En lo relacionado con la UE, las opiniones están divididas entre quienes la consideran inútil y costosa y quienes creen que es el futuro de Europa y un referente para la especie humana.
¿Cuál es la realidad?
Antes de que emergiera la UE, la construcción de una unión europea fue, en un principio, un tremendo éxito.
Abundan los liberales con poca memoria, pero el caso es que la UE no siempre fue la maquinaria enorme y remota que es hoy. En la época de las más modestas comunidades europeas –que atañían, por ejemplo, a la cooperación entre las economías de múltiples países; o entre las industrias carbonífera, metalúrgica y nuclear–, Europa conquistó cuatro libertades de movimiento: de personas, capitales, bienes y servicios. Pese a sus fallos, defectos e imperfecciones (nada humano es perfecto), ese mercado común –o único– hizo una contribución masiva y sustancial a la libertad y la prosperidad de los europeos.
Resulta imposible no considerar un avance que un ciudadano francés pueda moverse libremente por Italia, o que un emprendedor español tenga derecho a ofrecer libremente sus servicios a los ciudadanos de los Países Bajos. El mercado común europeo original se ajustaba perfectamente al ideal constructivo de Jean Monnet de «la paz mediante la prosperidad».
El problema es que los ideólogos de todos los credos no se veían satisfechos con esa Europa que era una mera herramienta, de naturaleza esencialmente económica. No, era necesario agregar una Europa política, una Europa social, una Europa de defensa, una Europa de política exterior, una Europa ecológica e incluso una Europa geopolítica.
Esa evolución consistió, primeramente, en subvertir las instituciones europeas para que, además de los económicos, consiguieran unos objetivos ajenos a ellas, como una «política exterior común» que jamás pasó de la retórica. ¿Cómo iban a tener una política exterior común países como el Reino Unido, Austria y Portugal?
Después, las instituciones y los procedimientos fueron y siguen siendo constantemente adaptados, renovados y revolucionados para la consecución de fines extraeconómicos como la «paz», la «lucha contra la exclusión social», la «promoción del progreso científico y tecnológico», la «seguridad» y la «justicia», aun a expensas de los propios fines económicos.
Hoy, el propósito económico de la construcción europea ha sido oficialmente reducido –vía tratados– a lo meramente esencial, en aras de un «desarrollo sostenible basado en el crecimiento económico equilibrado y la estabilidad de los precios» y de las demandas de la Europa política, social y ecologista. Demandas que empezaron, por ejemplo, con el Acuerdo Verde, que pretende convertir Europa en el primer continente «climáticamente neutral» mediante la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) a «cero neto» para 2050, aun cuando las consecuencias económicas sean insoportables para los europeos. Según IndustriAll, la federación de los sindicatos industriales europeos, hay un gran riesgo de que el Acuerdo Verde Europeo ponga de rodillas a sectores industriales enteros, destruyendo millones de empleos en algunos que hacen un uso intensivo de la energía, sin la menor seguridad de que los trabajadores afectados vayan a tener un futuro.
Así pues, la UE, que en el pasado ofrecía un contrapeso a la furia antieconómica de sus Estados miembros, hoy no hace más que amplificarla.
Ninguna resolución sobre género o medioambiente adoptada por los Parlamentos francés o alemán puede competir con las cada vez más extremas proclamas adoptadas al respecto –así como en otros ámbitos– por las instituciones europeas. Un ejemplo: la más extrema versión de la teoría de género –la idea de que hombre y mujer son conceptos culturales, no biológicos– es actualmente la política oficial de la UE.
Lo que permite a las instituciones europeas avanzar más y más en el camino de la ideología es que escapan de la sanción democrática, dado que la UE sigue siendo en primer lugar y sobre todo una organización intergubernamental. El Tribunal Constitucional Federal de Alemania diagnosticó un «déficit democrático estructural» en la construcción de la UE. Los procesos de toma de decisiones en su seno siguen siendo mayoritariamente los de una organización internacional. En la UE, la toma de decisiones está basada en el principio de igualdad de los Estados miembros. El principio de igualdad entre los Estados y el de igualdad de los ciudadanos no pueden ser reconciliados en las actuales instituciones comunitarias, dice el alto tribunal alemán. Por supuesto, las instituciones comunitarias se envuelven en un lenguaje florido –hablan de «hacer de la UE más democrática», como reza el Tratado de Lisboa–para hacer creer a la gente que, aunque imperfectas, son cada vez más democráticas y sólo esperan llegar a serlo completamente.
Nada más lejos de la realidad; como organización intergubernamental, la UE no es, nunca ha sido y nunca será una democracia. Como organización internacional, es un concierto entre Gobiernos; añadir un parlamento europeo electo, con capacidades limitadas, al plan no altera sus intereses intergubernamentales.
¿Qué porcentaje de ciudadanos europeos es capaz de nombrar siquiera un miembro del Parlamento Europeo, un comisario europeo o un juez del Tribunal Europeo de Justicia? Los norteamericanos se sienten americanos antes que de Wyoming o de Arkansas, mientras que los italianos, los españoles, los suecos, los polacos y los eslovenos se identifican con sus países antes que con Europa (en el sentido genérico de la expresión, no en referencia a la UE).
Por razones históricas, Alemania se ciñe lo más que puede a las normas e instituciones comunitarias. Como ha advertido Ulrich Speck:
El país ha construido su identidad y su sistema políticos para ser todo lo contrario del Estado nazi. Hoy, los alemanes ven el régimen nazi, entre otras cosas, como una forma radical de las políticas de poder clásicas, y se considran afortunados de dejar eso atrás.
En otras palabras: numerosos alemanes ven la UE como el antídoto definitivo contra las tendencias hegemónicas de su pasado. Aunque gestionaron la primera parte de la reciente pandemia –la de la mitigación– relativamente bien, decidieron confiar en la UE para la gestión de las vacunas. Hay lógica en ese enfoque: en primer lugar, somos más fuertes negociando juntos con las Grandes Farmacéuticas, y, además, ¿no es esta una oportunidad de demostrar a los europeos que esta UE que no les gusta es al menos útil?
Pero aparte de inútil y costosa, como en el caso de la vacunación contra el covid-19, la UE se ha mostrado horrible, cómica y trágicamente ineficaz. AstraZeneca, por ejemplo, simplemente le informó de que no podría suministrar el número de vacunas que la UE confiaba tener –y por el cual pagó– a finales de marzo. Los líderes de la UE se enfurecieron porque la compañía parecía cumplir con sus entregas al mercado británico y no con las suyas. El resultado de la incapacidad de la UE es tremendamente elocuente:
Dentro de cinco años, cuando los historiadores echen la vista atrás a la época del covid, dirán que la operación Velocidad Endiablada (Warp Speed), emprendida por EEUU bajo el mandato de Donald J. Trump, fue un triunfo de la ciencia y la logística.
Si llevó cinco años desarrollar una vacuna contra el ébola–el anterior récord mundial–, ha hecho falta menos de uno para que Occidente desarrollara varias vacunas contra el covid, principalmente bajo presión y con la financiación del contribuyente norteamericano. El Gobierno de EEUU comprendió enseguida que el desafío era también logístico: está bien desarrollar una vacuna, pero también hay que producirla en grandes cantidades y distribuirla.
A instancias del Gobierno norteamericano, en cuestión de meses se construyeron fábricas para producir la vacuna (que por entonces aún no se había desarrollado), en un esfuerzo de una magnitud como el emprendido por la industria de guerra norteamericana en 1941. Cuando llegó el momento de distribuir la vacuna, el Gobierno norteamericano utilizó la mejor herramienta a su disposición: el Ejército. Al final, el programa estadounidense de vacunación masiva se está desarrollando en un lapso de tiempo inaudito; el presidente Biden dijo a primeros de marzo que EEUU tendría las suficientes vacunas para inocular a todos los norteamericanos a finales de mayo, dos meses antes de lo previsto.
En comparación, el fracaso de la UE es total. El reto era producir y distribuir la vacuna, y ha fallado miserablemente en ambos aspectos. El programa europeo de vacunación está muy por detrás del norteamericano e incluso del israelí y del de la Gran Bretaña post Brexit.
Según los datos actuales, en Europa la vuelta a la normalidad se producirá un año después que en EEUU y el Reino Unido. Ese año representa una cruel miríada de déficits, bancarrotas y desastres personales. En términos relativos, supondrá una masiva regresión económica para la UE.
La gestión de la vacuna por parte de la UE dice mucho de lo que es la propia UE: una trágica farsa en manos de ideólogos tan obtusos como ineficaces. Las élites europeas son débiles, cobardes y pusilánimes porque saben que no representan a nadie, en el auténtico sentido democrático de la palabra; no son elegidas democráticamente, no son transparentes y no rinden cuentas ante nadie. En última instancia son marionetas de unos Gobiernos que nunca se ponen de acuerdo, pero que tienen la legitimidad de ser verdaderamente democráticos: electos, transparentes y responsables ante un electorado. Tampoco hay un mecanismo para que los ciudadanos deselijan a alguien si quisieran hacerlo.
El sentido común dictaría la vuelta de la UE a la condición de mercado único, un territorio sin fronteras internas ni obstáculos regulatorios a la libertad de movimientos de bienes y servicios. Pero la hubris ideológica de las instituciones europeas y sus patrocinadores la llevarán en la dirección opuesta, a una centralización cada vez mayor a expensas del pueblo europeo y sus intereses vitales.
Drieu Godefridi, autor liberal clásico belga, es el fundador del Instituto Hayek de Bruselas. Tiene un doctorado en Filosofía por la Sorbona de París y también dirige inversiones en compañías europeas.
Traducción del texto original: The European Union: From a Single Market to a Tragic Farce
Traducido por El Medio
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