En lo que va del siglo, el New York Times publicó columnas de opinión del sanguinario líder Talibán Sirajuddin Haqqani, del Terrorista-en-Jefe de la OLP Yasser Arafat, del delirante dictador libio Muamar Gaddafi, del canciller del teocrático Irán Mohammad Zarif, del presidente autoritario ruso Vladimir Putin, del populista premier turco Recep Tayyip Erdogan, así como del criminal convicto palestino Marwan Barghouti. Rara vez alguna de estas plumas ocasionó alguna objeción del staff del Times (yo hallé un solo tweet en relación a la columna de Haqqani). De seguro nada en comparación con la magnitud de la reacción indignada ante una reciente columna del senador republicano por Arkansas Tom Cotton. Que hombres con manos ensangrentadas hayan tenido un pase libre a la página de opinión del Times y que una simple opinión política de un senador electo haya sido el objeto de la furia moral de muchos de los periodistas del diario, dice algo acerca de la cultura organizacional reinante en el Times.
El senador Cotton incurrió en la osadía de pedir el envío de soldados a contener las protestas violentas que estaban sacudiendo a todo el país, ante la incapacidad de la policía de poder hacerlo, tras el repudiable asesinato del afro-americano George Floyd en manos de un policía blanco en Minnesota. Él no clamó por una represión general de las protestas pacíficas, sino por un refuerzo de contención frente a los saqueos, incendios, golpizas, vandalismo y homicidios que varios de los manifestantes estaban llevando a cabo. Su opinión era compartida por el 58% de los estadounidenses, el 48% de los votantes Demócratas y el 37% de los afro-americanos según una encuesta de Morning Consult. Una encuesta de Gallup del 2019 mostró que el 73% de los estadounidenses confía en las fuerzas armadas. En el clima de alboroto, veintitrés estados ya habían convocado a la Guardia Nacional, entre ellos varios gobernados por Demócratas, tal como observó Noah Rotham en la revista política Commentary. La idea había sido previamente elevada por el Presidente Trump, había sido implementada por previos presidentes y es una medida legal.
Las mismas personas que no tenían reparos en justificar los excesos violentos de los manifestantes (y que ignoraron por completo sus violaciones al distanciamiento social del Covid-19) se sintieron físicamente amenazados por una columna editorial. “Publicar esto pone en peligro al personal negro del @nytimes” tweetearon masivamente los empleados del diario. El sindicato de periodistas lo definió como “una clara amenaza para la salud y la seguridad de los periodistas que representamos”. Al día siguiente varios empleados no se presentaron a trabajar. El editor de opinión James Benett defendió su decisión sobre la base de un necesario debate de ideas, especialmente de ideas divergentes. El dueño del Times A.G. Sulzberger lo respaldó -“Creo en el principio de apertura a una variedad de opiniones, incluso aquellas con las que no estamos de acuerdo, y este artículo fue publicado en ese espíritu”- hasta que dejó de hacerlo. “Hemos concluido que el ensayo no cumplió con nuestros estándares y no debería haber sido publicado” decía una nota del editor posteriormente adjuntada a la columna del Sr. Cotton. Para cuando la semana estaba terminando, James Bennet estaba despedido.
Este motín moral ocurrió dentro de un diario que el año pasado promovió una investigación titulada “Proyecto 1619” que básicamente postula que Estados Unidos fue concebido en el pecado de la esclavitud. Fue severamente criticado por varios historiadores por sus presuntos errores y distorsiones, pero ese no es el punto. Lo relevante aquí es que el New York Times es un medio progresista simpatizante de los afroamericanos. Nada de eso importó a los neo-estalinistas enojados, quienes presionaron para que rueden cabezas en vez de debatir ideas. En lugar de desafiar las opiniones del senador Cotton y salir al campo travieso a confrontarlo intelectualmente, se atrincheraron en su fortaleza ideológica, desde cuyo cómodo encierro protestaron. “Un espíritu de feroz intolerancia intelectual está atravesando al país y mucho del establishment periodístico con él” lamentó un columnista conservador del Times.
El sacudón en el Times fue sucedido por otros despidos. Los editores del diario Philadelphia Inquirer y de la revista Bon Appétit fueron guillotinados por el delito de discrepar con las modas ideológicas del momento. El caso del Philadelphia Inquirer es especialmente grave. El editor histórico del diario y ganador del premio Pulitzer fue echado por el título elegido para una nota de opinión: “Los edificios también importan” escrita por un arquitecto preocupado por la devastación edilicia de los vándalos (una alusión obvia al movimiento “Las vidas negras importan”, motor de las protestas). “En asuntos considerados sacrosantos -y hoy eso incluye la opinión de que Estados Unidos es racista de raíz a rama- no hay lugar para el debate”, observó un editorial del Wall Street Journal, “Uno debe admitir su incapacidad para apreciar esta ortodoxia y hacer penitencia, o no sobrevivirá en el trabajo”.
Esto es lo que en Estados Unidos se conoce como la cultura de la cancelación. Así la define el diccionario digital de la cultura pop: “La cultura de la cancelación se refiere a la práctica popular de retirar el apoyo (cancelar) a figuras públicas y compañías después de que hayan hecho o dicho algo considerado desagradable u ofensivo. La cultura de la cancelación generalmente se discute como realizada en las redes sociales en forma de escarnio grupal”. Los justicieros sociales cosecharon otros triunfos. HBO Max descatalogó la película clásica de 1939 Lo que el viento se llevó por su supuesta insensibilidad racial, aunque marcó la primera vez que una actriz negra ganase un premio Oscar. Ello ocurrió luego de que Los Angeles Times publicara una columna de John Ridley, guionista de la premiada película Doce años de esclavitud, en la que pedía exactamente ello. Paramount canceló el programa de tele-realidad Cops, que retrata el quehacer diario de los policías en Estados Unidos. No tardaron en emerger llamados a quitar fondos a la policía. Estatuas de esclavistas y figuras controvertidas fueron removidas: entre ellas la del ex alcalde y comisionado de policía Frank Rizzo, en Filadelfia; la estatua de Edward Carnack, un ex senador estadounidense, en Tennessee; una estatua de 1889 en honor a los soldados confederados en Virginia; la estatua de 115 años de antigüedad del marinero confederado Charles Linn, la del general confederado Robert E. Lee y la del almirante confederado Raphael Semmes, las tres en Alabama. En Minneapolis, una estatua de Cristóbal Colón fue tirada al piso. La movida cruzó el océano Atlántico y llegó a Bélgica y Reino Unido, donde incluso una estatua de Winston Churchill fue desfigurada.
Mientras la turba iracunda actuaba, hubo un efecto boomerang: la nota del senador Cotton fue la más leída en el Times la semana de su publicación y en Amazon se agotaron las copias en formato DVD o Blue-Ray de Lo que el viento se llevó.
La causa del anti-racismo es obviamente loable. El problema aquí es el exceso neo-estalinista que la está copando. Un lema de estas protestas es “el silencio es violencia”. Aparentemente, nadie tiene derecho a permanecer callado. La indiferencia es inaceptable. La solidaridad, obligatoria. Se debe hablar, protestar, reclamar. Eso sí, uno debe expresarse a favor del dogma imperante. Sin formular preguntas. De lo contrario, el lema adquirirá un giro siniestro y uno será silenciado –quizás con violencia.
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