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| viernes octubre 11, 2024

Para los que preguntan sobre el Síndrome de Estocolmo

El Síndrome de Estocolmo ha cumplido 46 años

Ni Quentin Tarantino en el pico de su creatividad hubiera imaginado un guión tan absurdo como el que se vivió en aquel banco de Estocolmo en el verano boreal de 1973.


¡Clark, te veré de nuevo!», gritó a modo de despedida la joven Kristin Ehnmark desde la camilla en la que estaba sentada, presta a ser ingresada en una ambulancia, rodeada de policías y enfermeros y, un poco más lejos, de periodistas y curiosos. Era uno de los rehenes que acababan de ser liberados tras seis días de cautiverio en el Sveriges Kreditbank de Estocolmo, Suecia. Clark Olofsson era uno de sus captores.

Fue a partir de esos sucesos de fines de agosto de 1973 que se acuñó el concepto Síndrome de Estocolmo (SE). Los expertos en psicología del terrorismo se habían centrado hasta entonces en los mecanismos de desconexión moral de los terroristas, en un intento de estudiar las maneras en que se comportaban frente a sus víctimas-objetivo. El robo al banco sueco les forzó a contemplar también la psicología de las víctimas y los lazos poderosos que se podían entablar entre captores y rehenes.

Aunque el incidente del 23 al 28 de agosto de 1973 no fue un caso de terrorismo, sino apenas un ardid delictivo, tuvo un fuerte impacto en esa y otras disciplinas.

El concepto fue acuñado por el psiquiatra y criminólogo Nils Bejerot, en aquel entonces consultor de la Policía sueca.

El SE es un fenómeno psicológico curioso, una suerte de distorsión afectiva. Según la Enciclopedia Británica, el lazo se crea cuando el captor amenaza inicialmente con tomar la vida del rehén y luego decide no matarlo. El alivio del rehén ante la eliminación de esa amenaza se expresa en sentimientos de gratitud hacia el captor por concederle la vida. El robo al banco de Estocolmo duró seis días, lo que ha llevado a psicólogos a concluir que el vínculo se puede desarrollar rápidamente y que el anhelo de supervivencia de la víctima supera la necesidad de odiar al responsable de haber generado esa situación de tensión.

El análisis psicológico sugiere que el instinto de supervivencia está en la raíz del SE. Como las víctimas son forzadas a depender de la caridad de los victimarios, inconscientemente buscan bondad en un entorno hostil. La menor acción positiva por parte de los captores es leída como un buen trato, y entablan un nexo entre la felicidad de estos (la satisfacción de sus exigencias) y la suya propia (la liberación). La doctora Anna Freud llamó a estas reacciones «identificación con el agresor».

El psiquiatra sueco Lennart Ljungberg, quien trató posteriormente a los rehenes del Sveriges Kreditbank, dijo que eran personas mentalmente sanas a quienes una ordalía desbarató patrones neuróticos que antes habían estado bajo control. En un ensayo publicado en 2015 en The International Journal of Advanced Research, el profesor Minu S. Nair cita un informe del FBI que determinó que sólo el 8% de las personas expuestas a una situación de secuestro desarrolla este síndrome. Tras estudiar más de 1.200 episodios de tomas de rehenes, los investigadores del FBI concluyeron que hay tres factores necesarios para su manifestación: 1) la crisis debe durar varios días, 2) los captores deben permanecer en contacto con los rehenes y 3) los captores deben mostrar cierta amabilidad para con sus víctimas.

Quienes estudiaron esta matriz psíquica señalaron que el SE está signado no sólo por el lazo positivo entre captor y cautivo, sino por una actitud negativa hacia las autoridades que amenacen esa relación idílica captor-cautivo. Durante el robo al banco sueco, los rehenes reiteradamente se aliaron con sus captores contra la Policía, que buscaba liberarlos. Hasta tal punto fue así que en el instante previo a su liberación, cuando se ordenó a los secuestradores permanecer en el banco y dejar salir a los rehenes, estos últimos se opusieron, prefiriendo salir abrazados a los criminales para que no fueran ejecutados. Bajo la mirada atónita de los policías, captores y cautivos se besaron y estrecharon las manos.

Para entender el desenlace es menester conocer los detalles de ese acontecimiento singular. Daniel Lang hizo un trabajo formidable al respecto cuando escribió para The New Yorker un artículo de alrededor de 45 páginas poco más de un año después, apoyado en entrevistas personales con los involucrados, documentos oficiales e informes de prensa. Con el título «The Bank Drama», sigue siendo una fuente de referencia insoslayable.

Todo comenzó cuando Jan-Erik Olsson, un exconvicto de 32 años que había residido en Texas, entró armado al Sveriges Kreditbank, disparó al techo y anunció a los gritos, en inglés: «¡La fiesta acaba de empezar!». Colocó una radio sobre uno de los estantes y la puso a todo volumen, creando una atmósfera surrealista de robo de banco a ritmo de rock. Su atuendo y su idioma agregaban confusión. Vestía una peluca de cabellera desordenada, un gorro de vaquero del Viejo Oeste y hablaba, ya digo, en inglés. Como en aquel entonces la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) operaba en Europa, algunos pensaron que se trataba de un terrorista árabe. Otros supusieron que era un loco, un ladrón o ambas cosas.

Olsson hizo salir a todos los presentes, salvo a Birgitta Lundblad, Elisabeth Oldgren y Kristin Ehnmark. Pidió hablar con la Policía y presentó sus demandas, entre las que se contaban la liberación del preso Clark Olofsson y la entrega de armas, un automóvil Mustang y una cantidad en efectivo de unos 700.000 dólares. El ladrón, luego se sabría, estimó que, con unas elecciones generales en ciernes, las autoridades accederían a sus reclamos. Esa resultó ser una estimación errada. En todo caso, el contexto electoral fortaleció la determinación del Gobierno de doblegar al delincuente.

Un policía vestido de paisano que estaba en la zona ingresó al banco. Olsson no lo vio, pero Birgitta sí y exclamó: «¡No dispare!», lo que alertó al ladrón, que sí disparó e hirió al agente. A otro policía que entró identificándose previamente lo hizo sentar y cantar una canción de su elección. Eligió «Lonesome Cowboy», de Elvis Presley, y la cantó para que la Policía pudiera escucharla al otro lado de la línea. Fue un preludio de que lo que estaba por ocurrir en ese banco sería extremadamente bizarro.

El robo se convirtió en una sensación nacional, con cobertura exhaustiva de la prensa, que llegó a entrevistar a los rehenes por teléfono y a emitir sus conversaciones para el público general.

En un esfuerzo por determinar la identidad del secuestrador, la Policía cometió un error. Creyendo que se trataba de Kaj Hannson, un fugitivo, trajeron desde el sur del país a su hermano y a un amigo suyo. «Kaj, Kaj, soy tu hermano», dijo el susodicho, asomándose a la puerta del banco; pero él y su colega debieron salir corriendo cuando Olsson les respondió con tiros de metralleta. El verdadero Kaj Hannson aportó una nota de color cuando llamó a la Policía desde Hawai, donde se encontraba escondido, para hacer saber su indignación por la confusión. Al poco tiempo fue extraditado.

Mientras tanto, Clark Olofsson fue llevado al banco. Al principio no reconoció a su amigo; cuando lo hizo, le saludó en sueco. Olsson respondió en esa lengua y entonces quedó más acotado el rango de su identidad posible. Clark buscó y quemó las cintas de grabación del banco y halló oculto en un cuarto a otro empleado, Sven Säfström. Unos días después, para matar el aburrimiento, quemaría fajos de billetes. Habitualmente tarareaba la canción «Killing me softly with his song», de Roberta Flack. Jan se movía dentro del banco acompañado de sus rehenes. Intuía, con acierto, que había francotiradores afuera. A su metralleta la llamaba «mi abogado».

La Policía accedió a sus exigencias, pero tomó precauciones. Ocultó un radar en el automóvil, puso helicópteros en el aire, reforzó las guardias en los aeropuertos y erigió puestos de control en las rutas. El jefe policial a cargo, Sven Thorander, pidió a Olsson que permitiera se revisara el estado de los rehenes. El comisario Lindroth pudo hacerlo. Al regresar relató que los cautivos tuvieron una actitud hostil hacia él, que no le pidieron nada ni mostraron miradas suplicantes. Notó que se los veía relajados al interactuar con uno de los secuestradores. Informó, para sorpresa de todos, que los rehenes pidieron que se les dejase salir a todos juntos.

Por el relato de Daniel Lang sabemos que Olsson dio permiso a las mujeres para ir al baño, pero les colgaba una soga al cuello. «No podía ir demasiado lejos y estaba atada a la soga que él sostenía, pero me sentía libre», diría luego Elisabeth. «Recuerdo haber pensado que fue muy amable al dejarme salir». A Kristin la dejó ir sin ataduras. Se topó con un policía escondido en los alrededores, quien le susurró que le indicase cuántos rehenes había. «Le mostré con mis dedos», contaría más tarde. «Me sentí una traidora. No sé por qué».

Se autorizó a las cautivas a entablar conversaciones telefónicas con sus familias. Kristin habló con su madre. Elisabeth no halló a nadie en su casa. Birgitta sólo pudo hablar con la mucama y estaba desolada. Olsson la reconfortó. Le acarició la mejilla y le dijo: «Prueba de nuevo, no abandones». En el banco hacía frío. Elisabeth relató que cuando Olsson notó que tiritaba la cubrió con su campera. «Jan era una mezcla de brutalidad y ternura», dirá posteriormente. En cierto punto, Kristin llamó al entonces primer ministro sueco, Olof Palme. El diálogo fue grabado por la Policía y transcripto. Durante su investigación de 1974, Lang accedió al mismo. Sorprende la actitud de la cautiva. «Confío plenamente en Clark y el ladrón… han sido muy buenos», «quiero salir con estos dos muchachos… Quiero irme con el ladrón… Todo el pueblo sueco sabe que queremos irnos con Clark y el ladrón», se la oye insistir. Cuando el premier le pregunta por qué, Kristin responde: «Porque confío en ellos».

Poco después llamó la madre de Kristin al banco y regañó a su hija por la informalidad con la que se había expresado durante sus entrevistas. A la par, una de las mujeres comenzó a menstruar y los captores exigieron con insistencia que les hicieran llegar tampones. Elisabeth habló con su madre y le aseguró que las cosas no eran tan malas como la prensa decía. Birgitta también habló con su madre y le preguntó por sus hijos. Al colgar estaba triste y Olsson la consoló. Tras su liberación dirá: «El ladrón me dijo que todo iría bien si la Policía se fuera. Coincidí con él. Sí, pensé, es la Policía la que me aparta de mis hijos». A veces Kristin se despertaba de noche exaltada por pesadillas. Olsson la tomaba de la mano y la tranquilizaba. Kristin también admitió ante la Policía que Clark y ella hicieron manitas: «Clark me daba ternura. Sí, nos dimos la mano, pero no hubo sexo. Me hizo sentir enormemente segura». Lang cuenta que Olsson y una de las rehenes, a la que no identifica, intimaron durante el cautiverio. Ella narró que Jan le acarició las nalgas y los pechos con su consentimiento, pero que se negó a tener sexo; Olsson, frustrado, se masturbó. Con la conclusión del secuestro, la Policía científica halló muestras de semen en el suelo y pensó en la posibilidad de una violación. La prensa, por su parte, especulaba con qué estarían haciendo durante tantos días tres varones y tres mujeres jóvenes encerrados.

Consternados por el drama en curso, ciudadanos comunes inundaron con sugerencias diversas la central telefónica de la Policía. Algunas propuestas, ofrecidas por señoras mayores, fueron peculiares. Una dijo que lo que había que hacer era meter abejas agresivas en las tuberías, para forzar la salida de los malhechores. Otra opinó que la clave podría estar en organizar frente al banco un concierto de temas religiosos del Ejército de Salvación, con la esperanza de que eso aflojara la resistencia moral de los secuestradores. Llamativamente, la solución al problema que ideó la Policía no estuvo muy alejada de una de estas propuestas; consistió en alcanzar a los delincuentes por las tuberías; sólo que en vez de abejas se metió gas.

Previamente habían intentado dormirlos poniendo somníferos en la cerveza que les entregaron junto con unos sándwiches. Olsson y Olofsson hicieron que sus rehenes comieran primero, y sólo media hora después se animaron a hacerlo ellos. Nadie tocó la cerveza, pues tenía un aspecto sospechoso. Antes se habían estado alimentando con unas peras que Olsson compartió con el grupo. Una vez las autoridades llegaron a la conclusión de que los secuestradores no eran unos asesinos, decidieron lanzar gases adormecedores por los conductos de ventilación. Pero Olsson encontró la manera de frustrar el plan: ató sogas alrededor de los cuellos de los rehenes y las colgó del techo; si éstos se desvanecían, morirían estrangulados. Dejó que la Policía introdujese una cámara diminuta para que pudiera comprobar la situación. Cuando Birgitta se aflojó el nudo, Jan lo reforzó. Aun así, Kristin explicaría tras su liberación:

Ese era nuestro mundo. Estábamos en la cámara para respirar juntos, para sobrevivir. Quien amenazara ese mundo sería nuestro enemigo.

Al principio la Policía cedió, pero con el correr del tiempo y sin una alternativa más efectiva el oficial a cargo, Sven Thorander, eligió correr el riesgo. Ordenó poner fin a toda comunicación con el grupo, detener el envío de alimentos, cortar el suministro de luz y que se introdujeran los gases desde el techo. Se vertieron quince botes en un minuto, para que fueran efectivos. Del otro lado de la puerta había policías armados y con máscaras de gas. Se envió también un equipo de anestesiólogos, presto a reanimar a los rehenes que se hubieran desmayado. Fuera del banco aguardaban media docena de ambulancias.

El drama del banco llegó así a su fin. Suecia respiró aliviada. Birgitta se quedó con la radio de Olsson y Kristin con una bala de su ametralladora. Souvenirs que su secuestrador gentilmente les obsequió. Un año más tarde, una de las rehenes visitará a Clark en prisión. Ni Quentin Tarantino en el pico de su creatividad hubiera imaginado un guión tan absurdo como el que se vivió en aquel banco de Estocolmo en el verano boreal de 1973.

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