Dicen que el primer ser humano que llegue a cumplir los 200 años (excepción hecha de los matusalenes bíblicos) ya ha nacido. Con mi prontuario médico, puedo asegurar que no soy yo. La prolongación de la vida a tales extremos supondrá un desafío para la sociedad (el crecimiento demográfico se disparará si disminuyen tan drásticamente las muertes), la economía (¿a partir de qué edad los sujetos serán laboralmente pasivos y qué seguro, social o privado, será capaz de soportar tanto parasitismo?) pero, principalmente, filosófico: el breve “valle de lágrimas” de la vida se habrá convertido en un paisaje plano, en una travesía más propia de la inmensidad del océano que de las irregularidades de la superficie emergida.
Recuerdo la ilusión que, siendo niño, me provocaba cumplir un año más, que siempre significaba una nueva etapa. Pasábamos de grado, como una flecha impulsada por nuestra propia transformación biológica hacia el mundo de los adultos, los integrados. A medida que avanzamos en la edad, no obstante, la sensación cada vez se parece más a la visión de un tren visto desde otro que, en la vía paralela y cercana, se desplaza en sentido contrario: no sabemos si pasamos en el tiempo, o es el tiempo el que nos atraviesa. Los años, los calendarios y agendas se nos vienen encima sin ningún miramiento ni compasión, aunque intentemos reconfortarnos con pronunciamientos del tipo “los 60 de ahora son los 40 de antes”. Claro que, si tomamos en serio el vaticinio de una cercana vida bicentenaria, nuestros 60 de ahora serán los 120 del siglo próximo (mejor, el que se nos viene).
Hay gente que parece que su única aspiración es “pasar por la vida”, incluso algunos tan espirituales y ecologistas que pretenden dejar la menor “huella contaminante” tras su desaparición. Como judío es un pensamiento inaceptable: más que por el precepto religioso del “tikún olám” (arreglar, mejorar el mundo), por el mero hecho moral de aprovechar la oportunidad que tuve de vivir en un mundo con menos guerras, hambre, epidemias, esclavitud y masacres que todos aquellos que han contribuido a formarme genéticamente. He sido un afortunado en llegar a mi edad, con muchos achaques y frustraciones, pero con la vista aún puesta en mañana. A veces, incluso en ese pasado mañana del que, con toda seguridad, no formaré parte. Lo importante no es lo que “nos pasa” (nos atraviesa y, posiblemente, nos resbala), sino lo que “pasamos”: seguir sintiéndose la flecha del tiempo y no la diana de papel perforada a su paso.
En estos días se recuerda internacionalmente los 75 años de cuando unas tropas (soviéticas) “pasaron” por la puerta del infierno llamado Auschwitz, aunque en realidad no iban de camino a liberar nada: menos todavía a los muertos vivientes incapaces siquiera de marchar hacia la muerte en otro lado. Perdonen si reservo mi emoción del Holocausto para los que se levantaron en los guetos y los bosques, y clavaron sus flechas de dignidad en la diana de mi memoria. Ellos no se dejaron pasar
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