El hebreo es una lengua asombrosa. Se ha preservado gracias a la Biblia judía durante milenios, incluso cuando sólo se usaba en los rituales religiosos. Otros libros sagrados, como la compilación del Talmúd, utilizan la lengua “romance” de la época (no en el sentido de estar vinculadas al latín, sino de evolución del habla vulgar): el arameo. Aunque los poetas medievales de Al Andalus la retomaron como base de su poesía y los rabinos siguieron estudiándola, su uso popular no volvió a generalizarse hasta prácticamente el siglo XX, especialmente desde el establecimiento de un estado judío que la adoptó como lengua oficial. Lo lógico hubiera sido que, dada su antigüedad, el experimento no hubiera cuajado o, como mucho, se hubiera llenado de extranjerismos. En lugar de ello, el hebreo supo dar expresión propia a los nuevos conceptos: un milagro lingüístico singular, pero no el único, ya que, como suelo reiterar, el hebreo es capaz de moldear los significados.
Tomemos un ejemplo sencillo: las partes de la cabeza, “rosh”, que por cierto también indica el inicio de algo (como en “rosh hashaná”, año nuevo; o en transformaciones de la misma raíz en “bereshit”, en el comienzo; o “rashí”, principal). Si en español existe la expresión “vestirse por los pies” como señal de sensatez y hasta de hombría, en hebreo siempre se empieza por arriba: incluso “por adelantado” se dice “mirrosh”, de cabeza. ¿Y qué tenemos allí aparte del meollo cerebral? Un par de ojos (cada uno, “áyin”, la misma raíz que usa “maayán”, fuente o manantial o la propia letra inicial de la raíz). Otro órgano situado en la cara tiene nombre de letra, “pe” y, como en español, está relacionada generalmente con una entrada, como la bocana de un puerto o la boca de un volcán. En cuanto a las orejas, cada una de ellas se dice “ózen” pero, más que al oído, en hebreo se la relaciona con el equilibrio (del que se encarga el oído interno): “izún”; y de allí “moznáim”, balanza.
Y llegamos a la nariz, “af”, injustamente desplazada de las traducciones de la biblia en el famoso pasaje de expulsión del Paraíso, cuando el ser humano se ve condenado a ganarse el sustento con el sudor de su nariz (¡y no de la frente!). Dicha parte o respiradero saliente que ha servido para la caricatura clásica del judío europeo, sirve en el hebreo para componer justamente expresiones ligadas al orgullo y el enfado, lo que convierte a la expresión del castigo divino antes mencionado en algo así como “aunque hiera tu ego”. Y es que, además, “af” se convierte en adverbio representante de lo que cuesta admitir: pese, a pesar de, también, muchas veces completado y unido a la partícula “ílu” (si, condicional) en “afílu”: incluso si, también en caso de. Como colofón de esta generalmente despreciada parte del cuerpo (por cierto, somos la única especie animal que tiene un tabique prominente, ese que tanto nos afea según el antisemitismo), el hebreo nos regala una de las expresiones más sorprendentes: “af al pi”, literalmente, nariz sobre mi boca, y que es una forma rotunda y definitiva de “pese a todo”, casi la consigna de lo que somos y el secreto de nuestra supervivencia, pese a la nariz sobre mi boca.
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