Me siento a escribir estas líneas cuando en Israel faltan aún más de dos horas para el cierre de las urnas en estas singulares elecciones convocadas por segunda vez en un año, porque en las de abril no se logró formar coalición. Durante todo el día he estado recibiendo fotos de los equipos de campaña del partido opositor “Kajol Lavan”, con su candidato Beni Gantz votando, luego abrazándose con la gente en Tel Aviv y Haifa (no ha parado hoy un minuto), además de las tomas oficiales de la Oficina de Prensa del Gobierno con la votación del Primer Ministro Biniamin Netanyahu y el Presidente Reuven Rivlin, y también numerosos informes en el grupo de whatsapp de la policía para la prensa, con todos los detalles de los incidentes en los que sus efectivos tuvieron que intervenir.
Un día movido, interesante…y emocionante.
Esto no es un análisis político sobre resultados-que aún no hay-ni tampoco una especulación sobre lo que puede pasar.
Es sólo un comentario general, de fondo, que me permito opinar, hace a la base de nuestra vida misma.
Y para explicarlo, una anécdota personal.
Cuando las elecciones del 9 de abril, mi hijo menor, a punto de cumplir 21 años, votaba por primera vez. Pero dudó hasta último momento y me dejó la impresión de que no estaba convencido siquiera de ir a la urna que le correspondía. Esta mañana, batió records cuando a su edad, ya estaba votando por segunda vez, lo cual derivaba evidentemente de la situación política en Israel y no de alguna super característica suya.
No contó cuál era su opción de voto y como no lo dijo por su iniciativa, mi esposo y yo, así como sus hermanos mayores, tampoco le preguntamos. No importaba. Lo principal, era que había ido a votar.
Después de ir todos juntos a votar, aquellos de la familia que estábamos en Jerusalem, decidimos ir a desayunar a un lindo café, antes de la larga jornada que sabía me esperaba. Conversando, por supuesto, por las elecciones, le pregunté a mi hijo qué le parece haber ido otra vez a votar. Me miró con una mirada más apropiada de madre a hijo que de hijo a su progenitora y como confirmando su percepción de siempre que su madre se emociona con facilidad, me dijo con una amplia sonrisa: “Mamá, en serio te seguís emocionando ¿verdad?”.
“Sí”, respondí con naturalidad. Y en un agregado más para una mesa redonda que para la mesa de desayuno familiar, agregué: “Demasiados millones de personas en el mundo no tienen este privilegio. No se lo puede desperdiciar”.
Esa es la base.
El voto debería ser obligatorio también en Israel, así como lo es en Uruguay.
Y en medio de discusiones, álgidas por cierto como siempre, es un motivo de orgullo que Israel haya preservado su democracia en medio de tantas amenazas y riesgos. Sí, hay propuestas de tinte ultraconservador con las que algunos elementos intentan limitar ciertas libertades. Afortunadamente, no han sido aprobadas.
Y aún mientras los diputados árabes en el Parlamento israelí critican en términos terribles al gobierno, acusándolo de numerosos males habidos y por haber, estimo que también ellos saben que el país de la región en el que los árabes viven con mayor libertad, es precisamente Israel. No es una sociedad perfecta, no hay tal cosa. Con todas sus imperfecciones y cosas por mejorar, como tantas otras sociedades del mundo libre, Israel sigue siendo un gran ejemplo de democracia.
Por eso este martes, aún en medio de discusiones, peleas, mutuas críticas, al ver tanto a judíos como a árabes, religiosos y laicos, yendo a votar, me sentí muy orgullosa de este pequeño y singular Estado de Israel.
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