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| viernes noviembre 22, 2024

La invención de Palestina

In Memoriam de un gran amigo de Israel y mi amigo del alma Horacio Vazquez Rial, Z'L


Foto: Horacio Vazquez Rial

Los palestinos, tal como se conoce hoy a los pobladores árabes del territorio aledaño a Israel, Jordania y Egipto, existen desde 1967. El nombre de Palestina –en concreto, Siria Palestina– se deriva, por decisión del emperador Adriano, que reinó entre 117 y 138 d. C., del de los filisteos, pueblo que había desaparecido alrededor del 500 a. C.

El propósito imperial era el de eliminar el nombre de Judea de la topografía después de la segunda guerra judeo-romana, o rebelión de Bar Kojba. Tras la destrucción del Templo, en el año 70, y de las batallas que se sucedieron hasta el 73, Roma estableció en Judea una legión (la X Fretensis) para impedir cualquier conato de subversión. La dirección política y religiosa de los judíos quedó en manos del Sanedrín (clandestino e itinerante por entonces). Pero ninguna de esas medidas bastó para contener las ansias de libertad del pueblo hebreo, incrementadas por el propósito de Adriano de fundar una nueva ciudad, la Aelia Capitolina, sobre las ruinas de Jerusalem (destruida por las tropas de Tito en el 70), y por los decretos del emperador que prohibían la circuncisión y la santidad del sabbath.

Bar Kojba, a quien algunos consideraban el Mesías, tuvo éxito inicialmente. El hombre gobernó de manera integral durante más de dos años un Estado judío: llegó incluso a acuñar moneda. Adriano reaccionó y reunió en Judea varias legiones, más de las que había convocado Tito en el 70. Logró sitiar y derrotar a Bar Kojba en la fortaleza de Betar. Hay diferentes estimaciones, pero es seguro que perecieron más de 500.000 judíos en aquella guerra (proporcionalmente, para la población de la época, más que en los campos nazis). Los que no murieron, se exiliaron o se convirtieron en esclavos.

Según Dion Casio, 50 ciudades fortificadas y 985 aldeas fueron arrasadas: Adriano pretendía acabar con la identidad judía. Prohibió la Torá y el calendario judío e hizo asesinar a estudiosos y eruditos. Los rollos sagrados fueron quemados solemnemente en el Monte del Templo, donde se instalaron una estatua de Adriano y otra de Júpiter. Fue entonces cuando rebautizó Judea como Palestina y pretendió erigir Aelia Capitolina sobre las ruinas de Jerusalem, ciudad a la que los judíos tenían prohibida la entrada. La vida judía tuvo entonces su centro en Babilonia; hasta que, en el siglo IV, Constantino permitió el ingreso, una vez al año, de los hebreos en su ciudad sagrada para que conmemoraran su derrota ante el Muro Occidental.

Sabemos que para la época de las Cruzadas la vida judía había retornado a la zona, y que Jerusalem había vuelto a ser Jerusalem, si bien ya era codiciada por los musulmanes.

En una página de excepcional valor: http://www.imninalu.net/myths-pals1.htm, puede el lector disponer de una serie de citas de personajes célebres, en su mayoría cristianos, que en los siglos posteriores visitaron lo que solía llamarse (con inusual precisión) Tierra Santa. No me resisto a transcribirlas:

En 1590 un «simple visitante inglés»‘ en Jerusalem escribió: «Nada allí es interesante, excepto un poco de las viejas murallas que aún permanecen, todo el resto es matas, espinos y cardos».

En 1844, en De Jaffa a Jerusalem, William Thackeray anotó: «Luego entramos en el distrito montañoso, y nuestros pasos se sentían sobre el lecho seco de un antiguo torrente, cuyas aguas deben [de] haber sido abundantes en el pasado, así como la tenaz y turbulenta raza que una vez habitó esos salvajes montes. Debe [de] haber existido algún cultivo unos dos mil años atrás. Las montañas, o grandes montes rocosos que circundan este pasaje rústico, tienen crestas sobre sus laderas hasta la cima; en estas terrazas paralelas hay aún algo de suelo verde: cuando el agua fluía aquí, y el país era habitado por esa extraordinaria población que, según las Sacras Historias, era numerosa en la región, estas terrazas de montaña deben [de] haber sido jardines y viñedos, como los que vemos hoy a lo largo de las costas del Rin. Ahora el distrito es completamente desértico, y se lo recorre entre lo que parecen haber sido muchas cascadas petrificadas. No vimos animales en aquel paisaje rocoso; escasamente una docena de pequeñas aves durante todo el recorrido».

En 1857, el cónsul británico James Finn escribió: «El país está considerablemente despoblado de habitantes y por lo tanto su mayor necesidad es de presencia humana».

Diez años más tarde, Mark Twain escribirá, en The Innocents Abroad: «No hay ni una aldea solitaria a través de toda la extensión [del valle de Jezreel, en Galilea]; no por treinta millas en cualquier dirección (…) Uno puede recorrer diez millas en la región sin ver un alma viva. Para experimentar el tipo de soledad que causa tristeza, ven a Galilea (…) Nazaret es abandono (…) Jericó yace en desolada ruina (…) Bethlehem [Belén] y Bethania, en su pobreza y humillación (…) desposeídas de toda criatura viviente (…) Una región desolada cuyo suelo es rico, pero completamente despojado de todo (…) una expansión silenciosa, lúgubre (…) una desolación (…) Nunca vimos un ser humano en todo el recorrido (…) Difícilmente se ve un árbol o un arbusto en algún lado. Incluso el olivo y el cactus, aquellos amigos del suelo árido e indigno, han desertado (…) Palestina yace en silicio y cenizas (…) desolada».

La vida judía no se había interrumpido, sin embargo, en Jerusalem, cuando a finales del siglo XIX Herzl y otros iniciaron el proyecto sionista. Pero aquello era al principio un erial, deshabitado durante siglos. Para comprender con plenitud el proceso que se llevó a cabo para construir una nación en ese territorio terriblemente hostil recomiendo las obras de dos grandes escritores españoles: Israel, una resurrección, de Julián Marías, publicado en Buenos Aires en 1968 por la editorial Columba, e Israel, 1957, de Josep Pla (Destino, Barcelona, 2002).

Cuando, en 1948, se creó el Estado de Israel en la parte del territorio que correspondía a los judíos de acuerdo con el Decreto de Partición, no fueron los palestinos, que no existían, los que se opusieron y prometieron arrojar a los hebreos al mar, sino la Liga Árabe.

En 1970 Arafat explicó a la periodista Oriana Fallaci: «La cuestión de las fronteras no nos interesa (…) Desde el punto de vista árabe, Palestina no es más que una gota en un enorme océano. Nuestra nación es la nación árabe, que se extiende desde el Océano Atlántico [sic] hasta el Mar Rojo y más allá. La OLP combate a Israel en nombre del panarabismo. Lo que usted llama Jordania no es más que Palestina.

En 1977 Zahir Muhsein, portavoz y miembro de la dirección de la OLP en representación de la organización Al Saiqa, declaró en una entrevista con el diario holandés Trouw:

El pueblo palestino no existe. La creación de un Estado palestino es sólo un medio para proseguir nuestra lucha contra el Estado de Israel por nuestra unidad árabe. En realidad, actualmente no hay diferencias entre jordanos, palestinos, sirios y libaneses. Sólo por razones políticas y tácticas hablamos de la existencia de un pueblo palestino, puesto que los intereses nacionales árabes exigen que postulemos la existencia de un «pueblo palestino» diferenciado para oponerse al sionismo. Jordania, que es el Estado soberano que definió fronteras, no puede reclamar Haifa y Jaffa. En tanto que palestino, puedo sin duda reclamar Haifa, Jaffa, Beer-Sheva y Jerusalem. Sin embargo, desde el momento en que reclamamos nuestros derechos sobre toda Palestina, no perderemos un minuto en unir Palestina y Jordania.

No era, no obstante, algo nuevo. En 1956 Ahmed Shukari, embajador de la Liga Árabe ante la ONU, había expresado con contundencia:

Una creación como Palestina no existe en absoluto. Esa tierra no es nada más que la parte meridional de la Gran Siria.

Fiel a la tradición racista que le llevó a perpetrar la matanza de Hebrón de 1929 y otros pogromos masivos en años sucesivos, fiel a la vieja amistad que le unió a Hitler y le llevó a organizar para él la 13ª División de Montaña SS Handschar (favor devuelto por el Führer con el asesinato de 400.000 judíos que en principio iban a ser enviados a Palestina), en 1947 el muftí de Jerusalem, Amin el Husseini, tío de Arafat, dijo ante el comité especial de la ONU para Israel:

Una consideración adicional de gran importancia para el mundo árabe es la uniformidad racial. Los árabes vivieron en una amplia faja que se extiende desde el Mar Mediterráneo hasta el Océano Índico. Hablan una lengua y comparten historia, tradiciones y aspiraciones comunes. Su unidad fue el sólido fundamento para la paz en una de las más importantes y delicadas regiones del mundo. Por esta razón no tiene sentido que las Naciones Unidas faciliten el establecimiento de una entidad extranjera en el interior de arraigada unidad.

La uniformidad racial es dudosa, y, por supuesto, Husseini hablaba a conciencia de que en el llamado mundo árabe conviven muchas otras etnias y lenguas: véase el caso de Egipto, al que Nasser denominó República Árabe, donde conviven decenas de razas diferentes y hay una cantidad notable de nubios, etíopes, bereberes, bejas, etc., y donde no todos hablan el dialecto árabe oficial. El verdadero factor de unidad era y es el islam.

Entonces, cuando hablamos de paz, ¿de qué paz hablamos? ¿Entre quién y quién? Es obvio que el señor Abbas habla en nombre de unos 1.300 millones de musulmanes y Netanyahu lo hace en nombre de cerca de ocho millones de israelíes, de los cuales unos siete son judíos. En todo el mundo hay entre 13 y 14 millones de judíos, no todos partidarios de la preservación del Estado de Israel: la mitad no vive allí, y de esa mitad una amplia proporción está decididamente secularizada y asimilada en otros países. Pero aun cuando los 13 o 14 millones constituyesen una unidad comparable a la musulmana, toca a un judío por cada cien musulmanes.

 

 
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