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| sábado abril 20, 2024

Argelia: atisbos de democracia y decadencia del islamismo


Argelia está bastante lejos de Israel y no es una de las grandes preocupaciones de los israelíes. Los últimos titulares sobre Argelia en la prensa israelí tienen ya decenios, aparecieron cuando el país magrebí albergó el Consejo Nacional Palestino de la OLP en noviembre de 1988, un año después de iniciada la intifada; ahí, la OLP anunció la “declaración de independencia” del Estado palestino, lo que algunos interpretaron como una aceptación implícita de la solución de los dos Estados.

Pero los israelíes deberían prestar atención a los acontecimientos que se están registrando en Argelia desde hace dos años, especialmente a los resultados del referéndum celebrado en fechas recientes sobre la nueva Constitución del país. Pues son fenómenos conectados con corrientes más profundas y desarrollos que están teniendo lugar en el mundo que rodea a Israel y que claramente afectan a éste y a sus ciudadanos.

Lo que más sorprende cuando se compara a la Argelia actual con la del pasado es su concentración casi absoluta en las cuestiones nacionales, a expensas de los asuntos regionales e internacionales.

Argelia, el Estado radical con relaciones muy estrechas con la antigua URSS que acogía a numerosos movimientos revolucionarios y subversivos; el país que engendró el FLN (Frente de Liberación Nacional), emulado por cientos de movimientos similares en el Tercer Mundo, es ahora el pasado remoto. En las últimas tres décadas, pero sobre todo desde las movilizaciones masivas para impedir un cuarto mandato del senil Abdelaziz Buteflika, las élites del país se han centrado en las cuestiones domésticas, como por ejemplo la corrupción y el nepotismo, los persistentes altos índices de desempleo, los imperfectos sistemas educativo y burocrático, las tensiones subyacentes entre religiosos y laicos y entre árabes y bereberes y la conflictividad social. La mayoría de los bereberes son laicos, mientras que los argelinos más religiosos, especialmente aquellos que profesan el islamismo, son partidarios del predominio de la cultura y de la lengua árabes.

En el pasado reciente fue la tensión entre laicos y religiosos el gran objeto de atención, especialmente en los años 90, cuando Argelia se vio inmersa en una salvaje guerra civil entre la élite estatal, respaldada por los militares, y los fundamentalistas islámicos. La mayoría de las víctimas –entre 60.000 y 100.000– eran gente normal y corriente no adscrita a ningún bando pero masacrada por unos u otros por supuestamente apoyar a la otra parte.

En este sentido, las recientes protestas masivas contra la élite estatal, que ganó la guerra contra los fundamentalistas gracias a un Ejército financiado con los ingresos petroleros, sólo pueden ser buenas noticias. Las manifestaciones fueron pacíficas, y la élite estatal y el Ejército respondieron con contención. El Gobierno pretendía agotar a los protestatarios, que buscaban la destitución del presidente; ese objetivo lo consiguieron, si bien no lograron acabar también con la casta que lleva gobernando el país desde la declaración de la independencia, en 1962.

El fracaso a la hora de desalojar a los gobernantes fue en parte culpa del propio movimiento contestatario, que no consiguió crear partidos de entidad y bien organizados que pudieran negociar la deseada transición. Un ejemplo de transacción habría sido la garantización de una amnistía general a la élite gobernante a cambio de su renuncia al poder.

Los manifestantes también fracasaron por un elemento sobre el que no tenían control: el covid-19, que les puso en la tesitura de elegir entre sus objetivos políticos y el aún más básico de detener la expansión del virus.

El referéndum constitucional habría que analizarlo teniendo en cuenta este impasse.

Tras la destitución del presidente, los gobernantes decidieron cortejar a los manifestantes con el cambio de la Constitución. Las reformas que propusieron no eran meramente cosméticas. La nueva ley fundamental limita el ejercicio de la presidencia y el desempeño como diputado a dos mandatos, sean consecutivos o no, transformación auténtica en un país cuyos presidentes se han mantenido en el cargo mucho más tiempo. También se recortan los poderes presidenciales: el jefe del Estado debe elegir al primer ministro no a discreción sino de entre la mayoría parlamentaria. Otro artículo prohíbe al Estado imponer una hegemonía cultural, gesto para contentar a la notable minoría bereber que ha suscitado la ira del partido islamista.

Tres grupos emergieron en respuesta al referéndum constitucional. El primero fue el movimiento protestatario, la mayoría de cuyos miembros no fueron seducidos por el referéndum y llamaron a boicotearlo, frente a los llamamientos gubernamentales a apoyarlo. El segundo fue la elite estatal que promovió la consulta, que obviamente instó a la opinión pública a votar a favor. El tercero fueron los islamistas, que llamaron a votar ‘no’ en protesta por los contenidos laicos progresistas de la propuesta.

Los resultados indican que los protestatarios ganaron holgadamente, pues no acudió a votar siquiera un cuarto del electorado. Los islamistas fueron los grandes perdedores: y es que no sólo la gran mayoría no secundó su llamamiento a votar, sino que los que acudieron a las urnas apoyaron abrumadoramente a los gobernantes (66%).

Todo esto dice mucho de lo que está sucediendo en el mundo árabe. Hay un palpable deseo de cambio y una concentración casi exclusiva en los asuntos domésticos (a expensas de causas regionales como la palestina). Los resultados del referéndum argelino hablan igualmente del declive del islam político en la región, desde que en 2013 un contragolpe desalojó del poder a un presidente de los Hermanos Musulmanes en Egipto.

Sobre todo, dan cuenta de una sensación de cambio que se extiende por países tan distantes como el Líbano, Irak y Sudán. Los protestatarios quizá hayan vencido, pero se trata de una victoria pírrica, en el mejor de los casos, mientras la elite gobernante siga en el poder. Aun así, ésta tiene razones para preocuparse, pues sabe y teme que las protestas vuelvan a las calles.

En Argelia, la buena noticia es que el derramamiento de sangre está siendo mínimo. La disposición de ambas partes a contener la violencia es el primer paso hacia la democracia. Los israelíes deberían contemplar la experiencia argelina con la esperanza de que una nueva inhibición de la violencia en un país que ha sufrido tanta puede conducir a un deseo de normalizar relaciones con el propio Israel, lo cual beneficiaría a ambos.

© Versión original (en inglés): BESA Center 
© Versión en español: Revista El Medio

 
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