódicamente, otros obsesivamente: la filósofa Hannah Arendt (1906-1975), el novelista Arthur Koestler (1905-1983), el biógrafo Isaac Deutscher (1907-1967), el experto en Oriente Medio Maxime Rodinson (1915-2004), el periodista I. F. Stone (1907-1989) y el lingüista Noam Chomsky (1928). El escritor anticolonialista franco-tunecino Albert Memmi también aparece, consumido por las carencias de Israel; pero celebra la necesidad de su existencia, porque, a diferencia de los otros, vivió en primera persona la opresión árabe.

La elección más extraña de Linfield es el académico no judío irlandés –y mucho más joven que los anteriores– Fred Halliday (1946-2010), que arremetió contra la política palestina de Israel sin justificar el terrorismo palestino, la autocracia árabe o el radicalismo islamista.

Linfield comienza con una convincente descripción del ambivalente sionismo de Arendt. En su célebre trabajo Eichmann en Jerusalén (1963), Arendt no hizo más que nazificar a los israelíes. Su relación con Israel era “como la de un chaval alienado y rebelde con su familia”, escribe Linfield. “Aunque llena de ira, rencor y sentimientos de superioridad, nunca se pudo separar completamente [de Israel], y en los momentos de crisis siempre salió en su defensa”.

Arthur Koestler siguió una trayectoria más lineal. En su novela sionista de 1946, Ladrones en la noche, rendía culto a los nuevos y agresivos “tarzanes hebreos” de Palestina. Treinta años después, brindó un extravagante regalo a los antisionistas, La decimotercera tribu, donde sostenía, absurdamente, que los judíos de hoy eran descendientes de los jázaros que se convirtieron en el siglo XI. En ambas obras, Koestler intentó resolver el problema judío –y su propio problema judío– erradicando a los judíos tradicionales de la Historia, simplemente. “El sionista antisemita”, lo llama Linfield.

Linfield considera que la mayoría de los ataques antisionistas a Israel son chapuceros, incluso sonrojantes: Maxime Rodinson “se convirtió en una versión menos inteligente de sí mismo cuando le dio por al tema”; I. F. Stone asumió falsamente que los israelíes y los palestinos “compartían un anhelo paralelo por la paz”; al ignorar “la verdadera historia”, Chomsky construye un lugar mítico, Chomskilandia, “donde los dictadores árabes y los milicianos de la OLP se pasaron décadas buscando la paz y [el novelista israelí] Amós Oz la rechazaba”. Chomsky, escribe Linfield, “ha tomado los principios fundamentales de la izquierda (…) y los ha retorcido y convertido en caricaturas irreconocibles, y por lo tanto los ha traicionado”.

En resumen: las “trampas en las que caen tantos comentaristas sobre Israel” incluyen “la arrogancia, la ignorancia, la lejanía y la imprecisión”. Si Oriente Medio demostró ser la tumba de las ambiciones imperiales, se ha convertido igualmente en la tumba del “debate moral y jurídico sensato”, advierte Linfield.

Estos progresistas decepcionan a Linfield porque ella cree en el progresismo. “Cuando se trata de la violencia política, no hay un terreno intermedio, como no lo hay en cuando se trata del racismo”. Su héroe aquí es Halliday. Su negativa a fabricar excusas para el terrorismo es para ella la prueba de que dicho realismo funge como “afirmación, no como rendición, de los valores humanos e incluso revolucionarios”. Y si “la izquierda de Occidente ha sido una inestimable y aguda crítica” de las fantasías israelíes, también se ha convertido en “la peor facilitadora de los delirios palestinos”.

Aunque los antisionistas quitan importancia a los logros de Israel, Linfield resalta uno de los milagros subestimados del sionismo: cómo transformó la imagen y la autoimagen del judío. Koestler fue un virtuoso del autoodio al que repelía la “fealdad” de las caras judías, esa “amalgama de narices grandes y ganchudas, labios carnosos y ojos líquidos”, esas “máscaras de reptiles arcaicos”. Isaac Deutscher fue un judío tan atormentado que fingió haber olvidado el yídish y el hebreo que habló con fluidez en su juventud. El extraordinario biógrafo de León Trotski, que acuñó la expresión “el judío no judío”, fue, según Linfield, un judío “profundamente conflictuado”. Deutscher sólo siguió siendo judío “forzado por mi solidaridad incondicional con los perseguidos y los exterminados”, según admitió. El hecho de que veamos ahí la neurosis personificada es prueba de los efectos prácticos del sionismo a la hora de ofrecer una nueva comprensión de los judíos como dueños de sus propios destinos.

Aunque este libro delicioso e inteligente aporta ideas bellamente expresadas, Linfield tiene puntos ciegos. De vez en cuando arremete contra Israel, normalmente con frases sencillas que presuponen el acuerdo con las mismas. Aunque puedan preservar la reputación de la obra en el ambiente izquierdista, esas réplicas parecen exhibicionismo moral. Pero, para ser justos, hay que decir que escasean en su valiente denuncia de una “voluntad traicionera de sustituir la realidad con ideología, pensamiento desiderativo o pura fantasía”. Linfield ha escrito un libro que es llamativamente heterodoxo para una profesora de periodismo de la Universidad de Nueva York, donde uno presume que su simpatía por el sionismo la hará sentir que está en la guarida de los leones.

Linfield se burla de los totalitaristas identitarios y sus razonamientos, que les llevan a justificar los crímenes de los suyos y a demonizar los de quienes detestan. Aún más provocadoramente, sostiene que el vapuleo a Israel permite a la izquierda “sostener una crítica corrosiva al nacionalismo, pero sólo en el caso de un pequeño país, mientras se postra a la retórica antiimperialista y estridentemente nacionalista del Tercer Mundo”.

Esta idea es paralela a la de Judea Pearl en otro importante libro, Anti-Zionism on Campus: The University, Free Speech, and BDS (“Antisionismo en el campus: la universidad, la libertad de expresión y BDS”), hábilmente editado por Andrew Pessin y Doron S. Ben-Atar. Pearl, experto en inteligencia artificial y padre de Daniel Pearl, el reportero asesinado del Wall Street Journal, apunta a la irracionalidad de lo que él denomina sionofobia. “Los intelectuales marxistas nunca pueden perdonar a Israel que les demuestre que sus libros de texto se equivocan”, escribe Pearl. “La arquitectura neuronal de los intelectuales del BDS está cableada en torno a la imagen odiada de los colonos blancos, que hace mucho que desaparecieron de la Tierra (salvo de las Islas Malvinas). Se odia a Israel porque había que reinventar al colono blanco para que se ajustara al villano del guion”.

Aparte de convertir a Israel en el chivo expiatorio, “estos intelectuales no pueden digerir” la narrativa redentora de Israel “de una nación que está reconstruyendo su patria histórica”, afirma Pearl. “No pueden perdonar a Israel que dé nuevo significado a la existencia del hombre, un significado que trasciende” la trinidad identitaria de la raza, la clase y el género de los posmodernos.

Los intelectuales judíos antisionistas de Linfield también detestaron a Israel por demostrarles que se equivocaban. En su afán de convertirse en ciudadanos del mundo, desplazados por la Historia, acabaron afectados por la anomia de Emile Durkheim: cayeron en la apatía, la soledad, el autoodio y el estancamiento. Seguían siendo judíos, después de todo. Al contrarrestar sus autoimágenes de judíos feos, torturados y debiluchos, los fuertes y orgullosos sabras de Israel les generaron más autoodio, y la metástasis de este autoodio devino furiosa hostilidad.

El histórico choque entre modernidad y judaísmo engendró el sionismo, y ayudó al progresismo también. Algunos judíos intentaron escapar de lo que percibían como un judaísmo opresivo alimentando los impulsos más universalistas del progresismo. En cambio, el sionismo fusionó el nacionalismo con el progresismo, equilibrando el orgullo de la identidad, la comunidad y el Estado-nación con los compromisos con la libertad. Como los estadounidenses, los sionismos usaron el particularismo para promover ideales universales.

En el choque entre universalismo y particularismo, los progresistas posmodernos desprecian a los nacionalistas occidentales por considerarlos una panda de xenófobos trumpistas. Por desgracia, demasiados nacionalistas se han vuelto ultras, confirmando la caricatura. Todo ese grito ahoga otras voces más sutiles y equilibradas.

Eso es lo que distingue los ejemplos de Albert Memmi y Fred Halliday. Memmi experimentó la hostilidad musulmana y árabe demasiado de cerca como para renunciar a su identidad judía. Él aprecia tener “una relación estrecha con su propio pueblo”. Halliday fue también demasiado progresista como para ser políticamente correcto. En cambio, los judíos antisionistas de Linfield nadaban en medias verdades y bregaban con incoherencias brutales. Su misantropía da cuenta del coste psíquico de ser Gente del Libro y traicionar a tu gente y a tu Libro al rechazar esa mezcla matizada de universalismo y particularismo –que enseña la Biblia– que representa el judaísmo, defiende el sionismo y mueve a lo mejor de Israel.

© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio

 
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